Hace
unos meses escuché un chiste acerca de la diferencia entre un concierto de rock
y una obra de teatro escrita por un autor novel: en el primer caso, el público
se sabe de memoria los nombres de quienes están en el escenario, y en el
segundo, es al revés. Wes Anderson no es un primerizo y sin embargo es difícil recordar
los nombres de tantos como se suceden en sus películas sin que los recién
llegados –Fiennes, Murray Abraham en Grand Hotel Budapest- suponga que la lista
se acorta por el otro extremo. Si improbablemente ha de existir un cineasta más
reconocible en cada una de sus películas, en sus carteles están a punto de no
caber todos los actores que, en papeles grandes o minúsculos, acaban asomando
en su cine como si, además de la expresividad de su humor, quienes lo encarnan pudieran
turnarse los papeles sin que el conjunto lo note, sea cual sea la mezcla, sea Owen
Wilson o Jason Swartzman tirando del tren allí o viajando en tercera aquí. Y en
ello hay una sensación de que su cine, construido sobre la expresividad de un
teatro antiguo y digno, que diseña sus personajes y su narración como si títeres
o recortables, fundado sobre la necesidad de la inocencia, sobre cierta
infancia a perpetuidad, o no envejecerá o, como otras infancias, lo hará muy
mal. Uno escribe entender que el cine de Anderson sea de los que amas u odias.
Para los huéspedes de lo primero, el gozo es renovado y total.
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