La paradoja que envuelve la anterior es que Follies no necesita de la
ayuda de la política municipal madrileña, y su propia conversión en show de
variedades, para hablar majestuosamente de la nostalgia inserta en lo que, aún
perdido, sigue aquí, resplandeciente. Las escaleras que suben y bajan todos
incluye una ironía que Stephen Sondheim apreciaría en lo que vale. No es que
esté precisamente oculta, por supuesto. Para empezar, porque este montaje vale
su peso en oro desde el principio al final, a cualquiera de sus finales,
creados por Sondheim o traídos de los periódicos estos días.
Follies empieza por el final y trata de un final que aúna varios, más
mezquinos, menos camuflables con plumajes o guiones sabidos de memoria. La vida
misma. O su previo, porque, de hecho, tras la cortina que es telón, es el
propio Gas el que recorre el escenario vacío, linterna en mano, antes de que
las proyecciones de las coristas iluminen la tela como fantasmas que ya no
dejarán de repartirse la obra hasta el final.
El de un género que se fue para no volver es, en sí mismo, el espectro
de buena salud relativa que Gas representa en este teatro tanto como Weismann
en el suyo. Solo Vicky Peña es, por sí misma, al menos cuatro chicas Gas –esta
gloriosa Phyllis Rogers, la mujer que sostenía con un monólogo de casi una hora
el primer acto de Homebody Kabul, la maravillosa Miss Lovett de Sweeney Todd en
1998 y la maravillosa Miss Lovett de Sweeney Todd… en 2008. Follies habla de
ella, en este mismo escenario, durante década y media.
También de los celos. Entre Buddy y Ben. Entre Phyllis y Sally. Entre cada
uno de ellos consigo mismo, entre el que pudieron ser y que finalmente fueron. Cómo
no pensar que también de los celos que un político mediocre pueda sentir hacia
alguien como Gas, que sí puede contar su prestigio razonado en obras contantes y
sonantes. Por no faltar en este juego de espejos que vienen de la partitura y
de los periódicos, incluso la crueldad y el desprecio que Benjamin/Hipólito
escupe hacia su mujer Phyllis/Peña es también la del político con poder que ya
no ejerce en público, pero sí en privado, acaso con la misma impunidad con que,
en la política, la gestión de lo público se rige por la apetencia de lo meramente
privado. Tan vigente en los Estados Unidos de Nixon de 1971 como lo sea hoy día
en la España de álvarez cascos, camps o matas.
Si la lista que Wisemann enumera para contar su caída –Follies, teatro,
teatro de repertorio, cine, cine porno, finalmente derribo y construcción de un
parking- suena al recorrido moral de un partido político, la adaptación de
Roser Batalla y Roger Peña salva brillantemente lo que la canción “I´m still
here” cuenta en el original sobre la caza de brujas a la que sobrevivió, y en
boca de Massiel es explícitamente su propio periplo, como trasunto de esa otro
exorcismo que fue el tránsito a la democracia en España.
Un teatro, salvo que sea el de Brook, Strehler, Brecht o este de
Wisemann, es el de los autores y no el de su gestor. Y un musical es el lugar
perfecto para debatir los límites de lo anterior –en él confluyen los
encargados de la letra, los que de la música, los que de ambas. La prueba de lo
primero es que Follies solo es de Sondheim y de James Goldman. La prueba de lo
segundo, es que, sin haber compuesto una letra o subido a cantar una sola vez,
Gas está detrás –y aquí delante- de logradísimos montajes de Sondheim en
nuestro país –antes de Follies, Golfus de Roma, A little night music, Sweeney
Todd. Solo el Into the Woods, de Dagoll Dagom entra en esa lista.
Si la gloria de Wisemann sucede entre las dos guerras mundiales, la de
Gas luce entre la enorme dificultad, y el logro de igual tamaño, de abordar cada
una de esas obras… inexplicablemente de camino hacia la siguiente. Y al
contrario que Wisemann, el teatro no es suyo. No necesitaría el riesgo. Si Follies
habla de esa metáfora perfecta de lo teatral –esto no volverá, es irrepetible
porque se crea y muere en cada representación-, el papel de Gas, aquello por lo
que será recordado, acaso irrepetible, ha sido meterse en guerras de las que ha
salido asombrosa, magníficamente vencedor sin necesidad de librarlas. ¿Qué tal
la medalla Wisemann al mérito en combate?
Las chicas Weismann no volverán –advierte Gas en cada representación. El
exorcismo suena a burla, naturalmente. Clásicamente Sondheim, lo es la propia
naturaleza de la obra: burla a la convención, a lo previsible, a lo fácil. Ecuación:
mientras los musicales de éxito masivo llenan sus versiones-franquicia con
caras famosas que no superan los treinta años, Follies exige… que ninguno de
sus protagonistas baje de los cincuenta años. Es una gloria ver al propio Gas,
a Josep Ruiz, a Massiel, a Asunción Balaguer, a Mamen García, a Lorenzo
Valverde ser aplaudidos, el teatro en pie, cuando lo que se aplaude es una
historia hecha de pasado y de un vigor que lo trasciende. Que es, por supuesto,
la del musical en sí. También a eso se asiste como a algo en lo que resulta
difícil creer que volverá… aunque lo haga cada día hasta el 8 de abril.
Embalada en un final que encadena cuatro números magníficos, la segunda
parte de Follies tiene algo de resumen, de grandes éxitos –aunque hable de
grandes fracasos reconducidos finalmente. Recuerda a ese otro Follies que, bajo
la forma de un homenaje al Weismann real, se estrenó en Broadway en 2010 con el
título de Sondheim on Sondheim, con el propio autor como hilo narrativo de su
obra. Así, como si saliera a saludar rodeado, no del multitudinario elenco de
estos días, sino del que saldría de juntar todo cuanto haya subido a este
escenario en sus ocho años de director del Español, Gas se asoma a su final sin
final (mañana hay sesión) logrando hacer mentir al propio Weismann. Al caer el
telón, no es una grúa lo que viene a hacer un parking en su espacio, sino más
gente a sentarse en las butacas. El teatro se cae, como quería Wisemann. Pero
queda, como merece Gas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario