20 enero 2014

en tierra de injustos


Obtenido durante el proceso de gestación de su documental Shoah (1985), Claude Lanzmann consideró a mediados de los noventa que la entrevista a Maurice Rossel, encargado de representar a la Cruz Roja en Alemania durante la segunda guerra mundial, merecía un documental para él solo dada la propia condición del campo de Theresienstadt como un falso documental con que los nazis trataron de ocultar la dimensión del genocidio judío. Cuando Rossel visitó ese campo en 1944, Benjamin Murmelstein ya estaba allí. Y si acaso la hora escasa que dura aquel –Un vivant qui passe- en un autor cuyas demás obras no bajan de las cuatro puede aspirar a honrar la brevedad de la mirada de Rossel, las casi cuatro que abarca El último de los injustos son un reverso a la altura de Murmelstein.
Se daban demasiadas circunstancias para no sospechar de él e Israel no desperdició una sola: no solo era el presidente del Consejo Judío del campo de concentración cuando los nazis decidieron, con fines propagandísticos, disfrazarlo de parque temático del judaísmo en tiempos de guerra, no solo no se opuso sino que colaboró explícitamente, no solo gozaba del raro privilegio de tratar con eichmann con cierta familiaridad, además cometió el más sospechoso de los crímenes: sobrevivió. Ningún otro presidente de un Consejo Judío salió vivo de los campos. Vivió en Roma el resto de sus días, imposibilitado de volver a Israel, de donde fue reclamado para poder juzgarle. Ya había sido absuelto de los cargos en varios juicios.
Si Murmelstein entendió la oferta de Lanzmann como la última de sus posibilidades de explicarse en detalle, no podía ser por el prestigio de hacerlo para el hombre que daría al mundo Shoah, pues ésta llegaría a los cines diez años de que la entrevista fuera grabada, en 1975. Lanzmann tardó cuarenta años en decidir emplear la entrevista a Murmelstein. Si duele saber que el suyo fue el primer testimonio que Lanzmann grabara para lo que después sería Shoah, duele más saber que éste no viviría para ver a Rossel defenderse de lo que él se había defendido veinte años antes y con solvencia infinitamente mayor. No me hagas parecer tonto –confiesa Lanzmann le pidió Rossel antes de afrontar su propia entrevista. Si Lanzmann cumplió su palabra en 1997, con Rossel muerto no había razón para no exhumar una verdad menos injusta, acaso, dada la edad de Lanzmann, la última también para él.
Cita Murmelstein a Orfeo y Eurídice y quizá solo en ese instante su único lazo con Rossel se hace evidente: pues cómo explicar, vengas del infierno acusado de credulidad o de traición, que regresas solo no por tu culpa, sino por circunstancias imposibles de creer si no se ven. Durante 8 horas del 13 de junio de 1944, Rossel paseó por el campo de concentración de Theresienstadt sin apreciar un solo indicio de que aquello era un campo de exterminio. Camuflado por los nazis hasta venderlo como un campo especial, que contenía, civilizadamente instalados, a judíos más soportables, Rossel dijo no haber sentido que aquello fuera sino un balneario del que no se podía salir.
Murmelstein debió saludar a Rossel y al mismo tiempo, importarle nada. Sus prioridades eran de orden práctico: si los nazis ofrecían colocar cristales en las ventanas para sugerir una vida acomodada en su interior, si ofrecían proporcionar madera para somieres, mesas, sillas, entonces los perjuicios de la ficción para quienes vivían prisioneros de ella no podían, de ninguna forma, igualar los beneficios que disponer de cristal y madera suponían en medio de un sistema abiertamente diseñado para privarles de todo. Si era teatro, su público más cercano necesitaba ventanas y camas mucho más, y sobre todo mucho antes, de lo que la verdad podría haber hecho por ellos de haber podido negarse a la farsa.
Los que actuaban eran también el público. Que se engañaran a sí mismos antes y después era inevitable: hacinados a merced de los piojos, el hambre y el frío, pocos judíos de Theresienstadt debieron discutir la colaboración de Murmelstein en la farsa. Mientras recorría el campo, Rossel recorrió también el camino inverso en lo que a su papel se refiere: llevado allí en su condición de público de una ficción, su credulidad le convirtió en actor, uno que no logró pensar que su papel, en ese lugar, en ese tiempo, debió ser el opuesto –sospechar, desconfiar. Rossel –porte de aristócrata sin un ápice de dolor o arrepentimiento en el gesto durante toda la entrevista en 1979- transmite una contrición hecho de la misma consistencia que el decorado que le engañara.
