24 marzo 2014

Grand hotel Anderson


Hace unos meses escuché un chiste acerca de la diferencia entre un concierto de rock y una obra de teatro escrita por un autor novel: en el primer caso, el público se sabe de memoria los nombres de quienes están en el escenario, y en el segundo, es al revés. Wes Anderson no es un primerizo y sin embargo es difícil recordar los nombres de tantos como se suceden en sus películas sin que los recién llegados –Fiennes, Murray Abraham en Grand Hotel Budapest- suponga que la lista se acorta por el otro extremo. Si improbablemente ha de existir un cineasta más reconocible en cada una de sus películas, en sus carteles están a punto de no caber todos los actores que, en papeles grandes o minúsculos, acaban asomando en su cine como si, además de la expresividad de su humor, quienes lo encarnan pudieran turnarse los papeles sin que el conjunto lo note, sea cual sea la mezcla, sea Owen Wilson o Jason Swartzman tirando del tren allí o viajando en tercera aquí. Y en ello hay una sensación de que su cine, construido sobre la expresividad de un teatro antiguo y digno, que diseña sus personajes y su narración como si títeres o recortables, fundado sobre la necesidad de la inocencia, sobre cierta infancia a perpetuidad, o no envejecerá o, como otras infancias, lo hará muy mal. Uno escribe entender que el cine de Anderson sea de los que amas u odias. Para los huéspedes de lo primero, el gozo es renovado y total.

21 marzo 2014

Loving Vincent



Coming soon

20 marzo 2014

interlineado


Como si una profecía con prisa, el mismo día en que se lee en El País de la venta de Alfaguara, Taurus, Aguilar, Suma de letras, Punto de lectura, Altea, Fontanar y Objetiva a Penguin Random House, justo detrás se imprime noticia de la CEOE clamando contra la reciente reforma de la Ley de Propiedad Intelectual que obliga a los agregadores de noticias en internet a pagar por la información elaborada y financiada por los medios de comunicación a los que se roba. Las objeciones de la patronal incluyen la amenaza de “disuadir a los emprendedores de crear nuevos negocios en Internet, frenando el desarrollo de nuevos modelos de negocio digitales”. De existir un Greenpeace de la propiedad intelectual, no daría abasto a denunciar la pesca de arrastre con que se esquilma desde un barco pirata inmenso –la permisividad del gobierno- que esconde lanchas –las operadoras de telefonía- donde a su vez embarcan submarinistas –las asociaciones de usuarios de Internet. Desglosado el acto de robar en tantos cómplices como hay, que quien debiera defender a las empresas obviamente saqueadas –los medios de comunicación- se ponga de parte del corsario se explica en ese acto clásico de la piratería naval –navegar bajo una bandera distinta de la que realmente cuenta lo que eres. Y qué sino el botín de los derechos robados justifica la existencia de una patronal que aglutine a quienes ya, a título individual, viven de tomar por asalto el derecho de un trabajador a un sueldo digno. De la misma forma que un presidente de un Tribunal Constitucional debiera inhibirse de casi toda toma de decisiones por el mero hecho de ser socio de un partido político, nada que incluya el término “derechos” debiera estar al alcance de los comunicados de la CEOE. La venta de las editoriales del grupo Santillana es otro galeón que cede sus tesoros, pero al menos, es su dueño el que decide robarse a sí mismo semejante Potosí. En ambos casos, uno es más pobre hoy. Y Santillana, dos veces pobre. 

19 marzo 2014

el arte de la referencia



Dos máquinas de segar recuerdos se cruzan en el jardín en que transcurre El arte de la entrevista, de Mayorga, estos días en el María Guerrero: una es la tentación de fabular qué sugiere una entrevista, una cámara, una pregunta; otra, qué ganas con ello, seas una anciana sometida a una entrevista escolar, o un preparador físico que llega para atenderla. Solo que en realidad ambos son otras cosa: la posible invención de un pasado mejor –que, en su apuesta por reencontrarse con su exmarido, afecta a la madre tanto como a la abuela- es solo la necesidad humana primordial de generar interés en alguien, más si es alguien que ya lo sabe todo de ti. Y en cuanto a la segunda, es solo la imposibilidad de no amar, el miedo a dominar eso. Por eso lo que buscan todos es lo mismo: el entrenador, ayudar a quien te agrede; la anciana, decir la verdad a quien no la necesita; la madre, amar a quien no lo merece; la hija, que quien no puede quererla la quiera. Es casi un acto de coherencia que, el día que uno va a verla, llena la platea de adolescentes y señoras mayores, las referencias a la letra de Thunderoad, de Springsteen, parezcan buscar un público que no está por ningún lado. 

18 marzo 2014

más ciencia ficción

el mismo día que se lee sobre parte del argumento que vertebrará la nueva entrega de la saga Star wars, desde NY llega otra secuela enésima, con menos ciencia y mucha más ficción:

http://deportes.elpais.com/deportes/2014/03/18/actualidad/1395171380_015201.html

14 marzo 2014

Lepage antes de Lepage



Las pistolas de la marca del armero parisino Lepage estaban, en época de Pushkin, consideradas las más indicadas para los duelos. Dado su elevadísimo precio, amortizarlas podría haber sido la razón que llevara a Pushkin a batirse tantas veces como pudo. Duele dar la razón, siquiera fugazmente, a los fabricantes de armamento, pero quizá con armas más baratas, ahora tendríamos más libros suyos. 

