08 febrero 2014

memorias de otro subsuelo



Hay dos policías de las ratas estos días en la cartelera teatral de Madrid, y uno es Arturo Fernández. Como en el relato de Bolaño –El policía de las ratas- que dirige Alex Rigola estos días en La Abadía, ser el único en asistir a un crimen, en revelarlo y hallar un culpable, es, en el texto de Albert Boadella –Ensayando Don Juan- (Teatros del Canal), más la historia de cómo las ratas llegan a serlo tanto que la investigación del hecho obvio. Si en Bolaño el policía es acusado de no ser lo suficientemente rata, de actuar fuera de los códigos de la comunidad, en Boadella es un reproche mutuo: por un lado, el de quienes ensayan un Don Juan lamentablemente expresado, banal, embrutecido, hacia el guardián de las esencias que representa Fernández. Por otro, el de éste, al asistir, y rebelarse, contra la atrocidad que la directora del ensayo perpetra contra el texto de Zorrilla en aras de la modernidad.
Si Bolaño hizo igualmente ratas a quienes matan, a quienes no pueden concebirlo y a quienes persiguen los crímenes, Boadella ha llenado las alcantarillas de un cierto teatro vanguardista, para el que la forma –la no forma, que diría el policía Fernández- se basta para tomar de don Juan lo que necesita –su pene- y despreciar el resto. Que el policía/comendador sea aquí de una especie aparentemente distinta al resto –un dinosaurio, tal y como se le llama- habla, como en Bolaño, de la dificultad de consensuar una autoridad, por evidente que sea el crimen. Y de cómo esa autoridad halla su más grave obstáculo en lo que la mayoría espera de quienes no la secundan. Si en Bolaño forenses y superiores policiales buscan preservar una cierta idea de la armonía social al negar la evidencia –que es una rata quien parece haber matado a las otras ratas-, en Boadella, no por menos dramático el tema, es menos reconocible el mismo empeño: cómo superar la verdad –que lo que escribiera Zorrilla no puede decirse plenamente sin decir su forma exacta- exige inventar un culpable –Fernández- o, si no se encuentra éste a mano, al menos una culpa –que el teatro clásico no conserve vigencia si no se le reescribe por completo.
Si esto último vaga penosamente como farsa facilona lo que podría haber pugnado como espejo verosímil de nuestro tiempo –duele ver a David Boceta, formado en la CNTC- es porque, al contrario que en su formato clónico bastante más logrado –Amadeu-, ni el intento de la directora vanguardista deja de ser aquí un chiste exageradamente expuesto, ni el papel de Fernández como valedor de un formato sensato, algo que muchas veces… es solo Fernández haciendo de sí mismo. Si se asiste a Bolaño desde la misma negrura, desde la misma impenetrabilidad que rodea los pasos del policía, en Boadella se sufre la extorsión de un tópico lanzado contra otro. Lo que en uno es tensión y enigma, en otro, fatiga e irrelevancia.
“En ella admiramos lo que jamás admiraríamos en nosotros” –lo que dijera escrito Kafka en el cuento –Josefina, la cantora- en que se basó Bolaño para componer el suyo dice de las razones de Fernández para defender su personaje, y de paso todos los demás, más de lo que Boadella ha hallado para defender al policía de quienes le acusan de ser el asesino. Lo que cuenta El policía de las ratas –que la dedicación al arte podría ser fácilmente considerada una debilidad, algo que incapacita para trabajar, para ser lo que la comunidad espera que seas- diría de Ensayando don Juan algo que Boadella, que llena los Teatros del Canal estos días de quienes van a ver a Fernández ser Fernández, ha escogido callar: que es el público quien vacía de arte los teatros y lo llena de obras pueriles. “Tengo entradas para Julio y César” –dirá una de las señoras, sentadas a mi derecha.
Es justo la elección entre el arte y su sombra tenebrosa lo que Bolaño añadió al relato de Kafka. Donde éste dibujó un pueblo simultáneamente entregado y receloso del único de sus especímenes con cierta disposición al arte, Bolaño multiplicó el efecto de ambos, solo que para hacerlo los desplazó a la sombra. Si el arte de Josefina la cantora consistía en emitir un sonido desconocido para el resto, la investigación que en Bolaño dirige su sobrino –Pepe el tira- es la de un arte igualmente inconcebible: por un lado, el del crimen entre iguales, por otro, el de averiguarlo y pretender que se sepa. “En círculos de confianza reconocemos abiertamente que el canto de Josefina no tiene nada de extraordinario”-escribió Kafka. “Es solo una anomalía” –dirá del asesino la rata reina en el relato de Bolaño. Si en Kafka “nuestro pueblo apenas conoce la lealtad incondicional”, en Bolaño ésta parece ser la principal obligación, el primer requisito de la supervivencia de especie, donde aceptar el crimen entre ratas es tan impensable como en Kafka se saben “incapaces de soportar a un verdadero artista del canto… rechazaríamos unánimemente la insensatez de una actuación así”.
Finalmente, la proximidad entre ambos lados de lo insoportable les une más de los que les separa. Cuando el policía de Bolaño es forzado a callar su descubrimiento, quien habla por su boca es la misma Josefina que dijera cantar para proteger a su pueblo. Lo que callan sus superiores es el mismo núcleo de la verdad indecible que Kafka pusiera en boca de su rata narradora –“Josefina, la culpable de todo, sí, la que tal vez ha atraído al enemigo con sus silbidos, siempre ocupa el lugar más seguro y desaparece la primera, protegida por sus correligionarios, en silencio y lo más rápido que puede. De esto se podría deducir que Josefina prácticamente se encuentra fuera de la ley, que puede hacer lo que quiere, aún cuando ponga en peligro a la colectividad, y que todo se le perdonará.”
La cuestión que Bolaño desplazó a la oscuridad de las alcantarillas muertas –qué es un depredador- es la misma que Kafka planteara respecto al arte de Josefina. Responder a la primera permite formular más fácilmente una más delicada si cabe -qué somos, pues, nosotros. Si el asesino es uno de los nuestros, nosotros podríamos ser como él, tener algo de lo que le hace tan diferente. “Yo soy una rata libre” –dice el asesino al ser descubierto. Dijera soy un artista y no se entendería menos como extracto del relato doble sobre el arte como don que, en tanto que aislado hasta ser incomprensible, mejor haría en desaparecer por el bien de una sociedad que necesita ser una sola cosa, sin fisuras. “Se podría suponer la confesión de que el pueblo, como ella afirma, no comprende a Josefina, que solo admira impotente su arte y que no se siente digno de ella. El pueblo aspiraría a compensar el daño que causa a Josefina con su incomprensión… y del mismo modo en que su arte queda fuera de su capacidad de discernimiento, también ella coloca sus deseos y su persona fuera de su poder de mando… pues es falso… Josefina solo lucha para que se la libere de todo trabajo por consideración a su canto”. Ese otro insulto frecuente, ya apuntado antes, sumado a la vulnerabilidad de la sociedad ante la belleza o la diferencia creativa: la vagancia.

“Además del concierto tenemos una función teatral” –se lee en Kafka. Felizmente. 

05 febrero 2014

Artistas del anonimato


El abogado que Herman Melville puso a narrar su relato Bartebly el escribiente en 1853 quizá seguía vivo treinta años más tarde, el día que Kafka nació en Praga. De cuantos personajes aparecen en el relato, el único que acaso hubiera podido vivir hasta 1922, cuando Kafka publicó su cuento Un artista del hambre, es Ginger Nut, el chico de los recados que en Bartleby obtiene su nombre a partir de los buñuelos de gengibre de que abastece a los copistas que trabajan en la oficina. Si Kafka leyó o no el relato de Melville es menos seguro que el desdén con el que el protagonista de su Artista del hambre, encerrado en una jaula circense como Bartebly lo hiciera en una oficina, hubiera tratado la ocasional visita de aquel proveedor de buñuelos.
Si Melville imaginó un hombre desdichado y silencioso que preferiría no hacer nada que no quiera hacer, Kafka fabuló la historia apartada de un ser condenado a ser el mayor ayunador que el mundo haya visto. Si aquel se contrae sobre sí mismo hasta desaparecer en unos pocos meses, éste logra estirar su agonía idéntica durante años. Si al escribiente parece una atracción humana que no quisiera un rasgo de humanidad convencional en él, el ayunador ve su estrella apagarse, a medida que la atención del público ignora, primero gradual y luego absolutamente, su esfuerzo circense. Orgullosos, ambos subsisten gracias al que podría ser su único contacto humano –un abogado, un empresario- a quien tanto Melville como Kafka encargaron la misión de narrar la desventura de aquellos. Ambos mueren de hambre, ambos voluntariamente, ambos solos.
Los relatos situados antes y después que el Artista del hambre en la edición de sus cuentos completos -Valdemar/ 2000-, se leen como celdas contiguas a la que contiene al ayunador. Si el zumbido que suena continuamente en el relato El intercesor –historia de una búsqueda sin posibilidad de solución- “parece tener su origen en el lugar en el que uno casualmente se encuentra… y el tiempo que se te ha otorgado es tan breve que si pierdes un segundo has perdido toda tu vida”, en Nuestra sinagoga, el animal que, como la pantera que acaba ocupando la jaula del ayunador, habita allí donde los hombres se reúnen, “ante todo se mantiene alejado de los hombres… solo parece estar unido al edificio… lo que sin duda preferiría es mantenerse oculto…Vive desde hace muchos años abandonado a sí mismo… Hace muchos años, se intentó realmente expulsar al animal… en realidad era imposible”.
Lo que Kafka escribiera sobre el intento del ayunador –“nadie tenía derecho a mostrarse satisfecho con lo visto, solo él”- es más hondo que lo que, al final de su relato, decidió iba a justificar su epopeya trágica –“no encontré ninguna comida que me gustara”. Melville tuvo menos compasión por su protagonista. Diseñó una doble celda, una doble tumba, al fundar su silencio y soledad absoluta en un trabajo previo en el área de una oficina de correos donde solo llegaban cartas muertas, cartas sin destinatarios ya que pudieran recibirlas. Si Melville pudo haber titulado Un artista del no el periplo de su desdichada criatura, Kafka no podía dar un nombre a su ayunador sin que al menos esa parte de él viviera, andara, resonara, acaso se alimentara de algo fuera de la jaula. 

http://www.teatroguindalera.com/un-artista-del-hambre/

04 febrero 2014

el hombre y la tierra


Mientras la crisis, al cebarse con los más débiles, profundiza en la deshumanización de sus miembros, el relato del comportamiento de quienes crearan el Apocalipsis financiero hace siete años les muestra como alimañas que acaso solo rebajando la cualidad humana de sus semejantes pudieran sentirse menos singulares. En las versiones de la caída, ficción y realidad también compiten por acercarse cada uno al área del otro: mientras El lobo de Wall Street podría ser un documental de la banalidad y la impunidad del gran dinero, solo la ruina que trajo a quienes invirtieron en Enron impide ver el documental homónimo de Alex Gibney como una parodia, un vodevil del gran formato financiero reciente. Como también en La gran estafa americana, si la escala de la corrupción y la mezquindad recreada asombran es porque parecería directamente proporcional al sinsentido o la estupidez frecuente, como si amasar una fortuna estuviera directa, estrictamente, reñido con la inteligencia en la toma de decisiones. Revisas ese retrato opuesto que es El capital, de Costa-Gavras –su tiburón (francés), uno frío, calculador, de dentelladas discretas e implacables- y te preguntas si la llaneza tan norteamericana, la exposición transparente de lo que se piensa, que tiene en la estupidez política el más nítido escaparate, no es solo pura vergüenza a que les llamen por otro nombre. 

