07 marzo 2014

El viaje al ningún lugar de siempre


Un tercer ejército recorría los caminos de España tras la guerra civil y éste cambiaba de bando cada tarde a las 19h, con suerte dos veces al día. Las compañías de repertorio, que alternaban las formas de la comedia según la población mientras las formas de la miseria se representaban todas a la vez, palidecieron mientras el repertorio social pasaba, en cincuenta años, de la corrala cultural a uno más profesionalizado que, lentamente, se permitía desbordar los límites del mero entretenimiento. Cuando Fernán Gómez escribió El viaje a ninguna parte en 1985, él había conocido ambos modelos. La compañía de cómicos Iniesta-Galván, cuyo declive él empleara para contar el fin de un modelo teatral que perdurara mayoritariamente desde el siglo XV se había muerto de precariedad. Lo itinerante fue sustituido por formas de ocio que llegaban para quedarse. El ocaso de lo ambulante creó el auge de la televisión. Lo que unos llevaban de pueblo en pueblo, lo llevó y asentó de forma gratuita la tv. La demanda de un formato de ocio, al que solo los toros y el cinematógrafo hacían sombra, fue sobrealimentada, hasta el hartazgo actual, por la programación de un medio que pronto copió el modelo que fagocitara: los mil canales actuales son el molde actualizado de aquel repertorio, en el que una misma cara podía ser, como hoy, la de un romano, un señorito de provincias, un campesino chino o un revolucionario francés con solo desenrollar una tela diferente.
Si el destino de las compañías ambulantes tenía los días contados, Fernán Gómez creó una imagen de poderosa fuerza, y crueldad a la altura, que al tiempo abriera una ventana a su supervivencia y la cerrara de golpe, en esa oportunidad que se le presenta a Arturo Galván –el más señero actor de la compañía, el más maduro, el más sabio acaso- para cumplir un pequeño, y rentabilísimo, papel en una película. El ocaso de su modo de vida no estaba en los modos que las comedias exigían, sino en los cambios que las nuevas audiencias imponían, y Gómez, quizá porque bien conoció el capricho que ignoraba las causas sensatas, o al menos previsibles, para elegir, no pocas veces, las irrelevantes, eligió para su patriarca de ficción el más cruel de los fracasos justo cuando su única esperanza parece materializarse: Arturo Galván es incapaz de realizar sus tomas porque su dicción exagerada, teatral en el peor modo posible, formada en décadas de profesión, es patéticamente inútil, zafia, grotesca, en el entorno nuevo –el cine- que podría venir a salvarle. No así, no por esto –merecría haber dicho Galván.
Pero ninguna puñalada es más extraña al corazón de esta compañía de cómicos que la que viene de escuchar cómo el gobierno subvenciona una representación teatral para que ésta sea gratis, creando así un competidor inabordable. El viaje que escribió Fernán Gómez existía, pero el frío que helaba sus mañanas al raso era el de un mundo nuevo al adelantarles. Es el mismo que, hasta hace unos pocos años, devolvió a la idea aniquilada parte de su mérito, al convertir a los montajes pagados por el Centro Dramático Nacional en obras ambulantes que partían de Madrid o Barcelona para llegar, con suerte, también hasta algunas de las poblaciones de las que fueran expulsadas para siempre los Iniesta-Galván cuarenta años atrás. Como un viaje interior, que honrara también la peripecia de aquellos cómicos por lograr, como fuera, la cara que un personaje requiriera, Miguel Rellán se asoma estos días, como el patriarca Arturo Galván, al Valle Inclán casi tres décadas después de ser, en la película dirigida por Fernán Gómez, el doctor Arencibia. 

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