Acaso porque de las dos estatuas que hay en la plaza de
Santa Ana, la de Lorca parece tener más prisa por llegar a la puerta del Teatro
Español que la más alejada de Calderón, lo andaluz se ha convertido en un
recurso frecuente en su escenario: solo en el último año la familia de Bernarda
Alba se ha agitanado, la compañía La Zaranda ha traído dos versiones de su
empeño Becketiano por mezclar la imposibilidad con un absurdo teñido de guasa y
de retranca, y estos días se suma una tercera pata, que es la de un caballo en
torno al cual bailar Carmen. Reducir una ópera a una versión de cámara es un
empeño que puede salvarse eligiendo un texto que ya lo sea (The turn of the
screw, de Britten) o poniéndolo, por ejemplo, en manos de Peter Brook (la
versión de The magic flute, vista hace poco por estos lares). La obra de Bizet
no es lo primero y si aspirara a lo segundo, el espejismo se rompe al aparecer
un caballo en escena poco después de que la Banda de cornetas y tambores, los
dos guitarristas y las dos cantaoras que hasta ese momento han sustentado el
drama den paso a una orquesta grabada que parece venir, no del disco
correspondiente, sino del taller donde se fabricaran las rendiciones. Incluso
hasta ese punto, a uno el resultado no le parece extraordinario, asi que ¿por
qué derruir el esfuerzo de pureza que ha llevado una hora construir? ¿por qué parar
el concierto para dedicar la última media hora a ese equivalente emocionalmente
barato que es atronar con la música de Bizet como si se buscara que el público
dé palmas tal el último vals del Concierto de año nuevo?. Ni la historia lo necesita
ni los músicos merecen a esas alturas ser relegados a una grabación que termine
su trabajo. Alguien debería girar la efigie de Lorca, ponerla a mirar hacia el
teatro de La Latina, donde mucho mejor cabría esto. O ya puestos, hacia los
Teatros del Canal, donde estos días se representa el Macbeth que Helena Pimenta
ha puesto a ser tanto de Shakespeare como de Verdi sin avergonzar a ninguno de
ellos.
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