Obtenido
durante el proceso de gestación de su documental Shoah (1985), Claude Lanzmann
consideró a mediados de los noventa que la entrevista a Maurice Rossel,
encargado de representar a la Cruz Roja en Alemania durante la segunda guerra
mundial, merecía un documental para él solo dada la propia condición del campo
de Theresienstadt como un falso documental con que los nazis trataron de
ocultar la dimensión del genocidio judío. Cuando Rossel visitó ese campo en
1944, Benjamin Murmelstein ya estaba allí. Y si acaso la hora escasa que dura
aquel –Un vivant qui passe- en un autor cuyas demás obras no bajan de las
cuatro puede aspirar a honrar la brevedad de la mirada de Rossel, las casi
cuatro que abarca El último de los injustos son un reverso a la altura de
Murmelstein.
Se daban demasiadas circunstancias para no sospechar de
él e Israel no desperdició una sola: no solo era el presidente del Consejo
Judío del campo de concentración cuando los nazis decidieron, con fines
propagandísticos, disfrazarlo de parque temático del judaísmo en tiempos de
guerra, no solo no se opuso sino que colaboró explícitamente, no solo gozaba
del raro privilegio de tratar con eichmann con cierta familiaridad, además
cometió el más sospechoso de los crímenes: sobrevivió. Ningún otro presidente
de un Consejo Judío salió vivo de los campos. Vivió en Roma el resto de sus
días, imposibilitado de volver a Israel, de donde fue reclamado para poder
juzgarle. Ya había sido absuelto de los cargos en varios juicios.
Si Murmelstein entendió la oferta de Lanzmann como la
última de sus posibilidades de explicarse en detalle, no podía ser por el
prestigio de hacerlo para el hombre que daría al mundo Shoah, pues ésta
llegaría a los cines diez años de que la entrevista fuera grabada, en 1975.
Lanzmann tardó cuarenta años en decidir emplear la entrevista a Murmelstein. Si
duele saber que el suyo fue el primer testimonio que Lanzmann grabara para lo
que después sería Shoah, duele más saber que éste no viviría para ver a Rossel
defenderse de lo que él se había defendido veinte años antes y con solvencia
infinitamente mayor. No me hagas parecer tonto –confiesa Lanzmann le pidió
Rossel antes de afrontar su propia entrevista. Si Lanzmann cumplió su palabra
en 1997, con Rossel muerto no había razón para no exhumar una verdad menos
injusta, acaso, dada la edad de Lanzmann, la última también para él.
Cita Murmelstein a Orfeo y Eurídice y quizá solo en ese
instante su único lazo con Rossel se hace evidente: pues cómo explicar, vengas
del infierno acusado de credulidad o de traición, que regresas solo no por tu
culpa, sino por circunstancias imposibles de creer si no se ven. Durante 8
horas del 13 de junio de 1944, Rossel paseó por el campo de concentración de Theresienstadt sin apreciar un solo
indicio de que aquello era un campo de exterminio. Camuflado por los nazis
hasta venderlo como un campo especial, que contenía, civilizadamente
instalados, a judíos más soportables, Rossel dijo no haber sentido que aquello
fuera sino un balneario del que no se podía salir.
Murmelstein debió saludar a Rossel y al mismo tiempo,
importarle nada. Sus prioridades eran de orden práctico: si los nazis ofrecían
colocar cristales en las ventanas para sugerir una vida acomodada en su
interior, si ofrecían proporcionar madera para somieres, mesas, sillas,
entonces los perjuicios de la ficción para quienes vivían prisioneros de ella
no podían, de ninguna forma, igualar los beneficios que disponer de cristal y
madera suponían en medio de un sistema abiertamente diseñado para privarles de
todo. Si era teatro, su público más cercano necesitaba ventanas y camas mucho
más, y sobre todo mucho antes, de lo que la verdad podría haber hecho por ellos
de haber podido negarse a la farsa.
Los que actuaban eran también el público. Que se
engañaran a sí mismos antes y después era inevitable: hacinados a merced de los
piojos, el hambre y el frío, pocos judíos de Theresienstadt debieron discutir la colaboración de Murmelstein
en la farsa. Mientras recorría el campo, Rossel recorrió también el camino
inverso en lo que a su papel se refiere: llevado allí en su condición de
público de una ficción, su credulidad le convirtió en actor, uno que no logró
pensar que su papel, en ese
lugar, en ese tiempo, debió ser el opuesto –sospechar, desconfiar. Rossel
–porte de aristócrata sin un ápice de dolor o arrepentimiento en el gesto
durante toda la entrevista en 1979- transmite una contrición hecho de la misma
consistencia que el decorado que le engañara.
