Mientras la crisis, al cebarse con los más
débiles, profundiza en la deshumanización de sus miembros, el relato del
comportamiento de quienes crearan el Apocalipsis financiero hace siete años les
muestra como alimañas que acaso solo rebajando la cualidad humana de sus
semejantes pudieran sentirse menos singulares. En las versiones de la caída,
ficción y realidad también compiten por acercarse cada uno al área del otro: mientras
El lobo de Wall Street podría ser un documental de la banalidad y la impunidad
del gran dinero, solo la ruina que trajo a quienes invirtieron en Enron impide
ver el documental homónimo de Alex Gibney como una parodia, un vodevil del gran
formato financiero reciente. Como también en La gran estafa americana, si la
escala de la corrupción y la mezquindad recreada asombran es porque parecería
directamente proporcional al sinsentido o la estupidez frecuente, como si
amasar una fortuna estuviera directa, estrictamente, reñido con la inteligencia
en la toma de decisiones. Revisas ese retrato opuesto que es El capital, de
Costa-Gavras –su tiburón (francés), uno frío, calculador, de dentelladas
discretas e implacables- y te preguntas si la llaneza tan norteamericana, la
exposición transparente de lo que se piensa, que tiene en la estupidez política
el más nítido escaparate, no es solo pura vergüenza a que les llamen por otro
nombre.
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