11 marzo 2014

la tercera fase -el paleolítico

http://elpais.com/elpais/2014/02/21/opinion/1392988034_229568.html

10 marzo 2014

para un diccionario de símbolos


La casa que hoy es embajada de Ucrania en el parque de Conde de Orgaz fue, hace años, la casa familiar de un compañero de colegio que al menos una vez nos invitó a ella. Su valla está hoy sembrada de velas dejadas en memoria de los muertos recientes. Uno pasa corriendo cada mañana delante de ella y hoy, desde la casa contigua, salía un pastor alemán a la calle a exigirte parar, como poco. Más ruso podría ser que, de todas las frases pronunciadas por su dueña intentando aferrar al perro, ni una sola sea de disculpas. 

09 marzo 2014

música allí donde miras o ya no


Hay pocas óperas más incómodas para representar ante un público que paga 250 eur. por butaca que Ascenso y caída de la ciudad de Magahonny, y uno sospecha que, de haber podido, Gerard Mortier habría inaugurado su tiempo al frente del Teatro Real, en septiembre de 2010, con cualquier otro texto de Brecht… que no necesitara a Kurt Weill, solo por dejar claro que a la ópera que él entendía como tal se iba a cualquier cosa menos a cerrar los ojos y limitarse a mecerse por las melodías de Puccini o Rossini. Pedir a un público que iría a ver Tosca o La Traviata, alternadas, cada fin de semana, una actitud crítica, reflexiva, hacia la mera idea del papel social de la ópera, tiene las mismas posibilidades de éxito que pedir a quienes van al Teatro de la Zarzuela que asistan callados a las representaciones. Y sin embargo lo que contaban las enormes pancartas al final de Magahonny –pancartas que podrían encontrarse en cualquier manifestación contra este gobierno o contra los abusos del gran dinero- es que, de existir tal dilema, es problema del público y no de aquello que la ópera vino a hacer por él. Su pérdida no lo es para quienes piensan que dedicó su vida a luchar por algo que perfectamente podría reducirse a Mozart, Verdi, Puccini o Wagner, sino para quienes vivirán dentro de 100 años. Desafortunadamente, no viven aún para llorarle.


Como en la mayoría de producciones ligadas al director anterior del CNTC, Eduardo Vasco, hay mucha música en la versión de Lluis Pasqual de El caballero de Olmedo, estos días en el Pavón. Pero uno no cree haber visto nada tan poderosamente traído desde tan lejos como el tango que Pasqual ha hecho de los primeros versos del III acto, y que David Verdaguer canta como si Lope de Vega lo hubiera puesto ahí, esperando que alguien lograra resistirse a hacer de toda su obra un tango inmenso, que cantara incluso don Alonso en su agonía. Y qué sino un bandoneón parece pedir ese verso -la gala de Medina, la flor de Olmedo.

Compuesto casi cincuenta años después de que Wagner estrenara en Dresde El holandés errante, el primer movimiento de la novena sinfonía de Bruckner parece ilustrar el enésimo advenimiento de aquel marino condenado a vagar por la eternidad hasta que el amor le redima, pero también es el mar que ve a Isolda prisionera de Tristán, rumbo a Cornualles. Esa cualidad wagneriana de corriente sonora sin fin, en el que las tubas parecen sonar desde la silla de Neptuno viene, también, en este marzo primaveral de 2014, de veinte años atrás, del tiempo en que Sergiu Celibidache condujera, sentado, las nueve sinfonías de Bruckner con la Sinfónica de Munich en esta misma sala del Auditorio Nacional. A salvo en el segundo anfiteatro, un hombre sentado a mi derecha abría la gabardina, que no se había quitado. Asomaba entonces una grabadora no precisamente discreta, que cada una de esas noches se llevaba a casa, simultáneamente, a Celibidache y a su opuesto exacto, dada la proverbial exigencia de éste para validar una toma de sonido que pudiera llegar a escucharse en soporte alguno. Como éste, el holandés errante que penara también por un exceso de exigencia se une, finalmente a Bruckner, en ese otro empeño generalizado de quienes tratarán de llegar a componer una novena sinfonía: dejarla incompleta.

Ir a ver, hasta hace unos días en el Teatro de la Zarzuela, el trabajo de Graham Vick para la zarzuela Curro Vargas, de Ruperto Chapí, es un empeño loable aunque inútil, dado el libreto al que presta su espléndido esfuerzo. Que quien no se consuela es porque no sabe dónde mirar podría explicar a ambos lados: a Vick, que probablemente tenga la suerte de no haber leído el libreto, y al espectador impotente, que mejor puede buscar su obra en su Falstaff de 1999 en the Royal Opera House, o en su Tamerlano, visto aquí en 2008. Ambos editados por Opus Arte. 