03 febrero 2014

el personaje que no te salva


Con suerte tus contemporáneos hacen por ti algo más que crear grandeza a la edad exacta a la que tú, por tu parte, sobrevives, y a veces esa elevación contiene la caída, o al menos el vértigo que la vida impone. Hubieron de pasar muchos años hasta que la memoria dejara de asociar a Philip Seymour Hoffman con el personaje al borde permanente del ridículo o el colapso que bordara en buena parte de su filmografía. Cómo no ver hoy en clave profética que si su encarnación de Truman Capote le permitió ser, por vez primera, ambos –el ser vulnerable y el osado-, el sacerdote que encarnara en La duda iba a reafirmar el segundo, aunque el papel consistiera en perder íntimamente como el primero que nunca se había podido dejar de ser. El tiempo pasado entre lo que una cara está, al parecer, obligada a contar, y lo que ésta podría transmitir pasado un tiempo es un raro insulto al Hoffman actor y acaso una recompensa justa al Hoffman persona, cuya maduración, fuera del actor a la persona o viceversa, ojalá hubiera aportado a su persona privada la misma solidez, la misma estatura suprema, que su persona cinematográfica disfrutaba desde hace un lustro. Que la fragilidad que ya no te matara en público te mate en privado deja una tristeza a la altura del dolor que Hoffman y su talento inmenso sembraran en un trabajo que consistía en que la gente pagara por verte sufrir. Uno se sentiría mejor si lograra ver en su encarnación asombrosa -lo son todas las que a las órdenes de Michael Thomas Anderson- de un farsante en The master que, vendiendo seguridad en sí mismo, acoge bajo su protección fracasada a un ser autodestruible, un mero y grandioso epitafio cinematográfico. 

01 febrero 2014

En tierra concéntrica de Pinter


La humillación, propia o ajena, o simultáneas, que en Pinter, como en Bernhard, es un recurso frecuente al alcance de cualquiera es, en Tierra de nadie (1975), el único al que ninguno de sus cuatro protagonistas está dispuesto a renunciar. Descontados los dos asistentes/mayordomos, cuya humillación es de pago, siquiera sea éste emocional, el reencuentro de los otros dos, tras medio siglo sin verse, opone a la jerarquía evidente –uno es el que invita, el otro el que asiste; fama y prosperidad asisten a uno, apenas una fina superioridad moral al otro; el que sin obra lo tiene todo, el que con ella, nada-, una carrera por humillar al otro tanto como por denigrarse a uno mismo. Como si un concurso por derrotar al otro pasara, también, por perder lo que él pierde, es tierra de actores queriendo decir los dos papeles a la vez. Retrata el dolor y el éxtasis mezclados, la intrusión del éxito en el fracaso, y cómo el olor de éste no se va ni dentro de los colonia de aquel. Clásicamente Pinter, nada de lo que poseen ambos sirve para salvarles –ni el orgullo de lo que uno puede tocar, ni el de lo que otro puede exponer. El texto de Pinter se representa estos días en Madrid y en Nueva York y, asombrosamente, una segunda humillación, acaso la más fácil de preveer, resulta la menos probable: resolver si la encarnación española -Lluis Homar y José María Pou en el Matadero- cumple el papel del engreído Hirst o si lo hacen Patrick Stewart e Ian McKellen en el Cort Theater. Con la humillación financiera recorriendo el mundo, el ansia mutua por lograr un mejor fracaso, un nuevo fracaso recuerda a Beckett y quizá en ello adquiera más sentido –por si no tuviera poco- el que en Nueva York el montaje de Pinter se alterne, encarnado en las mismas caras, con Esperando a Godot. Mientras esa otra tierra de nadie –la inexistencia de un mercado para la comercialización del teatro hecho en Londres, Nueva York, Amsterdam, Paris- no pierde un metro de terreno, queda esa otra opción, tan melancólicamente magnífica: leer a Ben Brantley en The New York Times. A Marcos Ordoñez en El País:

http://cultura.elpais.com/cultura/2013/10/29/actualidad/1383066592_351330.html

http://www.nytimes.com/2013/11/25/theater/reviews/no-mans-land-and-waiting-for-godot-at-the-cort.html?_r=0

30 enero 2014

un genio menos


Uno de los problemas irresolubles de la estupidez humana es la facilidad con que la porción individual –frágil, reconocible a simple vista- se nutre y refugia en la del grupo. Ocurre, sin ir más lejos, en las concentraciones periódicas que reúnen en el valle de los caídos a un grupo de nostálgicos del franquismo cuya mayor vanagloria ha de ser saber de la existencia de otros, tan especiales como ellos. Sin desdeñar la importancia de tener una lápida delante en la que reconocer, solo allí concentrada, la vida plena de las ideas que se defienden, no lo es menos que un líder que aglutine semejante disparate es un mal a evitar. Ayer blas piñar logró, por fin, evitarse a sí mismo. En buena hora. 

27 enero 2014

cojín impar



Con la naturalidad de lo evidente, el segundo cojín que la marca ha impreso como pareja de éste, es ya inencontrable en la tienda. Con parecida familiaridad, el perímetro del respaldo del sillón en el que Enrique VIII descansa desde hoy en el salón, mide exactamente lo mismo que la barriga de éste en sus últimos años de vida. Dos destinos le esperan: mirar a cuanta mujer se siente en el sofá, a su izquierda. Y acudir al rescate, es decir, a prestarse a pegar su cara al culo del invitado, cuando un amigo venga a lamentar su suerte sentimental. La monarquía, tan ornamental, tan henchida, tan ese reverso color nada. 

25 enero 2014

dónde lo habré puesto

Lo que una novia decía de un libro de Hawking -pesaba mucho e iba dejándoselo en cualquier lado-, parece valer hoy para autor y obra: para quien escribiera sobre los agujeros negros y parece haberlos extraviado hoy.

http://sociedad.elpais.com/sociedad/2014/01/25/actualidad/1390664748_232031.html

20 enero 2014

Vsechno Jde



Inmersos en el inimaginable logro de intentar sobrevivir a un campo de concentración sin que tu mente muriera antes que el resto de tu cuerpo, quienes cantaban el himno que Karel Svenk compusiera en Theresienstadt con suerte jamás notaron que su letra –irreal, obscenamente optimista si no hubiera sido creada desde dentro- es la que el nazismo habría impuesto en todos los campos desde el mismo día que a alguien se le ocurrió ubicar a la entrada de Auswitchz el lema “trabajar os hará libres”.

