El riesgo de inflación o deflación que tiene a las
economías nacionales entre tenazas siempre, y que por estos lares genera
comunicados puntuales del BCE que llaman a prevenir una u otra se basta, en su
urgencia macroeconómica, para ignorar que el salario medio pierde poder
adquisitivo a la misma velocidad a la que el sueldo de quienes dirigen las
empresas se propulsa sin pausa hacia la estratosfera. La inflación o deflación
hincha o sangra la economía y fuera de tan anchos hospitales nadie clama que el
salario es un precio más, que la hora de trabajo –empleada, sí, para pedir productividad-
es un tomate, una noche de hotel, un kilovatio. La deflación salarial corroe un
país a corto plazo como la inflación insosteniblemente ganada lo hace a medio
plazo. Los precios caen desde el mismo lugar desde el que lo hacen los
salarios, pero son aquellos los que alarman, porque la mano de obra es hoy el
ingrediente de lo producido y no su razón de ser. La deflación salarial
alimenta, por el otro lado de la cuerda, la aberrante inflación que engorda el
sueldo de los directivos. Pero si aquella sirve para justificar despidos, ésta
es solo el bonus acordado por recortar hebras al otro lado de la soga. Los
costes laborales –se lee en El País 3.3- caerán un 0,6% en la eurozona los
siguientes dos años. Que las cosas necesiten costar siempre más mientras los
sueldos necesitan costar siempre menos cuenta lo que Soylent Green (1973)
mostraba al final: que eres solo un producto esperando su oportunidad.
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