07 marzo 2014

El viaje al ningún lugar de siempre


Un tercer ejército recorría los caminos de España tras la guerra civil y éste cambiaba de bando cada tarde a las 19h, con suerte dos veces al día. Las compañías de repertorio, que alternaban las formas de la comedia según la población mientras las formas de la miseria se representaban todas a la vez, palidecieron mientras el repertorio social pasaba, en cincuenta años, de la corrala cultural a uno más profesionalizado que, lentamente, se permitía desbordar los límites del mero entretenimiento. Cuando Fernán Gómez escribió El viaje a ninguna parte en 1985, él había conocido ambos modelos. La compañía de cómicos Iniesta-Galván, cuyo declive él empleara para contar el fin de un modelo teatral que perdurara mayoritariamente desde el siglo XV se había muerto de precariedad. Lo itinerante fue sustituido por formas de ocio que llegaban para quedarse. El ocaso de lo ambulante creó el auge de la televisión. Lo que unos llevaban de pueblo en pueblo, lo llevó y asentó de forma gratuita la tv. La demanda de un formato de ocio, al que solo los toros y el cinematógrafo hacían sombra, fue sobrealimentada, hasta el hartazgo actual, por la programación de un medio que pronto copió el modelo que fagocitara: los mil canales actuales son el molde actualizado de aquel repertorio, en el que una misma cara podía ser, como hoy, la de un romano, un señorito de provincias, un campesino chino o un revolucionario francés con solo desenrollar una tela diferente.
Si el destino de las compañías ambulantes tenía los días contados, Fernán Gómez creó una imagen de poderosa fuerza, y crueldad a la altura, que al tiempo abriera una ventana a su supervivencia y la cerrara de golpe, en esa oportunidad que se le presenta a Arturo Galván –el más señero actor de la compañía, el más maduro, el más sabio acaso- para cumplir un pequeño, y rentabilísimo, papel en una película. El ocaso de su modo de vida no estaba en los modos que las comedias exigían, sino en los cambios que las nuevas audiencias imponían, y Gómez, quizá porque bien conoció el capricho que ignoraba las causas sensatas, o al menos previsibles, para elegir, no pocas veces, las irrelevantes, eligió para su patriarca de ficción el más cruel de los fracasos justo cuando su única esperanza parece materializarse: Arturo Galván es incapaz de realizar sus tomas porque su dicción exagerada, teatral en el peor modo posible, formada en décadas de profesión, es patéticamente inútil, zafia, grotesca, en el entorno nuevo –el cine- que podría venir a salvarle. No así, no por esto –merecría haber dicho Galván.
Pero ninguna puñalada es más extraña al corazón de esta compañía de cómicos que la que viene de escuchar cómo el gobierno subvenciona una representación teatral para que ésta sea gratis, creando así un competidor inabordable. El viaje que escribió Fernán Gómez existía, pero el frío que helaba sus mañanas al raso era el de un mundo nuevo al adelantarles. Es el mismo que, hasta hace unos pocos años, devolvió a la idea aniquilada parte de su mérito, al convertir a los montajes pagados por el Centro Dramático Nacional en obras ambulantes que partían de Madrid o Barcelona para llegar, con suerte, también hasta algunas de las poblaciones de las que fueran expulsadas para siempre los Iniesta-Galván cuarenta años atrás. Como un viaje interior, que honrara también la peripecia de aquellos cómicos por lograr, como fuera, la cara que un personaje requiriera, Miguel Rellán se asoma estos días, como el patriarca Arturo Galván, al Valle Inclán casi tres décadas después de ser, en la película dirigida por Fernán Gómez, el doctor Arencibia. 

e ratas


El riesgo de inflación o deflación que tiene a las economías nacionales entre tenazas siempre, y que por estos lares genera comunicados puntuales del BCE que llaman a prevenir una u otra se basta, en su urgencia macroeconómica, para ignorar que el salario medio pierde poder adquisitivo a la misma velocidad a la que el sueldo de quienes dirigen las empresas se propulsa sin pausa hacia la estratosfera. La inflación o deflación hincha o sangra la economía y fuera de tan anchos hospitales nadie clama que el salario es un precio más, que la hora de trabajo –empleada, sí, para pedir productividad- es un tomate, una noche de hotel, un kilovatio. La deflación salarial corroe un país a corto plazo como la inflación insosteniblemente ganada lo hace a medio plazo. Los precios caen desde el mismo lugar desde el que lo hacen los salarios, pero son aquellos los que alarman, porque la mano de obra es hoy el ingrediente de lo producido y no su razón de ser. La deflación salarial alimenta, por el otro lado de la cuerda, la aberrante inflación que engorda el sueldo de los directivos. Pero si aquella sirve para justificar despidos, ésta es solo el bonus acordado por recortar hebras al otro lado de la soga. Los costes laborales –se lee en El País 3.3- caerán un 0,6% en la eurozona los siguientes dos años. Que las cosas necesiten costar siempre más mientras los sueldos necesitan costar siempre menos cuenta lo que Soylent Green (1973) mostraba al final: que eres solo un producto esperando su oportunidad. 

