05 febrero 2014

Artistas del anonimato


El abogado que Herman Melville puso a narrar su relato Bartebly el escribiente en 1853 quizá seguía vivo treinta años más tarde, el día que Kafka nació en Praga. De cuantos personajes aparecen en el relato, el único que acaso hubiera podido vivir hasta 1922, cuando Kafka publicó su cuento Un artista del hambre, es Ginger Nut, el chico de los recados que en Bartleby obtiene su nombre a partir de los buñuelos de gengibre de que abastece a los copistas que trabajan en la oficina. Si Kafka leyó o no el relato de Melville es menos seguro que el desdén con el que el protagonista de su Artista del hambre, encerrado en una jaula circense como Bartebly lo hiciera en una oficina, hubiera tratado la ocasional visita de aquel proveedor de buñuelos.
Si Melville imaginó un hombre desdichado y silencioso que preferiría no hacer nada que no quiera hacer, Kafka fabuló la historia apartada de un ser condenado a ser el mayor ayunador que el mundo haya visto. Si aquel se contrae sobre sí mismo hasta desaparecer en unos pocos meses, éste logra estirar su agonía idéntica durante años. Si al escribiente parece una atracción humana que no quisiera un rasgo de humanidad convencional en él, el ayunador ve su estrella apagarse, a medida que la atención del público ignora, primero gradual y luego absolutamente, su esfuerzo circense. Orgullosos, ambos subsisten gracias al que podría ser su único contacto humano –un abogado, un empresario- a quien tanto Melville como Kafka encargaron la misión de narrar la desventura de aquellos. Ambos mueren de hambre, ambos voluntariamente, ambos solos.
Los relatos situados antes y después que el Artista del hambre en la edición de sus cuentos completos -Valdemar/ 2000-, se leen como celdas contiguas a la que contiene al ayunador. Si el zumbido que suena continuamente en el relato El intercesor –historia de una búsqueda sin posibilidad de solución- “parece tener su origen en el lugar en el que uno casualmente se encuentra… y el tiempo que se te ha otorgado es tan breve que si pierdes un segundo has perdido toda tu vida”, en Nuestra sinagoga, el animal que, como la pantera que acaba ocupando la jaula del ayunador, habita allí donde los hombres se reúnen, “ante todo se mantiene alejado de los hombres… solo parece estar unido al edificio… lo que sin duda preferiría es mantenerse oculto…Vive desde hace muchos años abandonado a sí mismo… Hace muchos años, se intentó realmente expulsar al animal… en realidad era imposible”.
Lo que Kafka escribiera sobre el intento del ayunador –“nadie tenía derecho a mostrarse satisfecho con lo visto, solo él”- es más hondo que lo que, al final de su relato, decidió iba a justificar su epopeya trágica –“no encontré ninguna comida que me gustara”. Melville tuvo menos compasión por su protagonista. Diseñó una doble celda, una doble tumba, al fundar su silencio y soledad absoluta en un trabajo previo en el área de una oficina de correos donde solo llegaban cartas muertas, cartas sin destinatarios ya que pudieran recibirlas. Si Melville pudo haber titulado Un artista del no el periplo de su desdichada criatura, Kafka no podía dar un nombre a su ayunador sin que al menos esa parte de él viviera, andara, resonara, acaso se alimentara de algo fuera de la jaula. 

http://www.teatroguindalera.com/un-artista-del-hambre/

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