09 marzo 2014

música allí donde miras o ya no


Hay pocas óperas más incómodas para representar ante un público que paga 250 eur. por butaca que Ascenso y caída de la ciudad de Magahonny, y uno sospecha que, de haber podido, Gerard Mortier habría inaugurado su tiempo al frente del Teatro Real, en septiembre de 2010, con cualquier otro texto de Brecht… que no necesitara a Kurt Weill, solo por dejar claro que a la ópera que él entendía como tal se iba a cualquier cosa menos a cerrar los ojos y limitarse a mecerse por las melodías de Puccini o Rossini. Pedir a un público que iría a ver Tosca o La Traviata, alternadas, cada fin de semana, una actitud crítica, reflexiva, hacia la mera idea del papel social de la ópera, tiene las mismas posibilidades de éxito que pedir a quienes van al Teatro de la Zarzuela que asistan callados a las representaciones. Y sin embargo lo que contaban las enormes pancartas al final de Magahonny –pancartas que podrían encontrarse en cualquier manifestación contra este gobierno o contra los abusos del gran dinero- es que, de existir tal dilema, es problema del público y no de aquello que la ópera vino a hacer por él. Su pérdida no lo es para quienes piensan que dedicó su vida a luchar por algo que perfectamente podría reducirse a Mozart, Verdi, Puccini o Wagner, sino para quienes vivirán dentro de 100 años. Desafortunadamente, no viven aún para llorarle.


Como en la mayoría de producciones ligadas al director anterior del CNTC, Eduardo Vasco, hay mucha música en la versión de Lluis Pasqual de El caballero de Olmedo, estos días en el Pavón. Pero uno no cree haber visto nada tan poderosamente traído desde tan lejos como el tango que Pasqual ha hecho de los primeros versos del III acto, y que David Verdaguer canta como si Lope de Vega lo hubiera puesto ahí, esperando que alguien lograra resistirse a hacer de toda su obra un tango inmenso, que cantara incluso don Alonso en su agonía. Y qué sino un bandoneón parece pedir ese verso -la gala de Medina, la flor de Olmedo.

Compuesto casi cincuenta años después de que Wagner estrenara en Dresde El holandés errante, el primer movimiento de la novena sinfonía de Bruckner parece ilustrar el enésimo advenimiento de aquel marino condenado a vagar por la eternidad hasta que el amor le redima, pero también es el mar que ve a Isolda prisionera de Tristán, rumbo a Cornualles. Esa cualidad wagneriana de corriente sonora sin fin, en el que las tubas parecen sonar desde la silla de Neptuno viene, también, en este marzo primaveral de 2014, de veinte años atrás, del tiempo en que Sergiu Celibidache condujera, sentado, las nueve sinfonías de Bruckner con la Sinfónica de Munich en esta misma sala del Auditorio Nacional. A salvo en el segundo anfiteatro, un hombre sentado a mi derecha abría la gabardina, que no se había quitado. Asomaba entonces una grabadora no precisamente discreta, que cada una de esas noches se llevaba a casa, simultáneamente, a Celibidache y a su opuesto exacto, dada la proverbial exigencia de éste para validar una toma de sonido que pudiera llegar a escucharse en soporte alguno. Como éste, el holandés errante que penara también por un exceso de exigencia se une, finalmente a Bruckner, en ese otro empeño generalizado de quienes tratarán de llegar a componer una novena sinfonía: dejarla incompleta.

Ir a ver, hasta hace unos días en el Teatro de la Zarzuela, el trabajo de Graham Vick para la zarzuela Curro Vargas, de Ruperto Chapí, es un empeño loable aunque inútil, dado el libreto al que presta su espléndido esfuerzo. Que quien no se consuela es porque no sabe dónde mirar podría explicar a ambos lados: a Vick, que probablemente tenga la suerte de no haber leído el libreto, y al espectador impotente, que mejor puede buscar su obra en su Falstaff de 1999 en the Royal Opera House, o en su Tamerlano, visto aquí en 2008. Ambos editados por Opus Arte. 

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