05 marzo 2014

Un país en la tercera fase



Hace solo unos días podía leerse en el periódico, por la mañana, noticia del aniversario del intento de golpe de estado y, por la noche, asistir a El encuentro, de Luis Felipe Blasco Vilches, sobre la reunión secreta que mantuvieron Suárez y Carrillo para tratar la legalización del partido comunista, previa a las elecciones democráticas de 1975. Cuatro décadas después, las brumas son el humo que Eduardo Velasco y José Manuel Seda fuman sin cesar en la sala pequeña del Español, y así el encuentro Pinteriano de sus posturas: si Suárez pide centrarse en el futuro y Carrillo en el pasado, ambos hablan en realidad de un mismo tiempo, hecho de ambos y simultáneamente de su negación mutua. La transición real, hecha de varias transiciones, sucedió antes: la del pasado del partido comunista para convertirse en un trozo del puzzle democrático que se gestaba. La que desde la extrema derecha debía desembocar en una página del diccionario que sangrara menos.
Contado en la obra como un ejercicio de suspicacia y encriptación de mensajes, es una transición que ocurría dentro del lenguaje ante la imposibilidad de ocurrir a la luz del mundo real. Nada lo explica mejor que la transición de la palabra “rey” hacia un lugar ideológicamente más limpio, o solo más útil a una sociedad que, en ese momento, dependía más del olvido de las nociones obvias que del bautizo chantajeado de otras nuevas. Usada en la obra al mismo tiempo como un obús y la trinchera, la palabra “concesión” no solo no significa lo mismo, sino que cada uno de los dos lados ve su pronunciación ajena como una bala apuntada contra la generosidad propia. En el texto de Blasco Vilches, como seguramente en la realidad, es un milagro que ambos salieran vivos del abismo que separaba el olvido que uno pedía al otro. Porque, despojados del presente que se niegan mutuamente, quienes acaban sentados en las butacas enfrentadas son también hitler y stalin; el pasado respectivo del que se acusan y el futuro que Carrillo no deja de ver.
Es una imagen clásica la de una gangrena que se trata médicamente como el empeño en cerrar la herida, de forma que la mano que ha de firmar no sangre mientras lo hace. Si la guerra es una guerra para Carrillo, el advenimiento de la democracia es otra para Suárez. Si una se gana venciendo, la otra se gana perdiendo, rindiéndose. Si Paracuellos es un crimen de guerra desde un lado, la legalización del PCE es otro. Usted no sabe lo que es una guerra –dirá Carrillo. Y lo que Suárez no dice es que aquel no parece saber qué sea la paz. Esperar, reconstruir, moderar, aplacar… solo fumar parece ser la misma idea para ambos. Finalmente, confiar exige la más complicada de las transiciones –una que entienda perfectamente lo que está en juego y a la vez logre olvidar lo que eso significa. Que en la obra Suárez acabe imponiendo a Carrillo la lectura de un discurso escrito por el primero, pero que parece escrito por éste, resuelve de un plumazo lo que sus esfuerzos por negociar no: que siendo capaz de hablar como tú, de pensar como tú, de pedir lo que tú, qué podría importar que no confíes en mí, si puedo fingir ser tú.
La apropiación obscena e impune del discurso ajeno, siquiera contradictorio, hoy ya perfeccionada, y que tiene en la aspiración centrista el hijo más logrado de lo que tocara cumplir a Suárez aquellos días, no oculta la figura que, llegada de fuera de la historia, se esclerotizara a la sombra de la necedad de ambos lados desde entonces: si el rey hubiera abdicado para propiciar la república a finales de los noventa, su papel en la transición sería el que los libros dicen que es –un engranaje engrasado por el dictador que acabó por volverse contra la maquinaria. No lo hizo y, como estos Suárez y Carrillo, exhumados, es hoy un espectro más, peleado como ellos por no ser su pasado y solo su futuro. La lección que aquellos pugnan por aplicar en la obra es, cuarenta años después, la que aquel rey necesitaba ver aplicada en 1975 tanto como olvidada hoy: no se es un instrumento de un cambio sin entender qué acaba siendo la maquinaría contigo dentro. 

el evangelio según los idiotas



O cómo el mundo sería un lugar más sensato si rick perry, enrique rouco varela y alberto ruiz gallardón, entre tantos, hubieran sufrido leyes menos severas sobre el aborto de las que hoy mismo imponen.

02 marzo 2014

aviso a la población

Plantado el árbol hace tiempo, si algún hijo que aún no conozco está esperando el día adecuado, es su oportunidad.

27 febrero 2014

26 febrero 2014

calidad del testigo


Quizá quien crea testigos equivocados esté destinado, como compensación, a ser él mismo testigo permanente de tantas versiones como sea posible de aquello que contribuyera a simular. Hace años, en Túnez, uno se encontró caminando por las calles de una de sus poblaciones de la mano de una mujer diez años mayor. No tanto porque ella lo pareciera, sino porque uno siempre ha parecido, o mejor, ha actuado como alguien menor de lo que correspondería a su edad. No pocas veces he pensado en cómo esa imagen –un hombre joven caminando de la mano junto a una mujer mayor que él- construyó a partir de ese momento fugaz, en quienes nos contemplaran en Túnez ese día y nunca más, una realidad paralela e irreal. La condena por aquella simulación es, desde hace unos años, posar desde una de las paredes de aquel viaje, y hacerlo en la cocina de mi casa. Desde esa posición, mi adorada R. está obligada a verme besar a cuantas mujeres pasan por mi vida, o solo por mis manos. Y cómo saber si lo que me atrae de hacerlo justo en esa parte de la casa, en la cocina abierta, no aspira solo a devolver algo del amor que ella me enseñó, no a usar, pero sí a apreciar. Tampoco si eso convierte la experiencia en un trío, algo que a ella le haría sonreír. De hecho, en la foto sonríe. No es fácil amar lo que más amas delante de aquel/aquella a quien más debes. Y acaso bastara quitar su foto o darle la vuelta para que lo que ve desde esa pared dejara de ser, enésimamente, irreal y se transformara en algo a lo que poder llamar realidad. Si no voy a hacerlo es porque sé que ella prefiere mirar. Y acaso, cuando más feliz soy, yo también.   

También su nacimiento mira hacia el mío desde el día de enfrente. Feliz cumpleaños, chica guapa. Que sean muchos más. Y que ambos lo veamos. 

25 febrero 2014

Llorando a Príamo


Se interrumpe el funeral diario que representa Hécuba en el Español estos días para abrir hueco al homenaje a Enrique Morente. Y el primer canto de su hija Estrella es, de repente, sola y desgarrada, la misma presencia pese al cambio de decorado. Ese prodigio súbito –los barcos aqueos comandados por Agamenón, hechos de madera granadina. 

23 febrero 2014

orden y concierto


Alexander Pushkin y Antón Chéjov. Leonard Bernstein y John Adams. Franz Kafka y Milan Kundera. Si peculiar es haber dedicado el fin de semana a sendas parejas de solo tres nacionalidades, más lo es que lo sean también por rigurosa actividad: leer ruso, escuchar música estadounidense, asistir a teatro checo. Sabemos así que mañana, nada más salir de la piscina, empezará a llover. 

