05 marzo 2014

Un país en la tercera fase



Hace solo unos días podía leerse en el periódico, por la mañana, noticia del aniversario del intento de golpe de estado y, por la noche, asistir a El encuentro, de Luis Felipe Blasco Vilches, sobre la reunión secreta que mantuvieron Suárez y Carrillo para tratar la legalización del partido comunista, previa a las elecciones democráticas de 1975. Cuatro décadas después, las brumas son el humo que Eduardo Velasco y José Manuel Seda fuman sin cesar en la sala pequeña del Español, y así el encuentro Pinteriano de sus posturas: si Suárez pide centrarse en el futuro y Carrillo en el pasado, ambos hablan en realidad de un mismo tiempo, hecho de ambos y simultáneamente de su negación mutua. La transición real, hecha de varias transiciones, sucedió antes: la del pasado del partido comunista para convertirse en un trozo del puzzle democrático que se gestaba. La que desde la extrema derecha debía desembocar en una página del diccionario que sangrara menos.
Contado en la obra como un ejercicio de suspicacia y encriptación de mensajes, es una transición que ocurría dentro del lenguaje ante la imposibilidad de ocurrir a la luz del mundo real. Nada lo explica mejor que la transición de la palabra “rey” hacia un lugar ideológicamente más limpio, o solo más útil a una sociedad que, en ese momento, dependía más del olvido de las nociones obvias que del bautizo chantajeado de otras nuevas. Usada en la obra al mismo tiempo como un obús y la trinchera, la palabra “concesión” no solo no significa lo mismo, sino que cada uno de los dos lados ve su pronunciación ajena como una bala apuntada contra la generosidad propia. En el texto de Blasco Vilches, como seguramente en la realidad, es un milagro que ambos salieran vivos del abismo que separaba el olvido que uno pedía al otro. Porque, despojados del presente que se niegan mutuamente, quienes acaban sentados en las butacas enfrentadas son también hitler y stalin; el pasado respectivo del que se acusan y el futuro que Carrillo no deja de ver.
Es una imagen clásica la de una gangrena que se trata médicamente como el empeño en cerrar la herida, de forma que la mano que ha de firmar no sangre mientras lo hace. Si la guerra es una guerra para Carrillo, el advenimiento de la democracia es otra para Suárez. Si una se gana venciendo, la otra se gana perdiendo, rindiéndose. Si Paracuellos es un crimen de guerra desde un lado, la legalización del PCE es otro. Usted no sabe lo que es una guerra –dirá Carrillo. Y lo que Suárez no dice es que aquel no parece saber qué sea la paz. Esperar, reconstruir, moderar, aplacar… solo fumar parece ser la misma idea para ambos. Finalmente, confiar exige la más complicada de las transiciones –una que entienda perfectamente lo que está en juego y a la vez logre olvidar lo que eso significa. Que en la obra Suárez acabe imponiendo a Carrillo la lectura de un discurso escrito por el primero, pero que parece escrito por éste, resuelve de un plumazo lo que sus esfuerzos por negociar no: que siendo capaz de hablar como tú, de pensar como tú, de pedir lo que tú, qué podría importar que no confíes en mí, si puedo fingir ser tú.
La apropiación obscena e impune del discurso ajeno, siquiera contradictorio, hoy ya perfeccionada, y que tiene en la aspiración centrista el hijo más logrado de lo que tocara cumplir a Suárez aquellos días, no oculta la figura que, llegada de fuera de la historia, se esclerotizara a la sombra de la necedad de ambos lados desde entonces: si el rey hubiera abdicado para propiciar la república a finales de los noventa, su papel en la transición sería el que los libros dicen que es –un engranaje engrasado por el dictador que acabó por volverse contra la maquinaria. No lo hizo y, como estos Suárez y Carrillo, exhumados, es hoy un espectro más, peleado como ellos por no ser su pasado y solo su futuro. La lección que aquellos pugnan por aplicar en la obra es, cuarenta años después, la que aquel rey necesitaba ver aplicada en 1975 tanto como olvidada hoy: no se es un instrumento de un cambio sin entender qué acaba siendo la maquinaría contigo dentro. 

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