Ser mostrados garantizaba su supervivencia –dirá
Murmelstein. Cuando Lanzmann le reprocha que su estrategia –o al menos su
narración- parezca carecer de sentimiento humano del campo, éste responde que
con sentimientos no se llega lejos. Uno cree que el actual Lanzmann no hubiera
hecho esa apreciación. La supervivencia en un campo no pasaba por sentimientos
o por moral alguna de la dignidad humana, sino por aspectos meramente
fisiológicos, cuando no precisamente de renuncia a toda forma de principios
morales.
Theresienstadt
era el único campo donde aún podían permitirse dignidad, ¿por qué no la
emplearon? –quizá era lo que Lanzmann quería preguntar. Solo que aún no podía
saber que hubiera hallado la respuesta en su propio documental Sobibor, 14 de
octubre de 1943, 4 pm, donde Yehuda Lerner cuenta cómo se logró una de las dos únicas
rebeliones documentadas en campos de exterminio nazis. “A un presidente de un Consejo Judío se le
condena, pero no se le juzga” –dirá Murmelstein. Hannah Arendt ya había escrito
sobre el juicio a eichmann, y su tesis -la banalidad de un funcionario, que tanto
debía a su mediocridad como a su maldad- es puesta al día por Murmelstein como
un error que olvida lo que él debió de saber bien: que era un demonio. Otra
pérdida que la inteligencia prodigiosa de Murmelstein no hubiera dejado pasar
de haber invertido Lanzmann el orden de sus testimonios sobre Theresienstadt –primero Murmelstein,
años después Rossel: que la definición de Arendt que no valía para eichmann lo
hacía para Rossel.
El eco se vuelve doble insospechadamente: el mismo año
que Lanzmann presentó El último de los injustos, Deutsche Gramophon editó un
documental dirigido por Dorothee Binding y Benedict Mirow, que recoge, no solo
las músicas compuestas en Theresienstadt y que
Anne Sofie Von Otter recuperó en un disco seis años antes, también un
estremecedor documental que aúna a varios de los instrumentistas tocando allí
donde las piezas fueron creadas, incluyendo a uno de los músicos –Coco
Schumann- que sobrevivieran al campo, acompañando el retorno de los únicos
sonidos que no hablaran de muerte.
Su título es tan válido desde lo simbólico –Refugiarse en
la música- como trágico desde la realidad de aquellos cuya música se
interpreta, muertos todos en los campos. Incluso la expresión de otra de las
supervivientes, Alice Herz-Sommer, -“La
música va directamente a tu alma, entonces dejas de estar en este mundo.” suena
terrible y profética. Tanto como escuchar el himno vitalista que es Vsechno
Jde, que Karel Svenk (1917-1945) compusiera en Theresienstadt, parece hecho para entender a
Murmelstein los días de la simulación ordenada por el nazismo en un campo que,
diseñado para albergar 6.000 personas, llegó
a albergar 60.000.
Incluso sin necesidad de representar que Theresienstadt era un
campo distinto, lo era: hasta cuatro conciertos tenían lugar a diario. La ópera
infantil de Hans Kràsa –Brundibar- fue interpretada más de 55 veces, siendo, a
pesar de ello, raramente el mismo reparto: los niños eran enviados a Auswitchz.
Solo 250 de los 11.000 que albergaran sus muros sobrevivieron. Violette
Jacquet-Silberstein, violinista en la orquesta de mujeres que tocara en
Auswitchz, que vivió para ver bajar de los trenes a esos niños solo para
corroborar cómo la música apenas salvaba tanto como lo hiciera la mera suerte.
Fallecida en febrero de 2014, acaso llegó a ver el documental de Lanzmann, o el
de Binding y Mirow. Quizá ya por entonces su memoria le había puesto a salvo de
reconocerse en quienes aparecen en ellos. Sesenta años antes o después, de qué
forma, sin la sensación de irrealidad permanente, de teatro absurdo y trágico,
podía sobrevivirse en Theresienstadt
o Auswitchz sin
volverse loco. Privados de partituras, la mayoría de los músicos de Theresienstadt
tocaba de memoria. A cuántos no salvaría el tener que recordar cada día miles
de acordes y no lo que, como las ventanas o los somieres, no servía para
alimentarles.
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