19 enero 2014

ante el espejo


Un hombre que dice haber venido desde Alicante para vender figuritas de cobre que imitan juguetes antiguos se acerca a la librería para preguntar si la sidra que bebemos es también para quien no tiene dinero. Con nuestra respuesta de fondo como un juguete más, hilvana las preguntas que no se le hacen con las respuestas, y éstas con los comentarios a ambas. Habla por los dos lados como si no necesitara uno de ellos, o peor aún, como si no contara con disponer de él. Inserta la familiaridad sin que tengamos oportunidad de aceptarla o rechazarla. Su discurso, tan animado como inmune, recuerda al de un vendedor de enciclopedias que no pudiera permitirse saber a quién se dirige. Cuando se despide sin haber dejado de hablar ni uno de los cinco minutos que ha durado su discurso, casi se estrecha sus dos manos.
Un día después, una señora desgrana comentarios a la edición de una película que mezcla con la descripción de la promoción que esos días oferta el centro comercial. Sin que medie palabra de la vendedora a la que se dirige, le explica una y otra vez la oferta. Cuando me alejo, parece a punto de desgranar, uno a uno, los argumentos de cuanta película ordena la vendedora, sin saber ya a dónde mirar o qué decir. A la mañana siguiente un hombre que no termina de vocalizar murmura algo mientras se viste en el vestuario de la piscina. Es siempre lo mismo, no parece que tararee, mas bien que repitiera un mantra sin llegar más allá de la onomatopeya de pocos segundos de duración.
El primero puede aún pagarse un billete de tren o de autobús; la segunda, una película en dvd; el tercero, la entrada a la piscina municipal. Cómo están los que ya no. 

No hay comentarios: