El año a cuya nueva sombra uno despertará en unas horas está hecho del
cuento y la tragedia, y es normal pues sus personajes se reparten, mezclados, el
mundo, como las ramas de un año se extienden hacia el otro y los frutos que vendrán
cuelgan ya de días pasados. De ese agotamiento sacamos la celebración. Del
silencio de las fuerzas exhaustas, la algarabía. Es así porque el mundo nunca
es viejo sin dejar de ser nuevo por el otro extremo, y por cada oleada
permanente de injusticia, despojo y aniquilación nada en ella el pez de la
alegría, del disfrute o la gratitud por seguir aquí un año más, aunque lo
hagamos pisando en el mismo camino de días alineados del que venimos, que no es
precisamente de baldosas amarillas.
Entre ambos lados idénticos del mismo árbol, unos yendo de las raíces a
la copa, otros en sentido contrario, la pausa festiva es, al menos, un descanso
en el saberse entre las respectivas sombras que son el misterio y el
conocimiento. Así, simultáneamente pleno e incompleto, incomprensible y
cristalino, cumplido entre la ira y el amor que se repiten hasta llenar todos
sus días, el año de un hombre se parecería a una obra de teatro si el cine no
hubiera desarrollado una forma más afinada y explícita de elipsis. Por ejemplo,
si Terrence Malick no hubiera estrenado este año El árbol de la vida.
Hecho de la misma dualidad que lo llena todo fuera de las salas, de las
varias formas de misterio obligado a vivir como conocimiento que el cine ha
ofertado este año (estragado, impotente y humilde en Melancolía de Von Trier;
íntimo, doliente, imposible en Habemus papa, de Moretti; terrenal inserto en la
teoría opuesta en Un método peligroso, de Cronenberg) o su reverso, del
conocimiento forzado a camuflarse de misterio (aterrador cuanto más verosímil
en Margin call, de Chandor; lúdico y hondo en El ilusionista, de Chomet), la
historia de lo ínfimo y lo universal rodada por Malick reluce oscura y críptica
como un resumen demasiado real tanto del misterio como del conocimiento. Que es
decir de la cuota de origen animal y telúrico que nos bulle dentro, y de cómo
nuestra conciencia es el mismo gas que formó el universo, parándose en nosotros
el tiempo suficiente para permitir la vida compleja. Como si ese nombre que
damos a lo que no controlamos –azar- no fuese sino una ironía minúscula, un
juego a escala de lo que fue necesario para que uno estuviera aquí, delante de
sus dedos, de un teclado, de un periódico y una fecha, hecho todo de hidrógeno
y de helio.
Pugnan la telefonía móvil y las redes sociales por vender la necesidad
de que las relaciones con los demás o con uno mismo (este blog, por ejemplo) hayan
de sucedernos en público, como si hubiéramos de compartirlas en tiempo real
para que sucedan más y en más lugares, asi que no es poco consuelo poder releer
“Cómo estar solo” la recopilación de artículos de Jonathan Franzen, publicada
hace ya una década. Ni menos prodigio
que, corriendo el cine el camino inverso a nuestra vida transmitida al mundo –de
su visionado compartido a su uso individual, en casa- uno pueda, aún, solo y a
oscuras, acompañado y en silencio, dentro del árbol de Malick, sentir que los
años sí se suceden realmente, que en 2011 uno asistió a algo irrepetible.
1 comentario:
que chulo el texto jp, me encanta la frase " De ese agotamiento sacamos la celebración" no lo habría definido mejor. Seguimos el ciclo - de la vida -. Para mi los años no son diferentes ni consecutivos, es el mismo, con otro número, con otra experiencia.
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