21 febrero 2014

Un minuto a salvo


Si Luis Bermejo aúna la capacidad de bordar la vulnerabilidad con, un minuto más tarde, la energía volcánica para escapar de ella o para ponerla en su sitio, a El minuto del payaso, de José Ramón Fernández, en la Kubik solo un día más –el 27.2- le sobran segundos en todas direcciones. Y es porque Bermejo es, enésima, magníficamente, ambos a la vez –el que sufre y el que vino para paliarlo, el que sabe que el miedo que se derrota en un instante tarda lo mismo en volver a por su presa. Solo fuera de la sala, si tienes suerte, llegas a saber que buena parte del personaje, que uno pensaría sacado de Fernando Soto, el director, es Bermejo realmente, que el payaso al que besa la niña es él. Epifanía de cómo afrontar los temores que nos atenazan, su logro apabullante acaba creando su antítesis: el miedo que da pensar en no volver a verlo. 

20 febrero 2014

reverse



El rosal de la entrada aún no ha terminado de perder las hojas de la pasada colección y ya asoman los brotes rojos de la nueva temporada. Si la botánica tuviera leyes menos prácticas, y sí más compasivas, las nuevas hojas asomarían del color de las últimas, e irían tornándose verdes. Eso no solo haría la vida de las hojas viejas menos humillante, también ayudaría a asomar, al menos visualmente, el clima más apaciguado de la primavera que el verano devora cada año sin que dé tiempo a verla pasar. 

14 febrero 2014

donde nada que vuela sobrevive


Agosto, de Tracy Letts, es una obra sobre el silencio, sobre la renuncia del testigo a serlo o confirmarlo. Y casi sorprende que su más obvia encarnación –la cocinera india- sea la que decide intervenir contra todo pronóstico, al descubrir a la hija adolescente de Barbara siendo seducida por el prometido de Karen. Pues contratada poco antes, se diría que para que quede alguien a quien nadie grita, contra quien no se lanzan cuchillos, ya por entonces ha de haber aprendido que las palabras, en esa casa, se usan solo para tapar lo que no hiciste cuando debías. Solo hay otra persona a la que nadie parece tener nada que reprochar, y éste -el tío Charlie- es justo el otro que se declara fugazmente un testigo harto, aunque sea en privado, como si hacerlo fuera un anatema familiar.
Construida sobre el fallecimiento de Beverly Weston, el reencuentro familiar es el de las partes de la bomba llamadas a encontrarse. Solo que antes de la explosión, incluso las que han estado en contacto con otras durante décadas parecen no haberse rozado. Ninguna más que Ivy, la única de las hermanas que permaneciera en la casa familiar, cuya sensibilidad se diría cercana a la de su padre, pero que resulta gélida en cuanto a su memoria o su defensa. Y esa es justo la espoleta más sospechosa, pues si Beverly se suicida como parece, es ella a la que Beverly hubiera hablado de ello, a la que hubiera advertido, de la que se hubiera despedido. Violet sabe en qué motel duerme antes de dirigirse al embarcadero, pero su drogadicción permanente la hace inmune a esa información, y Beverly debía saberlo.
Ivy era la persona a la que esa información estaba destinada, la única a la que podía importarle. No para hacer algo al respecto –Violet probablemente la hubiera prohibido ir, hubiera camuflado su desprecio y su amargura en un enfado que profetizara el regreso de su marido, como otras veces. Pero eso no libera a Ivy. Como tampoco el que, por vez primera quizá, tenga por fin el corazón ocupado. No pudo haber sobrevivido a años larguísimos junto a ese tumor con piernas que es su madre sin haberse refugiado en su padre, el poeta, el lector de T.S. Elliot. Y la mejor prueba de ello es que su padre tampoco hubiera aguantado tantos años sin matarse de no haber podido refugiarse, además de en el alcohol, en ella, en su hija más sensible, más melancólica, más sola. Cuanto más habla y grita Violet, más resuena el silencio de quienes solo juntos podían soportarla. 

12 febrero 2014

La vida en dos frases


Que se limiten a quererte cuando querrías que te amen. Que te amen cuando preferirías que solo te quisieran.

10 febrero 2014

dime quién te lee


La edición de The New York Times International Weekly que El País incluye los jueves publica el 23.1.14 noticia de Dick Metcalf, un reconocido periodista estadounidense especializado en armas, purgado de cuanto trabajo tuviera en el sector desde que en octubre publicara un artículo -“Hablemos de los límites”-, en el que sometía a consideración las leyes sobre armas en Estados Unidos. Recibió amenazas de muerte por correo electrónico. Jerry Tsai, director de una de esas revistas, publicó en 2012 que un subfusil diseñado para los cuerpos policiales no estaba “al alcance de los civiles”. No ha vuelto a publicar desde entonces. Jim Zumbo, autor de 23 libros de caza, escribió en 2007 que los rifles militares eran armas de “terroristas”. No habrá libro número 24.
The Economist dedica el 7.12.13 su portada y su principal editorial al mayor grupo inversor del mundo, que resulta ser el del propio semanario. Las balas son otras, pero están: “An ecosistema which is dominated by a single line of thinking is not healthy, in politics, in nature or in markets. Such groupthink in finance is a recipe for booms (when everyone wants to buy the same thing) and busts (when they all rush to sell)… too many investors relying on a single model Spreads an unhealthy orthodoxy and is likely to make the markets more volatile than they otherwise would be… The more they (investors) rely on BlackRock´s análisis, the smaller the ápside when it gets things right and the greater the downside when it gets things wrong –as, one day, it eventually will.”

