18 octubre 2011

mira mis manos construir el mundo


Una de las lecturas que sugiere El árbol de la vida, de Malick, tiene que ver con dónde empieza a poder ser narrada una historia. Dadas las dos horas escasas que tienes para levantar y terminar una historia, dónde la empiezas suele ser a qué hora de hoy. Lo primigenio en cine es como el aroma de lo que ves a sus intérpretes oler: solo puede ser imaginado. Retroceder hasta el principio de la vida en la tierra para contar la dificultad de amar y ser amado, de criar y preservar afectos, de relacionarse con la sensación de trascendencia, es un viaje hacia ese olor, hacia esa cualidad de lo que, solo mediante un poderosísimo ejercicio de abstracción, puede conectar un volcán con la lucha de una familia estadounidense en la década de los cincuenta por permanecer unida.
Imaginar los lazos de recelo, sobrecogimiento o indefensión que unen un magma con otro, el geológico y el humano, equivale a creer que lo que no puedes oler existe ahí, delante de tus ojos. Su posibilidad, la conexión de lo infinito dentro de nosotros –el dolor, el amor, la ira- con lo infinito que sucede en el espacio y en el tiempo, lleno el universo de la misma casualidad, destino o milagro que llena a los seres vivos de esos gases. Tan hechos de atracción y repulsión hacia quienes amamos o nos rodean, como la gravedad y la energía oscura atraen y estiran respectivamente la materia y la energía cósmica en todas direcciones.
Como ambas, el recuerdo es un ladrillo ubicuo con el que construir el presente y el futuro. Lo empleamos sin cesar y sin poder evitarlo. Acaso porque, si no es lo único que tenemos, es lo que más a mano encontramos cuando no encontramos nada más. También la idea de lo divino es un recuerdo de especie, uno sin cuya gravedad es posible vivir, pero no desconocer. La recurrencia a un dios es parte, sino de cada uno, sí del mundo que tenemos, para bien y para mal. No uno, sino dos dioses vertebran El árbol de la vida: el de la naturaleza y su maravilla en constante evolución, y el de una presencia a la que dirigirte cuando el asombro o la impotencia no hallan otros interlocutores. Pero es el segundo el hijo del primero y no al revés como podría suponerse: es la conciencia humana y su fragilidad la que no sabe llegar hasta este punto sin ayuda. Lo que ha rodado Malick es un rezo y la historia simultánea de la sordera de un dios, al que pudiera bastar contestar con leyes físicas y tablas químicas. El árbol de la vida, sembrado y abandonado después, es aquí el que planta Pitt junto a sus hijos a la media hora de comenzar la película.

3 comentarios:

quidam dijo...

¡Qué gran película! Cine nuevo. No me canso de verla.

A.Pérez dijo...

recomendada entonces?

uliseos dijo...

... pregunta a diego :P