Mezclados
el deseo de epatar y la ausencia absoluta de pudor con la que Angélica Lidell
sale a escena, sus obras son cada vez el making of de la obra, también una
sucesión de escenas afiebradas cuyo sentido es el de esperar el catatónico
momento que en cada montaje interrumpe la obra para que el público juegue a ser
el psicoanalista al que Lidell se dirige. Cansinamente autoindulgente con su
malestar, y tratado éste como si una
atracción de feria, cada obra suya es cada vez menos obra y más solo suya.
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