09 febrero 2014

Y si


¿Sirve la frase de la fotógrafa Dorothea Lange que cita Muñoz Molina –una cámara es una herramienta para aprender a ver sin cámara- para expresar otras que caben peor entre las manos?. Cómo alguien a quien amas sirve para aprender a ver sin esa persona. Cómo un don pudiera servir para aprender a vivir sin la importancia que el mundo le otorga. Cómo un ideal sirve, entre otras cosas, para aprender a saberlo irrealizable. Aunque solo sea porque te evita sufrir pensando qué será tenerlo, lo que tienes sirve para saberlo reemplazable. Lo que atesoras sirve para saber que puedes perderlo. Nada de lo que captura la mejor cámara es tuyo, nada de lo que en ella aparece puede tocarte o escucharte. Y sin embargo, lo hace. Sin lo que llega para enseñarnos a prescindir de ello no sabríamos lo mismo. Necesitamos la cámara para vivir. Pero, entonces, ¿por qué, en un concierto, tantos dejan de asistir a él para grabarlo a través de sus teléfonos?. “Mira qué cielo más bonito” –decía T. hace unos años, en Tailandia, mirando la pantalla en vez del cielo. Qué es un libro escrito hace 400 o 2000 años sino un telescopio que sirve para aprender a ver el mundo que no sabe que existe el telescopio. 

A Lorca le habría gustado


http://www.flickr.com/photos/vblibrary/sets/72157623618957199/

08 febrero 2014

memorias de otro subsuelo



Hay dos policías de las ratas estos días en la cartelera teatral de Madrid, y uno es Arturo Fernández. Como en el relato de Bolaño –El policía de las ratas- que dirige Alex Rigola estos días en La Abadía, ser el único en asistir a un crimen, en revelarlo y hallar un culpable, es, en el texto de Albert Boadella –Ensayando Don Juan- (Teatros del Canal), más la historia de cómo las ratas llegan a serlo tanto que la investigación del hecho obvio. Si en Bolaño el policía es acusado de no ser lo suficientemente rata, de actuar fuera de los códigos de la comunidad, en Boadella es un reproche mutuo: por un lado, el de quienes ensayan un Don Juan lamentablemente expresado, banal, embrutecido, hacia el guardián de las esencias que representa Fernández. Por otro, el de éste, al asistir, y rebelarse, contra la atrocidad que la directora del ensayo perpetra contra el texto de Zorrilla en aras de la modernidad.
Si Bolaño hizo igualmente ratas a quienes matan, a quienes no pueden concebirlo y a quienes persiguen los crímenes, Boadella ha llenado las alcantarillas de un cierto teatro vanguardista, para el que la forma –la no forma, que diría el policía Fernández- se basta para tomar de don Juan lo que necesita –su pene- y despreciar el resto. Que el policía/comendador sea aquí de una especie aparentemente distinta al resto –un dinosaurio, tal y como se le llama- habla, como en Bolaño, de la dificultad de consensuar una autoridad, por evidente que sea el crimen. Y de cómo esa autoridad halla su más grave obstáculo en lo que la mayoría espera de quienes no la secundan. Si en Bolaño forenses y superiores policiales buscan preservar una cierta idea de la armonía social al negar la evidencia –que es una rata quien parece haber matado a las otras ratas-, en Boadella, no por menos dramático el tema, es menos reconocible el mismo empeño: cómo superar la verdad –que lo que escribiera Zorrilla no puede decirse plenamente sin decir su forma exacta- exige inventar un culpable –Fernández- o, si no se encuentra éste a mano, al menos una culpa –que el teatro clásico no conserve vigencia si no se le reescribe por completo.
Si esto último vaga penosamente como farsa facilona lo que podría haber pugnado como espejo verosímil de nuestro tiempo –duele ver a David Boceta, formado en la CNTC- es porque, al contrario que en su formato clónico bastante más logrado –Amadeu-, ni el intento de la directora vanguardista deja de ser aquí un chiste exageradamente expuesto, ni el papel de Fernández como valedor de un formato sensato, algo que muchas veces… es solo Fernández haciendo de sí mismo. Si se asiste a Bolaño desde la misma negrura, desde la misma impenetrabilidad que rodea los pasos del policía, en Boadella se sufre la extorsión de un tópico lanzado contra otro. Lo que en uno es tensión y enigma, en otro, fatiga e irrelevancia.
“En ella admiramos lo que jamás admiraríamos en nosotros” –lo que dijera escrito Kafka en el cuento –Josefina, la cantora- en que se basó Bolaño para componer el suyo dice de las razones de Fernández para defender su personaje, y de paso todos los demás, más de lo que Boadella ha hallado para defender al policía de quienes le acusan de ser el asesino. Lo que cuenta El policía de las ratas –que la dedicación al arte podría ser fácilmente considerada una debilidad, algo que incapacita para trabajar, para ser lo que la comunidad espera que seas- diría de Ensayando don Juan algo que Boadella, que llena los Teatros del Canal estos días de quienes van a ver a Fernández ser Fernández, ha escogido callar: que es el público quien vacía de arte los teatros y lo llena de obras pueriles. “Tengo entradas para Julio y César” –dirá una de las señoras, sentadas a mi derecha.
Es justo la elección entre el arte y su sombra tenebrosa lo que Bolaño añadió al relato de Kafka. Donde éste dibujó un pueblo simultáneamente entregado y receloso del único de sus especímenes con cierta disposición al arte, Bolaño multiplicó el efecto de ambos, solo que para hacerlo los desplazó a la sombra. Si el arte de Josefina la cantora consistía en emitir un sonido desconocido para el resto, la investigación que en Bolaño dirige su sobrino –Pepe el tira- es la de un arte igualmente inconcebible: por un lado, el del crimen entre iguales, por otro, el de averiguarlo y pretender que se sepa. “En círculos de confianza reconocemos abiertamente que el canto de Josefina no tiene nada de extraordinario”-escribió Kafka. “Es solo una anomalía” –dirá del asesino la rata reina en el relato de Bolaño. Si en Kafka “nuestro pueblo apenas conoce la lealtad incondicional”, en Bolaño ésta parece ser la principal obligación, el primer requisito de la supervivencia de especie, donde aceptar el crimen entre ratas es tan impensable como en Kafka se saben “incapaces de soportar a un verdadero artista del canto… rechazaríamos unánimemente la insensatez de una actuación así”.
Finalmente, la proximidad entre ambos lados de lo insoportable les une más de los que les separa. Cuando el policía de Bolaño es forzado a callar su descubrimiento, quien habla por su boca es la misma Josefina que dijera cantar para proteger a su pueblo. Lo que callan sus superiores es el mismo núcleo de la verdad indecible que Kafka pusiera en boca de su rata narradora –“Josefina, la culpable de todo, sí, la que tal vez ha atraído al enemigo con sus silbidos, siempre ocupa el lugar más seguro y desaparece la primera, protegida por sus correligionarios, en silencio y lo más rápido que puede. De esto se podría deducir que Josefina prácticamente se encuentra fuera de la ley, que puede hacer lo que quiere, aún cuando ponga en peligro a la colectividad, y que todo se le perdonará.”
La cuestión que Bolaño desplazó a la oscuridad de las alcantarillas muertas –qué es un depredador- es la misma que Kafka planteara respecto al arte de Josefina. Responder a la primera permite formular más fácilmente una más delicada si cabe -qué somos, pues, nosotros. Si el asesino es uno de los nuestros, nosotros podríamos ser como él, tener algo de lo que le hace tan diferente. “Yo soy una rata libre” –dice el asesino al ser descubierto. Dijera soy un artista y no se entendería menos como extracto del relato doble sobre el arte como don que, en tanto que aislado hasta ser incomprensible, mejor haría en desaparecer por el bien de una sociedad que necesita ser una sola cosa, sin fisuras. “Se podría suponer la confesión de que el pueblo, como ella afirma, no comprende a Josefina, que solo admira impotente su arte y que no se siente digno de ella. El pueblo aspiraría a compensar el daño que causa a Josefina con su incomprensión… y del mismo modo en que su arte queda fuera de su capacidad de discernimiento, también ella coloca sus deseos y su persona fuera de su poder de mando… pues es falso… Josefina solo lucha para que se la libere de todo trabajo por consideración a su canto”. Ese otro insulto frecuente, ya apuntado antes, sumado a la vulnerabilidad de la sociedad ante la belleza o la diferencia creativa: la vagancia.

