Construida sobre el fallecimiento de Beverly Weston, el reencuentro familiar es el de las partes de la bomba llamadas a encontrarse. Solo que antes de la explosión, incluso las que han estado en contacto con otras durante décadas parecen no haberse rozado. Ninguna más que Ivy, la única de las hermanas que permaneciera en la casa familiar, cuya sensibilidad se diría cercana a la de su padre, pero que resulta gélida en cuanto a su memoria o su defensa. Y esa es justo la espoleta más sospechosa, pues si Beverly se suicida como parece, es ella a la que Beverly hubiera hablado de ello, a la que hubiera advertido, de la que se hubiera despedido. Violet sabe en qué motel duerme antes de dirigirse al embarcadero, pero su drogadicción permanente la hace inmune a esa información, y Beverly debía saberlo.
Ivy era la persona a la que esa información estaba destinada, la única a la que podía importarle. No para hacer algo al respecto –Violet probablemente la hubiera prohibido ir, hubiera camuflado su desprecio y su amargura en un enfado que profetizara el regreso de su marido, como otras veces. Pero eso no libera a Ivy. Como tampoco el que, por vez primera quizá, tenga por fin el corazón ocupado. No pudo haber sobrevivido a años larguísimos junto a ese tumor con piernas que es su madre sin haberse refugiado en su padre, el poeta, el lector de T.S. Elliot. Y la mejor prueba de ello es que su padre tampoco hubiera aguantado tantos años sin matarse de no haber podido refugiarse, además de en el alcohol, en ella, en su hija más sensible, más melancólica, más sola. Cuanto más habla y grita Violet, más resuena el silencio de quienes solo juntos podían soportarla.
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