29 abril 2012

Siembra y regadío de la luna




También perseguir un sueño crea una burbuja que al explotar devasta a sus dueños. Un aire sin aliento llena estos días sendas salas del teatro Español al tiempo que los pulmones de Phil y Josie Hogan en Una luna para los desdichados, y de George Milton y Lennie Small en De ratones y hombres. Es un viento de desolación que hincha cuerpos que no pueden retenerlo sin estallar, y tanto se diría que es el frío helado que recorre estos días la economía mundial, como el eco de la economía iceberg que en 1929 arrojó a la pobreza a millones de personas en Estados Unidos, entre ellos a John Steinbeck. Y veremos si los 10 años que median entre la escritura de la primera obra y la de la segunda no acaban siendo, en la encarnación actual de la gran depresión, los mismos años de precariedad idéntica que Eugene O´Neill y Steinbeck bien podrían haber escrito como actos de la misma obra, con década y media de distancia.

Hermanos posibles, padres posibles. Qué hijo más previsible que Lennie podría haber nacido de la simiente en decadencia, exhausta y autodestruida, de James Tyrone en el texto de O´Neill: sentimental alcohólico con un pie en la tumba y otro en una botella de bourbon, de cuya alma de ratón tembloroso en brazos de Josie habría sacado Lennie su alma de amante de las formas suaves, a las que, como James con el amor puro de Josie, no sabe mantener vivo. Y qué sino hija del amor tapiado de Josie hacia James es, en la obra de Steinbeck, la mujer de Curly y su anhelo de compañía, su soledad insoportable de objeto propiedad de un mediocre o un incapaz, perfecta Lady Macbeth de Mtensk sin la suerte o las recompensas de ésta.

El sueño de una tierra a la que deberle la vida con razón, que vertebra ambos textos, no está tan lejano del que hoy siembra pesadillas en los metros de casa comprada que tantos ya no pueden seguir pagando. Por eso no cuesta reconocer como personajes actuales a Phil y Josie Hogan, quienes alegran su miseria en el orgullo de insultar debidamente el enriquecimiento obsceno del magnate Stedman Harder, acaudalado en el petróleo como ellos en la siembra yerma. Y por eso el mismo personaje que Steinbeck duplicó, al crear a Candy como un anciano que anticipa, literalmente, el destino de los sueños de George, es también el de quienes, año tras año, eligen gobiernos probadamente corruptos o ineptos mientras fabulan con paisajes que son solo espejismo.

Si Lennie es una excepción es porque, dotado de tanta fuerza como carente de seso, su símil es, no una encarnación actual concreta, sino la naturaleza toda del sistema: ciega, irracional, infantil, su sueño es solo letanía que no entiende. No la necesita para querer, para tomar, para matar. Por eso, tanto en la obra de Steinbeck, como en la vida real, acaso el único que puede acabar con él es quien más le protegiera. En esa neblina, mientras el final de De ratones y hombres muestra a George despertando de su sueño para siempre, en Una luna para los desdichados, lo hacen todos al mismo tiempo –Phil, Josie, James.

Hay más compasión, más comprensión y compromiso interclasista en el texto de O´Neill y en ello, siendo paradójicamente un relato no poco autobiográfico, resuena como irreal a ojos actuales, y tampoco ayuda la aparición del rico Stedman Harder como un bobo pusilánime en el montaje de John Strasberg de estos días. Steinbeck construyó el suyo como una metáfora a salvo de grandes cambios, y ésta ha envejecido sin perder conexiones con el presente. Ambas obras viajan así hacia nosotros y al mismo tiempo entre ellas.

Y nosotros hacemos nuestra parte: somos el día de George, obligado a cargar cebada para seguir pagando sueños, y somos el tiro que uno descerraja sobre lo que más amara, cuando se ha vuelto ingobernable, cuando no puede ser protegido por más tiempo. Pero también somos la noche en que James Tyrone desvela el secreto de Josie Hogan justo el tiempo que lleva amanecer borracho para poder fingir no recordarlo.
Líricas, derrumbadas sobre sí mismas y sus mentiras contadas al espejo, las noches calladas de los Hogan en Connecticut tanto podrían haber sido los restos de las que se repitieran George y Lennie en los caminos polvorientos de California, una década antes. O las nuestras, solo a salvo de espectadores distintos cada noche.

Si no fuera porque, en un mundo de hombres que balbucean la fuerza con la que aprietan –Lennie- o aflojan –Curly- o susurran la calidad última de las mentiras a la que contribuyen –Phil Hogan y James Tyrone-, ambos textos son extraña, esencialmente de quienes menos hablan de sí mismas, que es decir, de quienes mejor mienten la palabra dada o fomentada: la mujer de Curly en Steinbeck y Rosie Hogan en O´Neill. Ambas pierden, una para convertirse en ratón, otra en flor seca. Pero en un tiempo de miseria, donde la pelea por generar un dólar impregna a todos los personajes, que en ellas sea por sentirse amadas es el fruto real, el único que crece en la luna regada con pura desesperación.

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