He who can drown out a spring thunderstorm
On whom laughter was bestowed in the cradle
Who is not inclined to cry without a cause
Who knows love and is cherished
Everyone, of whatever sort,
Who, in short, is happy on this earth
Who never frowns at anyone
Will often and cheerfully sings:
Anything goes, with good will, we will join hands
In defiance of the cruel times
We have humour in our hearts
Day after day we get along
We move from here to there
And only in under thirty words
Are we allowed to write:
Hey, life begins tomorrow
And it nears the time
When we can pack up our bundles
And return home
Anything goes, with good will, we will join hands
And at the ruins of the ghetto we will laugh

Karel Svenk (1917-1945)

en tierra de injustos


Obtenido durante el proceso de gestación de su documental Shoah (1985), Claude Lanzmann consideró a mediados de los noventa que la entrevista a Maurice Rossel, encargado de representar a la Cruz Roja en Alemania durante la segunda guerra mundial, merecía un documental para él solo dada la propia condición del campo de Theresienstadt como un falso documental con que los nazis trataron de ocultar la dimensión del genocidio judío. Cuando Rossel visitó ese campo en 1944, Benjamin Murmelstein ya estaba allí. Y si acaso la hora escasa que dura aquel –Un vivant qui passe- en un autor cuyas demás obras no bajan de las cuatro puede aspirar a honrar la brevedad de la mirada de Rossel, las casi cuatro que abarca El último de los injustos son un reverso a la altura de Murmelstein.
Se daban demasiadas circunstancias para no sospechar de él e Israel no desperdició una sola: no solo era el presidente del Consejo Judío del campo de concentración cuando los nazis decidieron, con fines propagandísticos, disfrazarlo de parque temático del judaísmo en tiempos de guerra, no solo no se opuso sino que colaboró explícitamente, no solo gozaba del raro privilegio de tratar con eichmann con cierta familiaridad, además cometió el más sospechoso de los crímenes: sobrevivió. Ningún otro presidente de un Consejo Judío salió vivo de los campos. Vivió en Roma el resto de sus días, imposibilitado de volver a Israel, de donde fue reclamado para poder juzgarle. Ya había sido absuelto de los cargos en varios juicios.
Si Murmelstein entendió la oferta de Lanzmann como la última de sus posibilidades de explicarse en detalle, no podía ser por el prestigio de hacerlo para el hombre que daría al mundo Shoah, pues ésta llegaría a los cines diez años de que la entrevista fuera grabada, en 1975. Lanzmann tardó cuarenta años en decidir emplear la entrevista a Murmelstein. Si duele saber que el suyo fue el primer testimonio que Lanzmann grabara para lo que después sería Shoah, duele más saber que éste no viviría para ver a Rossel defenderse de lo que él se había defendido veinte años antes y con solvencia infinitamente mayor. No me hagas parecer tonto –confiesa Lanzmann le pidió Rossel antes de afrontar su propia entrevista. Si Lanzmann cumplió su palabra en 1997, con Rossel muerto no había razón para no exhumar una verdad menos injusta, acaso, dada la edad de Lanzmann, la última también para él.
Cita Murmelstein a Orfeo y Eurídice y quizá solo en ese instante su único lazo con Rossel se hace evidente: pues cómo explicar, vengas del infierno acusado de credulidad o de traición, que regresas solo no por tu culpa, sino por circunstancias imposibles de creer si no se ven. Durante 8 horas del 13 de junio de 1944, Rossel paseó por el campo de concentración de Theresienstadt sin apreciar un solo indicio de que aquello era un campo de exterminio. Camuflado por los nazis hasta venderlo como un campo especial, que contenía, civilizadamente instalados, a judíos más soportables, Rossel dijo no haber sentido que aquello fuera sino un balneario del que no se podía salir.
Murmelstein debió saludar a Rossel y al mismo tiempo, importarle nada. Sus prioridades eran de orden práctico: si los nazis ofrecían colocar cristales en las ventanas para sugerir una vida acomodada en su interior, si ofrecían proporcionar madera para somieres, mesas, sillas, entonces los perjuicios de la ficción para quienes vivían prisioneros de ella no podían, de ninguna forma, igualar los beneficios que disponer de cristal y madera suponían en medio de un sistema abiertamente diseñado para privarles de todo. Si era teatro, su público más cercano necesitaba ventanas y camas mucho más, y sobre todo mucho antes, de lo que la verdad podría haber hecho por ellos de haber podido negarse a la farsa.
Los que actuaban eran también el público. Que se engañaran a sí mismos antes y después era inevitable: hacinados a merced de los piojos, el hambre y el frío, pocos judíos de Theresienstadt debieron discutir la colaboración de Murmelstein en la farsa. Mientras recorría el campo, Rossel recorrió también el camino inverso en lo que a su papel se refiere: llevado allí en su condición de público de una ficción, su credulidad le convirtió en actor, uno que no logró pensar que su papel, en ese lugar, en ese tiempo, debió ser el opuesto –sospechar, desconfiar. Rossel –porte de aristócrata sin un ápice de dolor o arrepentimiento en el gesto durante toda la entrevista en 1979- transmite una contrición hecho de la misma consistencia que el decorado que le engañara.
Ser mostrados garantizaba su supervivencia –dirá Murmelstein. Cuando Lanzmann le reprocha que su estrategia –o al menos su narración- parezca carecer de sentimiento humano del campo, éste responde que con sentimientos no se llega lejos. Uno cree que el actual Lanzmann no hubiera hecho esa apreciación. La supervivencia en un campo no pasaba por sentimientos o por moral alguna de la dignidad humana, sino por aspectos meramente fisiológicos, cuando no precisamente de renuncia a toda forma de principios morales.
Theresienstadt era el único campo donde aún podían permitirse dignidad, ¿por qué no la emplearon? –quizá era lo que Lanzmann quería preguntar. Solo que aún no podía saber que hubiera hallado la respuesta en su propio documental Sobibor, 14 de octubre de 1943, 4 pm, donde Yehuda Lerner cuenta cómo se logró una de las dos únicas rebeliones documentadas en campos de exterminio nazis. “A un presidente de un Consejo Judío se le condena, pero no se le juzga” –dirá Murmelstein. Hannah Arendt ya había escrito sobre el juicio a eichmann, y su tesis -la banalidad de un funcionario, que tanto debía a su mediocridad como a su maldad- es puesta al día por Murmelstein como un error que olvida lo que él debió de saber bien: que era un demonio. Otra pérdida que la inteligencia prodigiosa de Murmelstein no hubiera dejado pasar de haber invertido Lanzmann el orden de sus testimonios sobre Theresienstadt –primero Murmelstein, años después Rossel: que la definición de Arendt que no valía para eichmann lo hacía para Rossel.
El eco se vuelve doble insospechadamente: el mismo año que Lanzmann presentó El último de los injustos, Deutsche Gramophon editó un documental dirigido por Dorothee Binding y Benedict Mirow, que recoge, no solo las músicas compuestas en Theresienstadt y que Anne Sofie Von Otter recuperó en un disco seis años antes, también un estremecedor documental que aúna a varios de los instrumentistas tocando allí donde las piezas fueron creadas, incluyendo a uno de los músicos –Coco Schumann- que sobrevivieran al campo, acompañando el retorno de los únicos sonidos que no hablaran de muerte.
Su título es tan válido desde lo simbólico –Refugiarse en la música- como trágico desde la realidad de aquellos cuya música se interpreta, muertos todos en los campos. Incluso la expresión de otra de las supervivientes, Alice Herz-Sommer, -“La música va directamente a tu alma, entonces dejas de estar en este mundo.” suena terrible y profética. Tanto como escuchar el himno vitalista que es Vsechno Jde, que Karel Svenk (1917-1945) compusiera en Theresienstadt, parece hecho para entender a Murmelstein los días de la simulación ordenada por el nazismo en un campo que, diseñado para albergar 6.000 personas, llegó a albergar 60.000. 
Incluso sin necesidad de representar que Theresienstadt era un campo distinto, lo era: hasta cuatro conciertos tenían lugar a diario. La ópera infantil de Hans Kràsa –Brundibar- fue interpretada más de 55 veces, siendo, a pesar de ello, raramente el mismo reparto: los niños eran enviados a Auswitchz. Solo 250 de los 11.000 que albergaran sus muros sobrevivieron. Violette Jacquet-Silberstein, violinista en la orquesta de mujeres que tocara en Auswitchz, que vivió para ver bajar de los trenes a esos niños solo para corroborar cómo la música apenas salvaba tanto como lo hiciera la mera suerte. Fallecida en febrero de 2014, acaso llegó a ver el documental de Lanzmann, o el de Binding y Mirow. Quizá ya por entonces su memoria le había puesto a salvo de reconocerse en quienes aparecen en ellos. Sesenta años antes o después, de qué forma, sin la sensación de irrealidad permanente, de teatro absurdo y trágico, podía sobrevivirse en Theresienstadt o Auswitchz sin volverse loco. Privados de partituras, la mayoría de los músicos de Theresienstadt tocaba de memoria. A cuántos no salvaría el tener que recordar cada día miles de acordes y no lo que, como las ventanas o los somieres, no servía para alimentarles.  

