26 febrero 2006

Controversias y Valladolid

Más o menos a la misma hora en que una manifestación terminaba de teatralizar en ropajes de recuerdo y honra lo que, en mala medida, es sólo mitín, entraba uno a ver La controversia de Valladolid, en El teatro de la Abadía. La obra muestra el agrio debate que debió tener lugar entre Bartolomé de las Casas y Ginés de Sepúlveda, reunidos en un convento en 1550 para dilucidar si los recién conquistados amerindios eran seres humanos, animales o como mucho una especie inferior. Testigo y juez es un legado papal cuyo dictamen será el de la iglesia cristiana toda. Un cuarto elemento viste los hábitos de actor cuando la mitad del debate: el dinero, encarnado en un colono de allí llegado para defender la fe de las arcas. De las otras arcas. El texto habla de las evidencias y de las farsas que pueden pasar por ellas si quien las defiende tiene la habilidad discursiva necesaria para mantenerlas en pie el tiempo suficiente. Los muertos –los matados- son una verdad sin mucho matiz posible, si bien no para Sepúlveda, que pasa la obra negándolo con la elocuencia teórica que falta al dinero, sentado de su lado. Hay pocos muertos que, muertos, tengan alguna utilidad –dice el juez cuando el dinero se queja del escaso valor que la vida parece tener para quien pena su esclavitud. Preservar lo logrado o lo deseable –ya sean tierras, vidas o votos- basa su legitimidad en la medida en que las víctimas de ese afán sean las ideas que las impulsan, no aquellos impulsados a morir a causa de ellas. Llega un momento en que los muertos –ya sea en el siglo XV, ya sea hoy- dejan de ser personas ausentes para pasar a ser ideas. Y si usar personas es repudiable, usar ideas es otra cosa. Los aztecas muertos eran para Sepúlveda más ideas que personas, como lo son hoy para quienes versionan la idea de sacrificio según sean ellos o no quienes oficien la ceremonia de lo justo y sus senderos torcidos o torcibles. Una guerra justa es la que conduce a la justicia –sale de boca de Sepúlveda poco después para ilustrar que el fin justifica los muertos. Y acerca de fines dudosos, de más justo todo y más justicia conducida, hace algunos años, en este mismo teatro, en esta misma sala, al final de un monólogo de Albert Camus -creo sobre los totalitarimos- el actor salió tras los aplausos a lamentar el papel del gobierno de Aznar, su participación en los muertos iraquíes. Un espectador, entonces, protestó airadamente por lo que consideraba una intrusión del partidismo político por el que él no había pagado por oír. Un coro de silbidos le siguió mientras abandonaba la sala, y entonces se transformó en una nueva salva de gratitud hacia el actor. Puede pensarse que todos los que estaban en la sala ese día eran simpatizantes del partido entonces en la oposición o simplemente considerar que la denuncia, la descripción desnuda de lo que ocurre fuera del teatro es la primera condición de lo que se cuente dentro de él, que quien vive de creer en el poder estanco de los lados no tiene nada de una oreja a otra, y menos que nada la visión clara de que lo político vive en gran medida de hacer de las ideas, teatro del peor posible, el que burla la inteligencia de quien lo contempla. Quizá para ilustrar eso, y prevenir aquello, el escenario no dejaba, hoy, de rotar sobre su eje, de forma que los que atacaban y defendían desde la izquierda lo hacían cada poco desde la derecha, y viceversa. El mundo está lleno de sueños y rumores. –esto también oí.

2 comentarios:

uliseos dijo...

debo reconocer que descubro un columnista de peso en tus entradas... si te descubre un diario serio te ficha...menos mal que no hay diarios serios.

Anónimo dijo...

bueno, siempre nos quedarán los que han de pagar la opinión al peso.