Hace solo unos días podía leerse en el periódico, por la
mañana, noticia del aniversario del intento de golpe de estado y, por la noche,
asistir a El encuentro, de Luis Felipe Blasco Vilches, sobre la reunión secreta
que mantuvieron Suárez y Carrillo para tratar la legalización del partido
comunista, previa a las elecciones democráticas de 1975. Cuatro décadas
después, las brumas son el humo que Eduardo Velasco y José Manuel Seda fuman sin
cesar en la sala pequeña del Español, y así el encuentro Pinteriano de sus
posturas: si Suárez pide centrarse en el futuro y Carrillo en el pasado, ambos
hablan en realidad de un mismo tiempo, hecho de ambos y simultáneamente de su
negación mutua. La transición real, hecha de varias transiciones, sucedió antes:
la del pasado del partido comunista para convertirse en un trozo del puzzle
democrático que se gestaba. La que desde la extrema derecha debía desembocar en
una página del diccionario que sangrara menos.
Contado en la obra como un ejercicio de suspicacia y
encriptación de mensajes, es una transición que ocurría dentro del lenguaje
ante la imposibilidad de ocurrir a la luz del mundo real. Nada lo explica mejor
que la transición de la palabra “rey” hacia un lugar ideológicamente más
limpio, o solo más útil a una sociedad que, en ese momento, dependía más del
olvido de las nociones obvias que del bautizo chantajeado de otras nuevas. Usada
en la obra al mismo tiempo como un obús y la trinchera, la palabra “concesión”
no solo no significa lo mismo, sino que cada uno de los dos lados ve su
pronunciación ajena como una bala apuntada contra la generosidad propia. En el
texto de Blasco Vilches, como seguramente en la realidad, es un milagro que
ambos salieran vivos del abismo que separaba el olvido que uno pedía al otro. Porque,
despojados del presente que se niegan mutuamente, quienes acaban sentados en
las butacas enfrentadas son también hitler y stalin; el pasado respectivo del
que se acusan y el futuro que Carrillo no deja de ver.
Es una imagen clásica la de una gangrena que se trata
médicamente como el empeño en cerrar la herida, de forma que la mano que ha de
firmar no sangre mientras lo hace. Si la guerra es una guerra para Carrillo, el
advenimiento de la democracia es otra para Suárez. Si una se gana venciendo, la
otra se gana perdiendo, rindiéndose. Si Paracuellos es un crimen de guerra
desde un lado, la legalización del PCE es otro. Usted no sabe lo que es una
guerra –dirá Carrillo. Y lo que Suárez no dice es que aquel no parece saber qué
sea la paz. Esperar, reconstruir, moderar, aplacar… solo fumar parece ser la misma
idea para ambos. Finalmente, confiar exige la más complicada de las
transiciones –una que entienda perfectamente lo que está en juego y a la vez
logre olvidar lo que eso significa. Que en la obra Suárez acabe imponiendo a
Carrillo la lectura de un discurso escrito por el primero, pero que parece
escrito por éste, resuelve de un plumazo lo que sus esfuerzos por negociar no:
que siendo capaz de hablar como tú, de pensar como tú, de pedir lo que tú, qué
podría importar que no confíes en mí, si puedo fingir ser tú.
La apropiación obscena e impune del discurso ajeno, siquiera
contradictorio, hoy ya perfeccionada, y que tiene en la aspiración centrista el
hijo más logrado de lo que tocara cumplir a Suárez aquellos días, no oculta la
figura que, llegada de fuera de la historia, se esclerotizara a la sombra de la
necedad de ambos lados desde entonces: si el rey hubiera abdicado para
propiciar la república a finales de los noventa, su papel en la transición sería
el que los libros dicen que es –un engranaje engrasado por el dictador que acabó
por volverse contra la maquinaria. No lo hizo y, como estos Suárez y Carrillo,
exhumados, es hoy un espectro más, peleado como ellos por no ser su pasado y
solo su futuro. La lección que aquellos pugnan por aplicar en la obra es,
cuarenta años después, la que aquel rey necesitaba ver aplicada en 1975 tanto
como olvidada hoy: no se es un instrumento de un cambio sin entender qué acaba
siendo la maquinaría contigo dentro.
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