19 enero 2014

ante el espejo


Un hombre que dice haber venido desde Alicante para vender figuritas de cobre que imitan juguetes antiguos se acerca a la librería para preguntar si la sidra que bebemos es también para quien no tiene dinero. Con nuestra respuesta de fondo como un juguete más, hilvana las preguntas que no se le hacen con las respuestas, y éstas con los comentarios a ambas. Habla por los dos lados como si no necesitara uno de ellos, o peor aún, como si no contara con disponer de él. Inserta la familiaridad sin que tengamos oportunidad de aceptarla o rechazarla. Su discurso, tan animado como inmune, recuerda al de un vendedor de enciclopedias que no pudiera permitirse saber a quién se dirige. Cuando se despide sin haber dejado de hablar ni uno de los cinco minutos que ha durado su discurso, casi se estrecha sus dos manos.
Un día después, una señora desgrana comentarios a la edición de una película que mezcla con la descripción de la promoción que esos días oferta el centro comercial. Sin que medie palabra de la vendedora a la que se dirige, le explica una y otra vez la oferta. Cuando me alejo, parece a punto de desgranar, uno a uno, los argumentos de cuanta película ordena la vendedora, sin saber ya a dónde mirar o qué decir. A la mañana siguiente un hombre que no termina de vocalizar murmura algo mientras se viste en el vestuario de la piscina. Es siempre lo mismo, no parece que tararee, mas bien que repitiera un mantra sin llegar más allá de la onomatopeya de pocos segundos de duración.
El primero puede aún pagarse un billete de tren o de autobús; la segunda, una película en dvd; el tercero, la entrada a la piscina municipal. Cómo están los que ya no. 

18 enero 2014

siete vidas previas



Como en todo relato sobre alguien que hace música básicamente para él mismo, la historia es la de quien le escucha. En A propósito de Llewyn Davis, éste canta para audiencias que van de dos a veinte personas, pero nunca es mejor que cuando pierde a solas: primero, ante el empresario encarnado por F. Murray Abraham. Después, ante su padre postrado en una silla, en una residencia. Y si la derrota que duele es la primera, también es la más valiosa, pues es la forma exacta en que el protagonista –alguien que sabe que podría cantar otra cosa… con solo ser otra persona- elige ganar. Contada la propia película a partir de su final, el propio protagonista podría pensar que si esos son sus más logrados finales, quizá recomenzar a partir de ellos merezca la pena. 

