Como en la mayoría de producciones ligadas al director
anterior del CNTC, Eduardo Vasco, hay mucha música en la versión de Lluis Pasqual
de El caballero de Olmedo, estos días en el Pavón. Pero uno no cree haber visto
nada tan poderosamente traído desde tan lejos como el tango que Pasqual ha
hecho de los primeros versos del III acto, y que David Verdaguer canta como si
Lope de Vega lo hubiera puesto ahí, esperando que alguien lograra resistirse a
hacer de toda su obra un tango inmenso, que cantara incluso don Alonso en su
agonía. Y qué sino un bandoneón parece pedir ese verso -la gala de Medina, la
flor de Olmedo.
Compuesto casi cincuenta años después de que Wagner
estrenara en Dresde El holandés errante, el primer movimiento de la novena
sinfonía de Bruckner parece ilustrar el enésimo advenimiento de aquel marino
condenado a vagar por la eternidad hasta que el amor le redima, pero también es
el mar que ve a Isolda prisionera de Tristán, rumbo a Cornualles. Esa cualidad wagneriana
de corriente sonora sin fin, en el que las tubas parecen sonar desde la silla
de Neptuno viene, también, en este marzo primaveral de 2014, de veinte años
atrás, del tiempo en que Sergiu Celibidache condujera, sentado, las nueve
sinfonías de Bruckner con la Sinfónica de Munich en esta misma sala del
Auditorio Nacional. A salvo en el segundo anfiteatro, un hombre sentado a mi
derecha abría la gabardina, que no se había quitado. Asomaba entonces una
grabadora no precisamente discreta, que cada una de esas noches se llevaba a
casa, simultáneamente, a Celibidache y a su opuesto exacto, dada la proverbial
exigencia de éste para validar una toma de sonido que pudiera llegar a
escucharse en soporte alguno. Como éste, el holandés errante que penara también
por un exceso de exigencia se une, finalmente a Bruckner, en ese otro empeño
generalizado de quienes tratarán de llegar a componer una novena sinfonía:
dejarla incompleta.
Ir a ver, hasta hace unos días en el Teatro de la
Zarzuela, el trabajo de Graham Vick para la zarzuela Curro Vargas, de Ruperto
Chapí, es un empeño loable aunque inútil, dado el libreto al que presta su espléndido
esfuerzo. Que quien no se consuela es porque no sabe dónde mirar podría
explicar a ambos lados: a Vick, que probablemente tenga la suerte de no haber
leído el libreto, y al espectador impotente, que mejor puede buscar su obra en su
Falstaff de 1999 en the Royal Opera House, o en su Tamerlano, visto aquí en
2008. Ambos editados por Opus Arte.
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