Ser mostrados garantizaba su supervivencia –dirá Murmelstein. Cuando Lanzmann le reprocha que su estrategia –o al menos su narración- parezca carecer de sentimiento humano del campo, éste responde que con sentimientos no se llega lejos. Uno cree que el actual Lanzmann no hubiera hecho esa apreciación. La supervivencia en un campo no pasaba por sentimientos o por moral alguna de la dignidad humana, sino por aspectos meramente fisiológicos, cuando no precisamente de renuncia a toda forma de principios morales.
Theresienstadt era el único campo donde aún podían permitirse dignidad, ¿por qué no la emplearon? –quizá era lo que Lanzmann quería preguntar. Solo que aún no podía saber que hubiera hallado la respuesta en su propio documental Sobibor, 14 de octubre de 1943, 4 pm, donde Yehuda Lerner cuenta cómo se logró una de las dos únicas rebeliones documentadas en campos de exterminio nazis. “A un presidente de un Consejo Judío se le condena, pero no se le juzga” –dirá Murmelstein. Hannah Arendt ya había escrito sobre el juicio a eichmann, y su tesis -la banalidad de un funcionario, que tanto debía a su mediocridad como a su maldad- es puesta al día por Murmelstein como un error que olvida lo que él debió de saber bien: que era un demonio. Otra pérdida que la inteligencia prodigiosa de Murmelstein no hubiera dejado pasar de haber invertido Lanzmann el orden de sus testimonios sobre Theresienstadt –primero Murmelstein, años después Rossel: que la definición de Arendt que no valía para eichmann lo hacía para Rossel.
El eco se vuelve doble insospechadamente: el mismo año que Lanzmann presentó El último de los injustos, Deutsche Gramophon editó un documental dirigido por Dorothee Binding y Benedict Mirow, que recoge, no solo las músicas compuestas en Theresienstadt y que Anne Sofie Von Otter recuperó en un disco seis años antes, también un estremecedor documental que aúna a varios de los instrumentistas tocando allí donde las piezas fueron creadas, incluyendo a uno de los músicos –Coco Schumann- que sobrevivieran al campo, acompañando el retorno de los únicos sonidos que no hablaran de muerte.
Su título es tan válido desde lo simbólico –Refugiarse en la música- como trágico desde la realidad de aquellos cuya música se interpreta, muertos todos en los campos. Incluso la expresión de otra de las supervivientes, Alice Herz-Sommer, -“La música va directamente a tu alma, entonces dejas de estar en este mundo.” suena terrible y profética. Tanto como escuchar el himno vitalista que es Vsechno Jde, que Karel Svenk (1917-1945) compusiera en Theresienstadt, parece hecho para entender a Murmelstein los días de la simulación ordenada por el nazismo en un campo que, diseñado para albergar 6.000 personas, llegó a albergar 60.000. 
Incluso sin necesidad de representar que Theresienstadt era un campo distinto, lo era: hasta cuatro conciertos tenían lugar a diario. La ópera infantil de Hans Kràsa –Brundibar- fue interpretada más de 55 veces, siendo, a pesar de ello, raramente el mismo reparto: los niños eran enviados a Auswitchz. Solo 250 de los 11.000 que albergaran sus muros sobrevivieron. Violette Jacquet-Silberstein, violinista en la orquesta de mujeres que tocara en Auswitchz, que vivió para ver bajar de los trenes a esos niños solo para corroborar cómo la música apenas salvaba tanto como lo hiciera la mera suerte. Fallecida en febrero de 2014, acaso llegó a ver el documental de Lanzmann, o el de Binding y Mirow. Quizá ya por entonces su memoria le había puesto a salvo de reconocerse en quienes aparecen en ellos. Sesenta años antes o después, de qué forma, sin la sensación de irrealidad permanente, de teatro absurdo y trágico, podía sobrevivirse en Theresienstadt o Auswitchz sin volverse loco. Privados de partituras, la mayoría de los músicos de Theresienstadt tocaba de memoria. A cuántos no salvaría el tener que recordar cada día miles de acordes y no lo que, como las ventanas o los somieres, no servía para alimentarles.  

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