17 enero 2014

abocalípsis


En una fotografía de una avenida de Homs, en Siria, tomada hace unos días, que publica El País 29.12, entre las ruinas devastadas por las bombas de cuanto edificio se ve no es fácil advertir a dos personas que caminan entre los escombros con la naturalidad de quien lo hiciera, vestido igual, por Marte. Publicada en la sección de economía, también serviría para describir la costumbre con que la vida resiste a la devastación, como si fuera inevitable. Por los amasijos de los últimos 6 años transitan, como espectros diarios, invisibles ya a fuer de saberlas, las discretas cifras del Apocalipsis que los periódicos condensan estos días de recuentos: escribe Joaquín Estefanía que “en Grecia el ingreso medio de las familias ha caído un 40% desde 2007, un porcentaje sin comparación en tiempos de paz.” Añade José Carlos Díez que “Grecia tendrá que crecer más que China el próximo lustro para impedir que la deuda pública deje de crecer”. Escribe Claudi Pérez que “seis años después del comienzo de la gran recesión, el número de británicos que acuden a instituciones benéficas se ha multiplicado por veinte. Los niveles de pobreza han escalado a máximos desde 1997. En España, Caritas atiende a 1.3 millones de personas. En Grecia ha retornado la malaria y la peste. En 1968 el primer ejecutivo de General Motors ganaba 66 veces más que un empleado medio. El presidente de Walmart gana hoy 900 veces más. Recuerda M.A. Sánchez-Vallejo que “el paro en Grecia y España ronda, respectivamente, una de cada cuatro personas en edad de trabajar. Dos de cada cuatro menores de 24 años. En Grecia tres de sus once millones de habitantes han perdido el acceso a la sanidad pública. El 35% de su población está en riesgo de pobreza o exclusión social. Uno de cada diez votos serían para un partido nazi, de celebrarse hoy elecciones.” Algún día alguien escribirá que los supermercados, los smartphones, el fútbol, las pensiones salvaron a Europa de un conflicto armado o una revolución. El sueño de una guerra sin víctimas civiles ha acabado siendo, hoy, el de millones de cadáveres sin guerra a la que deberse. 

06 enero 2014

rey puesto


Tal cual, en el Sáhara, hace ahora seis días. Pegado a la segunda linterna, yo.

28 diciembre 2013

14


Hace años en Cannes aún podían comprarse postales antiguas en una tienda pequeña, como quien trozos del muro de Berlín. Escritas entre 1906 y 1932, describen un mundo que ni en el peor de los sueños sus remitentes podían imaginar. No hay gran gloria en ellas, solo fragmentos de un verano, deseos de paz, de salud, de un feliz matrimonio o un pronto regreso. El mundo que habitaron murió mucho antes que ellos. Y sin embargo hoy, cuando los años mueren sin que la metáfora signifique nada más que eso, quien aún escriba postales hablará en ellas de cosas similares, como si unos pocos años de paz y prosperidad funcionaran como un seguro de vida. Como también la inmensa bibliografía sobre la segunda guerra mundial, la que describe la primera nunca es más cruel que cuando relata cómo quienes acaso llevaban las cartas o vendían los sellos se levantaron una mañana dispuestos a delatar o directamente asesinar a quienes, desde la casa de enfrente, las escribían o las recibían. Algo que aún no sabes que haces por última vez, algo que ya no volverás a ver, algo que jamás será como antes. Incluso en tiempo de guerra se ama, se escribe poesía, se compone música, se pintan cuadros, pese a todo la compasión y la generosidad se abren paso. Con suerte las sociedades salen de ellas más preparadas para no repetirlas. Inmersos en una trinchera financiera de la que tantos salen para morir de añoranza como dentro de ella de impotencia, y cuyos cadáveres son solo de otro tipo, quizá pintar, componer, escribir, amar sea lo único que nos quede mientras rezamos porque lo que entre en unos días sea solo un año. 

27 diciembre 2013

sin portal al que llegarse



Hay una pregunta que queda sin respuesta en El cojo de Irishman, de Martin McDonagh, en el Español estos días: qué fue de los padres de Billy. Y es porque las versiones sobre su desaparición –si se ahogaron para que el seguro de vida salvara a su hijo o si lo que intentaron fue matarle- se bifurcan a la misma velocidad a la que lo hace el destino de éste, atrapado también entre lo que finge –tisis- y lo que, incluso dentro de esa mentira, es tan real que ni él lo sabe hasta que es tarde. Basado en la peripecia que llevó a Robert Flaherty a rodar Hombres de Arán en las costas de esa isla irlandesa en 1934, también podría ser simultáneamente su secuela y la explicación mejor de johnypateenmike: en Flaherty las tres veces que un niño intenta sumarse a una de las expediciones pesqueras, su padre se lo impide. Que al menos hubiera una parte del pasado de Billy que no sangrara. 

22 diciembre 2013

Sin lugar donde quedarse


Hubo de ser Nikita Mikhailov quien, en Ojos negros, diera a Marcello Mastroianni la oportunidad en 1987 de experimentar plenamente –esto es, de vivir con melancolía- de dónde venían y hacía dónde iban las ensoñaciones que recreara para Fellini durante décadas. Qué más ensoñación que nombrar La dolce vita una que mostraba a un escritor atravesando amores sin pasado ni futuro, ni método claro para conservar, perder o entender ambas, y cuya urgencia casi ni presente concedía. Es ese limbo el que viene de revisitar Sorrentino. Su irrealidad es 50 años mayor, y no solo porque su protagonista también lo sea. Sino porque si en Fellini la alta burguesía jugaba a la transgresión como si niños, en Sorrentino juega a lo contrario: a fingir la normalidad del hábito, por extravagante que sea. En cierto sentido, esta es una película sobre niños fingiendo ser adultos. Y aquella era lo contrario.