“Además del concierto tenemos una función teatral” –se lee en Kafka. Felizmente. 

05 febrero 2014

Artistas del anonimato


El abogado que Herman Melville puso a narrar su relato Bartebly el escribiente en 1853 quizá seguía vivo treinta años más tarde, el día que Kafka nació en Praga. De cuantos personajes aparecen en el relato, el único que acaso hubiera podido vivir hasta 1922, cuando Kafka publicó su cuento Un artista del hambre, es Ginger Nut, el chico de los recados que en Bartleby obtiene su nombre a partir de los buñuelos de gengibre de que abastece a los copistas que trabajan en la oficina. Si Kafka leyó o no el relato de Melville es menos seguro que el desdén con el que el protagonista de su Artista del hambre, encerrado en una jaula circense como Bartebly lo hiciera en una oficina, hubiera tratado la ocasional visita de aquel proveedor de buñuelos.
Si Melville imaginó un hombre desdichado y silencioso que preferiría no hacer nada que no quiera hacer, Kafka fabuló la historia apartada de un ser condenado a ser el mayor ayunador que el mundo haya visto. Si aquel se contrae sobre sí mismo hasta desaparecer en unos pocos meses, éste logra estirar su agonía idéntica durante años. Si al escribiente parece una atracción humana que no quisiera un rasgo de humanidad convencional en él, el ayunador ve su estrella apagarse, a medida que la atención del público ignora, primero gradual y luego absolutamente, su esfuerzo circense. Orgullosos, ambos subsisten gracias al que podría ser su único contacto humano –un abogado, un empresario- a quien tanto Melville como Kafka encargaron la misión de narrar la desventura de aquellos. Ambos mueren de hambre, ambos voluntariamente, ambos solos.
Los relatos situados antes y después que el Artista del hambre en la edición de sus cuentos completos -Valdemar/ 2000-, se leen como celdas contiguas a la que contiene al ayunador. Si el zumbido que suena continuamente en el relato El intercesor –historia de una búsqueda sin posibilidad de solución- “parece tener su origen en el lugar en el que uno casualmente se encuentra… y el tiempo que se te ha otorgado es tan breve que si pierdes un segundo has perdido toda tu vida”, en Nuestra sinagoga, el animal que, como la pantera que acaba ocupando la jaula del ayunador, habita allí donde los hombres se reúnen, “ante todo se mantiene alejado de los hombres… solo parece estar unido al edificio… lo que sin duda preferiría es mantenerse oculto…Vive desde hace muchos años abandonado a sí mismo… Hace muchos años, se intentó realmente expulsar al animal… en realidad era imposible”.
Lo que Kafka escribiera sobre el intento del ayunador –“nadie tenía derecho a mostrarse satisfecho con lo visto, solo él”- es más hondo que lo que, al final de su relato, decidió iba a justificar su epopeya trágica –“no encontré ninguna comida que me gustara”. Melville tuvo menos compasión por su protagonista. Diseñó una doble celda, una doble tumba, al fundar su silencio y soledad absoluta en un trabajo previo en el área de una oficina de correos donde solo llegaban cartas muertas, cartas sin destinatarios ya que pudieran recibirlas. Si Melville pudo haber titulado Un artista del no el periplo de su desdichada criatura, Kafka no podía dar un nombre a su ayunador sin que al menos esa parte de él viviera, andara, resonara, acaso se alimentara de algo fuera de la jaula. 

