25 octubre 2011

El arte de la simulación


Un alcalde recién nombrado que cree un farsante, un actor, a todo el que entra en su despacho a pedir algo. El portero de una finca que difunde la existencia de fantasmas para poder robar sin sospechas. El hijo del hombre que acaba de morir, que se presenta a exigir del benefactor de su padre la misma manga ancha de que gozara aquel. La mentira o su posibilidad, y el abuso que esa distancia permite emboscar o recelar vertebra el ciclo pausado que viene pudiéndose ver de Eduardo Di Filippo en los últimos tres años. Y que se ve como una misma farsa que atraviesa El arte de la comedia, Con derecho a fantasma y Yo, el heredero, en la que alguien crea un espejismo en el cual amparar sus fechorías o, como en el primer caso, poder ser víctima de ellas. Es un tipo de chantaje que sin problemas asocia uno a la Italia de la primera mitad del siglo pasado en la que fueron escritas. Y en la que, como en aquella Italia del fascismo, por cada vividor o dueño de un ego inmanejable, hay una víctima que reacciona como nadie esperaría: el médico Quinto Bassetti, dignísimo buscador del honor ganado aunque sea en un pueblo perdido; Pasquale, que escoge seguir viendo al fantasma y no al amante de su mujer; la joven que al intentar la ingratitud, se encuentra la libertad. De un lado, alcaldes que no toleran ficciones parecidas; soñadores descuidados y fantasmales; acaudalados hombres de negocios cuya caridad compra el derecho de burla. De otro, empresarios teatrales con el poder de lograr en el engaño lo que de otra forma no; dueños in pectore de fincas que saquear; carteristas con el poder de amenazar a quien se viene de robar. La lista de aquellos de los que abusar y de los que defenderse es ambigua, las voces de ambos lados cambian hasta parecer la del otro. Escritas hace casi un siglo, hablan de esa cualidad tan presente en esta política actual a la que, como teatro nefasto, asistimos: la posibilidad de negar las razones del otro mientras las usas como propias.

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