Si la infancia como símbolo tenía un peso en Fellini que aquí no, es porque la mirada fugazmente ensimismada de Mastroianni sobre la niña que atiende el restaurante significaría hoy otra cosa. Y porque quién necesita niños reales, como los que trágicamente marcan el destino de Steiner, acaso el personaje más lúcido de aquella, cuando todo en la de Sorrentino respira infantilidad travestida de ropajes serios. O más bien dignos. Al menos en público. Pero donde hay niños, hay padres. Y ese es aún el eje dramático de ambos circos. Y si, acaso como metáfora del único amor que Mastroianni creía ver sin que estuviera realmente ahí –el que por su padre-, Fellini introdujo la fábula histriónica de dos niños que dicen ver a la virgen como quien juega con ella al escondite, Sorrentino implanta dos padres ofuscados por la incapacidad para madurar de sus propios vástagos, donde solo parece ofender el sentido de pertenencia, como si con ello sus hijos respectivos –el suicida, la striper- invadieran la única idea que realmente poseen.
Toni Servillo, que nació el mismo año que Fellini rodaba La dolce vita, atraviesa la magnífica La gran belleza de forma que la única paternidad que cabría pensar le afectara es la suya propia. Su dolce vita, cien veces más dolce que la de su molde –como aquel, escritor, romano, vividor, seductor, suspendido en el tiempo afectivo-, solo deja de jugar al escondite con su pasado cuando un hombre de su misma edad se le aproxima para decirle que es el esposo de la mujer que amara. Acaba de morir, no han tenido hijos, él no podía. Yo sí podía –responde Servillo antes de sumarse al llanto de su competidor, derrotados ambos.
Amarcordiana en la mezcla de suspensión temporal y puntual exhuberancia expresiva, Sorrentino honra también ese rasgo de Fellini –muchos de sus rostros parecen salidos, por extraños, de un supermercado del gesto. Y acaso su escena más hermosa sea la que más explícitamente toma prestada de aquella, en ese hombre que lleva siempre encima un maletín con las llaves de los palacios más hermosos de la ciudad, para recorrerlos de noche como quien viaja por su memoria en las horas más inofensivas. Como puesta ahí, entre bustos imperiales, para mostrar que el César de la vida social romana, que solo llora una segunda vez y es, perfectamente impostado, para mejor interpretar el debido duelo en un funeral, que rara vez deja de lucir su perfecta y lujosa libertad como si fuera un trabajo cansado, que nada le aporta o incluso le hastía, solo es el Marcello real, el de Mikhailov, en ese rellano en que el llanto por la mujer amada y no tenida compite, por primera vez, en igualdad de condiciones con el de quien, habiéndola tenido, la ha perdido como él. Rodeado de esa gran belleza que es la ruina, Servillo, como Mastroianni incapaz de retener a su padre ni un segundo que no incluya la frivolidad, nunca es más personaje felliniano que entonces: si dejara de pasear entre estatuas y seres a un paso de serlo, se convertiría en una. 

21 diciembre 2013

el exilio doble



Como un profeta de sí mismo, Charlton Heston fue dos veces el mismo personaje –su Moisés de 1956 era, solo tres años más tarde, Juda Ben Hur. Como aquel, hermanado de niño con quien después sería su rival: el hijo del faraón en Los diez mandamientos, el tribuno Masala en Ben Hur. La segunda reencarnación llegaría en 1968, como el astronauta George Taylor de El planeta de los simios y, solo cinco años más tarde, el policía Robert Thorn en Cuando el destino nos alcance. Como en la primera doble hélice, el mismo hombre solo y a la vez su opuesto: no el primer y fundacional hombre sobre la tierra, sino su reverso: el último en habitar o descubrir el mundo tal y como es. En dos de ellas –Los diez mandamientos y Cuando el destino nos alcance- también estaba Edward G. Robinson. En la primera, como un judío que asciende en la pirámide social egipcia al delatar a otro judío. En la segunda, como un hombre que desciende –del todo- de esa misma pirámide, harto de ella. Incluso esto estaba al servicio de lo que Heston iba a descubrir en cada una de sus respectivas encarnaciones: que estamos hechos de materiales sospechosos. 

20 diciembre 2013

y todos para uno


Todo en el mundo creado por Tolkien respira singularidad, también en sentido literal. No hay protagonista que tenga reemplazo, copia. Sus héroes lo son tanto por sus peripecias como por la soledad que arrastran. Un anillo único, un portador que más se aísla cuanto más lo lleva. Un señor oscuro. Un mago blanco, uno gris, uno marrón. Nunca un segundo del mismo color. Un rey en la sombra. Un dragón. Un único superviviente de los cambiapieles. La montaña que encierra la historia en El hobbit es la montaña solitaria. Y de tanta excepcionalidad, de tanta idea que empieza y acaba en sí misma, hay ya seis películas. Y aún queda el material que el hijo de Tolkien desarrolló a partir de bosquejos dejados por su padre. Algún día saldrá Lobezno en una de ellas. 

19 diciembre 2013

apurar el cáliz


Con la naturalidad con la que el austríaco Cristopher Waltz ha enraizado en el cine de Tarantino, el alemán Michael Fassbender aparece estos días junto a Brad Pitt simultáneamente en El consejero (Scott) y 12 años de esclavitud (Mc Queen). Aunque la simbiosis más clara que viaja de esta última a la primera sea la que muestra su paisaje recreado en el XIX, y en las carreteras de Georgia y Lousiana hoy día, sus árboles tomados por el musgo español como si una telaraña verde quisiera enviarles al pasado. La historia que cuenta El consejero transcurre en el México de nuestros días, pero la mezcla mortal de azar e indiferencia, de horror y cotidianeidad que cuenta la peripecia de un hombre libre convertido en esclavo hace 170 años es la misma que el guión de Mc Carthy arroja sobre el abogado que ve su vida precipitarse al infierno por una suma de casualidades sin vuelta atrás.
Henchidas ambas de horror inimaginable, su capa mejor –la bondad del esclavista digno en una, la que pudiera emanar del discurso profundamente sabio del criminal peor en otra- solo sirven para conformar ambas virtudes –en realidad la misma: la sospecha de la verdad que se niegan a sí mismos- como un lujo mutuo del que se dispone pero que no se emplea. Si la esclavitud fue una forma de nazismo arraigado en el corazón del llamado país de las libertades siglo y medio antes de que hitler le diera su forma definitiva, el poder que el narcotráfico atesora hoy día –y que en la película da para que, junto a los cargamentos ocultos de droga, viaje un cadáver de un lado a otro del país solo por el humor de hacerlo- es también uno que hace de las personas, mercancía de mucho menos valor que la que viaja empaquetada. Lo que se supera en un siglo se reencarna en otro con otra forma, los campos de algodón se convierten en bidones atiborrados de cocaína, los barracones en que se hacinaban los esclavos negros se desplazan hacia abajo, en las tumbas que ocultan las víctimas de una esclavitud solo distinta en sus muertos –una que no les condena a encadenar su vida a su libertad, sino a la cercanía en que la riqueza es cosechada.
Como la peripecia de Solomon Northup en la Louisiana de 1842, que ni habiéndose probado la culpabilidad de sus captores, supuso pena alguna para ellos, la impunidad que atraviesa la historia cruzada de culpables, inocentes, medioresponsables y mediosalvables que cuenta El consejero es una que no distingue víctimas porque renuncia a considerarlas dotadas de derechos. De los cientos de miles de esclavos que pasaron sus vidas como objetos a los que se interponen entre las balas actuales como quien pasa entre conversaciones, el miedo y la barbarie empiezan en la desaparición de la propia voz. Northup es advertido de que simule no saber leer ni escribir. El consejero nunca siente más pánico que cuando se queda sin alguien a quien poder explicar su inocencia. Obligados a callar el lenguaje de las personas, los esclavos estadounidenses de raza negra cantaban a dios para que alguien les escuchara sin enviarles más castigos. Antes del reencuentro final con su familia, la liberación que más explícita, rabiosamente, invade el rostro del esclavo no es la que le sube al carruaje que le saca de los campos, sino la que le muestra cantando en un funeral que podría ser perfectamente mexicano, siglo y medio después. 

18 diciembre 2013

lawrence o´toole



El primer rostro que ves encarnar al personaje de una ópera suele ser el que se apropia del carácter desde entonces. Si hay suerte elegirás bien la versión. Si no, el personaje cargará con facciones inmerecidas hasta que logres un sustituto digno. En teatro es igual, aunque la frecuencia con que las obras se repiten en, digamos, una década permite sobrevivir fácilmente a cualquier error de casting. En cine, salvo rarísimas oportunidades, solo tienes una oportunidad. Y aunque la lista de rostros dueños inefables del personaje que encarnaran es amplia, lo es más aún la de quienes, sin quedar mal dentro de él, serían intercambiables sin que la historia sufriera. Peter o´toole, que devastó su rostro con los años hasta ser irreconocible, quizá lo hizo al entender que sus facciones habían dejado de ser suyas mucho antes, cuando Lawrence de Arabia abandonó para siempre los rasgos de T.S. Lawrence para adquirir los suyos.
El año pasado, Michael Fassbender –él mismo un dueño automático de cuantos personajes aborda- interpretaba a un androide en Prometheus. En su peculiar aproximación a la conducta humana, su personaje escoge como modelo la indiferencia al dolor de Lawrence de Arabia. Solo que en esa escena aún no lo es. Con todo su fulgor intacto, a quien imita como si cada gesto fuera una instrucción, es a o´toole. En un mundo donde tantos van al cine hoy día a ver historias de robots, ver a uno admirando Lawrence de Arabia es un acto de inusual justicia. 

17 diciembre 2013

graduación moral


De las dos etiquetas del vodka Stolichnaya que uno conoce, una muestra cuatro monedas agrupadas a la derecha, dos arriba y dos abajo; y la otra, las cuatro ordenadas de izquierda a derecha. Es ésta última la que bebe sin cesar la protagonista encarnada por Cate Blanchett en Blue Jasmine. Contando la historia de una mujer que escoge mirar hacia otro lado mientras el dinero inunda su vida de placidez, acaso hubiera hecho una buena escena el verla mirar ambas etiquetas como símbolo de lo que hoy se amontona y mañana rueda por el suelo hasta desaparecer. 

16 diciembre 2013

y esa explicación que os debo


Mi tía N. -85 años- Deja un mensaje en el contestador de D. Que me han visto muy drogado. D. escribe en el acto. Llamo a mi tía. Emplea 10 minutos en jurar que no va a decirme quién se lo ha dicho. Entonces lo entiendo. Yo. No ella. Lo que ha dejado en el contestador es que me han visto muy delgado. Sugiere que D. se lave los oídos. Entonces lo dice: cuando llama se quita la dentadura. Lo que no dice: que estar delgado en una familia donde todos tienen sobrepeso es probablemente peor que estar drogado.
 

12 diciembre 2013

multiplicación de los panes


M. cumple 52 años enamorada del mismo hombre casado. Solo parece Blanche Du Bois cuando habla del albañil polaco gigantesco que apareciera en su casa tres horas después de lo previsto, borracho, acariciándola el pelo al despedirse. La obra de Stanley Kowalski, que Tennesse Williams no escribió: la de quien llega tarde y al que sin embargo dejan entrar sin que se sepa cómo o porqué. 

11 diciembre 2013

03 diciembre 2013

subtitular en polaco


Hay que tener coraje para desdeñar el cartel de Saul Bass. Y más para hacer algo que no quede muy por debajo. 

02 diciembre 2013

utilidad de la bañera


Quizá para compensar la decepción que surge, entre la bruma, al entrar en un Hamman y ver que sobre la enorme piedra circular solo hay hombres apenas cubiertos con la misma toalla que tú, la espera del neófito recompensa con un tiempo detenido en el que solo puedes mirar hacia el magnífico techo abovedado, y allí, sin tener forma de saber cuánto tiempo llevas tumbado, fabular sobre cuán ganaría la experiencia con un ligero cambio de personal. O esa otra visión, hace unos días, en la piscina, en la que dos hombres, el agua a medio pecho, departían como tribunos romanos mientras el resto nos afanábamos en ir y venir como si el harén nos sacara siempre los mismos metros de ventaja. Te tumbas en la bañera como si estuvieras en ambos a la vez. 

01 diciembre 2013

tigres blancos


Empezar las revistas por el final halla su recompensa al ver al final de The New Yorker el anuncio que anticipa el reestreno en Broadway de Cabaret mucho antes de que la página 10 traiga noticia del estreno, unos meses antes, de la adaptación musical de Rocky. A tiger is a tiger, not a lamb –cantaba Liza Minelli en 1972, cuatro años antes de que Sylvester Stallone hallara el molde exitoso de sí mismo, y diez antes de que The eye of the tiger saltara de la banda sonora de Rocky III a las discotecas de todo el mundo. Es Michelle Williams quien heredará lo que la fallecida Natasha Richardson cantara en este mismo montaje, coreografiado por Rob Marshall y dirigido por Sam Mendes, al ser estrenado en 1998. El tigre Sally Bowles resulta, así, uno blanco, que viene de ser esa otra cantante improbable, Marilyn Monroe. Para quien aún no esté enamorado de ella, una segunda oportunidad. Por ejemplo, al escucharla cantando Perfectly Marvelous. Como si delante de un espejo.