http://www.teatroguindalera.com/un-artista-del-hambre/

04 febrero 2014

el hombre y la tierra


Mientras la crisis, al cebarse con los más débiles, profundiza en la deshumanización de sus miembros, el relato del comportamiento de quienes crearan el Apocalipsis financiero hace siete años les muestra como alimañas que acaso solo rebajando la cualidad humana de sus semejantes pudieran sentirse menos singulares. En las versiones de la caída, ficción y realidad también compiten por acercarse cada uno al área del otro: mientras El lobo de Wall Street podría ser un documental de la banalidad y la impunidad del gran dinero, solo la ruina que trajo a quienes invirtieron en Enron impide ver el documental homónimo de Alex Gibney como una parodia, un vodevil del gran formato financiero reciente. Como también en La gran estafa americana, si la escala de la corrupción y la mezquindad recreada asombran es porque parecería directamente proporcional al sinsentido o la estupidez frecuente, como si amasar una fortuna estuviera directa, estrictamente, reñido con la inteligencia en la toma de decisiones. Revisas ese retrato opuesto que es El capital, de Costa-Gavras –su tiburón (francés), uno frío, calculador, de dentelladas discretas e implacables- y te preguntas si la llaneza tan norteamericana, la exposición transparente de lo que se piensa, que tiene en la estupidez política el más nítido escaparate, no es solo pura vergüenza a que les llamen por otro nombre. 

03 febrero 2014

el personaje que no te salva


Con suerte tus contemporáneos hacen por ti algo más que crear grandeza a la edad exacta a la que tú, por tu parte, sobrevives, y a veces esa elevación contiene la caída, o al menos el vértigo que la vida impone. Hubieron de pasar muchos años hasta que la memoria dejara de asociar a Philip Seymour Hoffman con el personaje al borde permanente del ridículo o el colapso que bordara en buena parte de su filmografía. Cómo no ver hoy en clave profética que si su encarnación de Truman Capote le permitió ser, por vez primera, ambos –el ser vulnerable y el osado-, el sacerdote que encarnara en La duda iba a reafirmar el segundo, aunque el papel consistiera en perder íntimamente como el primero que nunca se había podido dejar de ser. El tiempo pasado entre lo que una cara está, al parecer, obligada a contar, y lo que ésta podría transmitir pasado un tiempo es un raro insulto al Hoffman actor y acaso una recompensa justa al Hoffman persona, cuya maduración, fuera del actor a la persona o viceversa, ojalá hubiera aportado a su persona privada la misma solidez, la misma estatura suprema, que su persona cinematográfica disfrutaba desde hace un lustro. Que la fragilidad que ya no te matara en público te mate en privado deja una tristeza a la altura del dolor que Hoffman y su talento inmenso sembraran en un trabajo que consistía en que la gente pagara por verte sufrir. Uno se sentiría mejor si lograra ver en su encarnación asombrosa -lo son todas las que a las órdenes de Michael Thomas Anderson- de un farsante en The master que, vendiendo seguridad en sí mismo, acoge bajo su protección fracasada a un ser autodestruible, un mero y grandioso epitafio cinematográfico. 

01 febrero 2014

En tierra concéntrica de Pinter


La humillación, propia o ajena, o simultáneas, que en Pinter, como en Bernhard, es un recurso frecuente al alcance de cualquiera es, en Tierra de nadie (1975), el único al que ninguno de sus cuatro protagonistas está dispuesto a renunciar. Descontados los dos asistentes/mayordomos, cuya humillación es de pago, siquiera sea éste emocional, el reencuentro de los otros dos, tras medio siglo sin verse, opone a la jerarquía evidente –uno es el que invita, el otro el que asiste; fama y prosperidad asisten a uno, apenas una fina superioridad moral al otro; el que sin obra lo tiene todo, el que con ella, nada-, una carrera por humillar al otro tanto como por denigrarse a uno mismo. Como si un concurso por derrotar al otro pasara, también, por perder lo que él pierde, es tierra de actores queriendo decir los dos papeles a la vez. Retrata el dolor y el éxtasis mezclados, la intrusión del éxito en el fracaso, y cómo el olor de éste no se va ni dentro de los colonia de aquel. Clásicamente Pinter, nada de lo que poseen ambos sirve para salvarles –ni el orgullo de lo que uno puede tocar, ni el de lo que otro puede exponer. El texto de Pinter se representa estos días en Madrid y en Nueva York y, asombrosamente, una segunda humillación, acaso la más fácil de preveer, resulta la menos probable: resolver si la encarnación española -Lluis Homar y José María Pou en el Matadero- cumple el papel del engreído Hirst o si lo hacen Patrick Stewart e Ian McKellen en el Cort Theater. Con la humillación financiera recorriendo el mundo, el ansia mutua por lograr un mejor fracaso, un nuevo fracaso recuerda a Beckett y quizá en ello adquiera más sentido –por si no tuviera poco- el que en Nueva York el montaje de Pinter se alterne, encarnado en las mismas caras, con Esperando a Godot. Mientras esa otra tierra de nadie –la inexistencia de un mercado para la comercialización del teatro hecho en Londres, Nueva York, Amsterdam, Paris- no pierde un metro de terreno, queda esa otra opción, tan melancólicamente magnífica: leer a Ben Brantley en The New York Times. A Marcos Ordoñez en El País:

http://cultura.elpais.com/cultura/2013/10/29/actualidad/1383066592_351330.html

http://www.nytimes.com/2013/11/25/theater/reviews/no-mans-land-and-waiting-for-godot-at-the-cort.html?_r=0