08 febrero 2014

memorias de otro subsuelo



Hay dos policías de las ratas estos días en la cartelera teatral de Madrid, y uno es Arturo Fernández. Como en el relato de Bolaño –El policía de las ratas- que dirige Alex Rigola estos días en La Abadía, ser el único en asistir a un crimen, en revelarlo y hallar un culpable, es, en el texto de Albert Boadella –Ensayando Don Juan- (Teatros del Canal), más la historia de cómo las ratas llegan a serlo tanto que la investigación del hecho obvio. Si en Bolaño el policía es acusado de no ser lo suficientemente rata, de actuar fuera de los códigos de la comunidad, en Boadella es un reproche mutuo: por un lado, el de quienes ensayan un Don Juan lamentablemente expresado, banal, embrutecido, hacia el guardián de las esencias que representa Fernández. Por otro, el de éste, al asistir, y rebelarse, contra la atrocidad que la directora del ensayo perpetra contra el texto de Zorrilla en aras de la modernidad.
Si Bolaño hizo igualmente ratas a quienes matan, a quienes no pueden concebirlo y a quienes persiguen los crímenes, Boadella ha llenado las alcantarillas de un cierto teatro vanguardista, para el que la forma –la no forma, que diría el policía Fernández- se basta para tomar de don Juan lo que necesita –su pene- y despreciar el resto. Que el policía/comendador sea aquí de una especie aparentemente distinta al resto –un dinosaurio, tal y como se le llama- habla, como en Bolaño, de la dificultad de consensuar una autoridad, por evidente que sea el crimen. Y de cómo esa autoridad halla su más grave obstáculo en lo que la mayoría espera de quienes no la secundan. Si en Bolaño forenses y superiores policiales buscan preservar una cierta idea de la armonía social al negar la evidencia –que es una rata quien parece haber matado a las otras ratas-, en Boadella, no por menos dramático el tema, es menos reconocible el mismo empeño: cómo superar la verdad –que lo que escribiera Zorrilla no puede decirse plenamente sin decir su forma exacta- exige inventar un culpable –Fernández- o, si no se encuentra éste a mano, al menos una culpa –que el teatro clásico no conserve vigencia si no se le reescribe por completo.
Si esto último vaga penosamente como farsa facilona lo que podría haber pugnado como espejo verosímil de nuestro tiempo –duele ver a David Boceta, formado en la CNTC- es porque, al contrario que en su formato clónico bastante más logrado –Amadeu-, ni el intento de la directora vanguardista deja de ser aquí un chiste exageradamente expuesto, ni el papel de Fernández como valedor de un formato sensato, algo que muchas veces… es solo Fernández haciendo de sí mismo. Si se asiste a Bolaño desde la misma negrura, desde la misma impenetrabilidad que rodea los pasos del policía, en Boadella se sufre la extorsión de un tópico lanzado contra otro. Lo que en uno es tensión y enigma, en otro, fatiga e irrelevancia.
“En ella admiramos lo que jamás admiraríamos en nosotros” –lo que dijera escrito Kafka en el cuento –Josefina, la cantora- en que se basó Bolaño para componer el suyo dice de las razones de Fernández para defender su personaje, y de paso todos los demás, más de lo que Boadella ha hallado para defender al policía de quienes le acusan de ser el asesino. Lo que cuenta El policía de las ratas –que la dedicación al arte podría ser fácilmente considerada una debilidad, algo que incapacita para trabajar, para ser lo que la comunidad espera que seas- diría de Ensayando don Juan algo que Boadella, que llena los Teatros del Canal estos días de quienes van a ver a Fernández ser Fernández, ha escogido callar: que es el público quien vacía de arte los teatros y lo llena de obras pueriles. “Tengo entradas para Julio y César” –dirá una de las señoras, sentadas a mi derecha.
Es justo la elección entre el arte y su sombra tenebrosa lo que Bolaño añadió al relato de Kafka. Donde éste dibujó un pueblo simultáneamente entregado y receloso del único de sus especímenes con cierta disposición al arte, Bolaño multiplicó el efecto de ambos, solo que para hacerlo los desplazó a la sombra. Si el arte de Josefina la cantora consistía en emitir un sonido desconocido para el resto, la investigación que en Bolaño dirige su sobrino –Pepe el tira- es la de un arte igualmente inconcebible: por un lado, el del crimen entre iguales, por otro, el de averiguarlo y pretender que se sepa. “En círculos de confianza reconocemos abiertamente que el canto de Josefina no tiene nada de extraordinario”-escribió Kafka. “Es solo una anomalía” –dirá del asesino la rata reina en el relato de Bolaño. Si en Kafka “nuestro pueblo apenas conoce la lealtad incondicional”, en Bolaño ésta parece ser la principal obligación, el primer requisito de la supervivencia de especie, donde aceptar el crimen entre ratas es tan impensable como en Kafka se saben “incapaces de soportar a un verdadero artista del canto… rechazaríamos unánimemente la insensatez de una actuación así”.
Finalmente, la proximidad entre ambos lados de lo insoportable les une más de los que les separa. Cuando el policía de Bolaño es forzado a callar su descubrimiento, quien habla por su boca es la misma Josefina que dijera cantar para proteger a su pueblo. Lo que callan sus superiores es el mismo núcleo de la verdad indecible que Kafka pusiera en boca de su rata narradora –“Josefina, la culpable de todo, sí, la que tal vez ha atraído al enemigo con sus silbidos, siempre ocupa el lugar más seguro y desaparece la primera, protegida por sus correligionarios, en silencio y lo más rápido que puede. De esto se podría deducir que Josefina prácticamente se encuentra fuera de la ley, que puede hacer lo que quiere, aún cuando ponga en peligro a la colectividad, y que todo se le perdonará.”
La cuestión que Bolaño desplazó a la oscuridad de las alcantarillas muertas –qué es un depredador- es la misma que Kafka planteara respecto al arte de Josefina. Responder a la primera permite formular más fácilmente una más delicada si cabe -qué somos, pues, nosotros. Si el asesino es uno de los nuestros, nosotros podríamos ser como él, tener algo de lo que le hace tan diferente. “Yo soy una rata libre” –dice el asesino al ser descubierto. Dijera soy un artista y no se entendería menos como extracto del relato doble sobre el arte como don que, en tanto que aislado hasta ser incomprensible, mejor haría en desaparecer por el bien de una sociedad que necesita ser una sola cosa, sin fisuras. “Se podría suponer la confesión de que el pueblo, como ella afirma, no comprende a Josefina, que solo admira impotente su arte y que no se siente digno de ella. El pueblo aspiraría a compensar el daño que causa a Josefina con su incomprensión… y del mismo modo en que su arte queda fuera de su capacidad de discernimiento, también ella coloca sus deseos y su persona fuera de su poder de mando… pues es falso… Josefina solo lucha para que se la libere de todo trabajo por consideración a su canto”. Ese otro insulto frecuente, ya apuntado antes, sumado a la vulnerabilidad de la sociedad ante la belleza o la diferencia creativa: la vagancia.

“Además del concierto tenemos una función teatral” –se lee en Kafka. Felizmente. 

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