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La apuesta
por la dramaturgia de Mortier trasciende la calidad del teatro a cuyo servicio
se pone la música (Lady Macbeth de Mtsenk, Ascenso y caída de la ciudad de
Mahagonny, o antes que él, cualquiera de las óperas de Janacek vistas en el
Real son gran teatro que no va tras la música sino delante de ella) y se
extiende al papel vivificador de la gran cultura para agitar la sociedad en que
se produce, para crear debate y remover conciencias… no es poco entre quienes
pagan los 280 euros que cuesta una entrada en el patio de butacas. Por eso es
peculiar que la apuesta por Wilson lo sea por alguien que no tiene pudor en
animar “ir al teatro como irías a un
museo, como contemplarías un cuadro… donde simplemente disfrutar la
escenografía, las disposiciones arquitectónicas, la música, los sentimientos
que todo ello evoca, escuchar las imágenes”. Sí, cierto que los cuadros
están subtitulados. No, nada en esto tiene que ver con dramaturgia, dentro o
fuera del programa ético de Mortier. Un teatro y un museo son herramientas
distintas.
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Obvio que
Marina Abramovic pertenece a la categoría “museo” y no a “teatro”, su empeño en
contarse como obra de arte tiene en Wilson el primero de sus creyentes. Pues a
la narración como disección, Wilson suma… el disecado, la amputación de toda emoción.
Su puesta en escena contiene la inmovilidad del objeto y el ensimismamiento de
quien lo observara. Impostado, pensado para embalsamar las emociones, se asiste
a sus montajes como a un guiñol. Doble en este caso, donde Marina Abramovic es la
marioneta y quien, con su relato vital de por medio, la maneja.
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La vida como
obra de arte es un invento antiguo. Sin salir de este escenario, el Werther de
Goethe –que pudo verse el año pasado- cuenta la juventud de éste. Con ese
pequeño matiz: Goethe le puso un nombre distinto a su pasado para, tomando
distancia, inflamarle vida y no solo biografía. Tuvo también la suerte de que
Jules Massenet añadiera su voz a aquella. Aquí hay menos intermediarios: Abramovic
cuenta la historia de Abramovic. Si al menos Antony cantara más de los 10
minutos que sale a escena.
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La creación
de Wilson, Abramovic y Antony… lo es en realidad de William Dafoe. Sin él no
hay nada. Paradójicamente, es lo único que lo acerca a una ópera. Componer para
un cantante es práctica habitual desde Monteverdi.
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Es
precisamente una versión del Orfeo editada por Opus Arte donde pudiera residir
la versión mejor de lo que Wilson vino a hacer –en ella las caras pálidas,
habituales en Wilson, dotan a los intérpretes del mismo rictus de muerto que ya
poseen los personajes en el Hades sin su ayuda. Otras sugerencias: Desde la
casa de los muertos (Janacek), Hamlet (Thomas) o Salomé (Strauss).
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Es toda una
ironía que coincida el ciclo operadhoy, y sus propuestas que bien poco tienen
que ver con la ópera y sí con formas abiertas y limítrofes del teatro musical o
el concierto escenificado, con que un teatro de ópera programe con estruendo
estético y presupuestario lo que tendría un más natural encaje en la sala verde
de los teatros del Canal, donde empequeñecida hasta adaptar los medios a la
idea, al menos serviría para atraer la atención que merecería la estupenda
Geschichte, de Oscar Strasnoy, hace unos días, o Sandglasses, de Juste
Janulyté, hace unas horas.
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La impostura
de que sean otros los que hablen de tu vida estando tú en escena, habiéndolo
escrito tú. Dentro sin estar. Fuera, pero apareciendo y desapareciendo de
escena como un espectro que sirviera de interruptor a los cromos helados de
Wilson.
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Muestra
sobre los límites de la narrativa escénica, donde ni la música, ni la historia,
ni las ficciones de que carece sirven para transportar nada sino un avanzar
ambiguo, sirve, eso sí, para plantear una pregunta valiosa: ¿puede la ópera ser
teatro donde la música esté en la historia más que en las voces?. Es una provocación,
como querría Mortier. Solo que empieza y acaba en la idea de ópera, no perméa
un ápice a la sociedad a la que se asoma. Ni una sola de sus respuestas está a
la altura de la pregunta.
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El inmenso Dafoe,
narrador expresionista y también su peor versión: puro duende verde de
Spiderman.
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Se escoge el
color de la pared, se elije el cuadro que resulta ser una persona sosteniendo un
marco, se elige un guía carismático, se busca a alguien que canta. Se equivoca en
la elección de quien sostiene el marco. Miranda July habría sacado mejor material
de las obsesiones, elevaciones y caídas que aquí Dafoe repite varias veces, como
si por insistencia adquiriera el valor que su enumeración no tiene. Tod Browning
lleva años muerto. Lástima.
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Pretencioso
hasta el ridículo, anodino e irrelevante, sostenido sobre el preciosismo y el énfasis
tanto como sobre las espaldas de Dafoe y Antony, y las apariciones de Abramovic
como si Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses –patetismo incluido-, es arte
por estilización del hueco, del espacio vacío. De lo que queda tras quitar al
arte la ficción: la vida a secas.
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Obsesivamente
queriendo ser epatante, ser arte a cada instante, el estupor como resumen cansino.
Y sí, cuenta cosas interesantes. Otra cosa es que ninguna de ellas sea las que
querrían Mortier, Wilson o Abramovic.
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Enésimamente,
cómo Wilson es la elección perfecta para contar la historia de quien se limita
a narrar -¿o es enumerar?- su vida: él siempre está al servicio de sí mismo. Sus
montajes tratan de Wilson. Y esto es lo más Wilson que Wilson habrá hecho
nunca: Antony es la voz más reconocible posible, Dafoe es uno de los rostros más
personales del cine, Abramovic es Abramovic: su simulacro, su alegoría, su
resumen, su testigo. Todo junto sin salir de un solo nombre.
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3 comentarios:
impresionante como siempre la crítica chispita! :P
mmm ...entonces me la puedo perder! de todas formas habría entendido la mitad creo! :P
¿habrías entendido la mitad?... qué suerte :P
jeje...es un decir... jejeje! seguramente "ná de ná" :P
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