17 octubre 2006
nueva eshpaña, 4
En la medida en que nada menos estético que la precariedad, ha de verse la zona hotelera que reluce Cancún como un logro estético, y la humilde, por felizmente exigua, experiencia de estos días cuenta la imposibilidad de hacer bajar de ese piso elevado de la opinión a oriundo alguno, por más que uno lo intente. Es prosperidad la sopa de cristal y hormigón, de escaparate y de neones, y la explicación que trate de combatir la visión que observa de faisán del paraíso las plumas de la gallina de huevos semejantes es una que ha de pasar antes por el imposible, por violento, de separar en la explicación lo pintoresco y la pobreza. Uno trata de ser orientado hacia lugares que frecuenten los mexicanos y no los turistas, y por mucho que las indicaciones tachen de groseros los escenarios que frecuentan éstos últimos, el taxista le conduce a uno al lugar en que concurren los mexicanos en masa por aquí: un novísimo centro comercial del que quizá sólo ellos distinguen la nacionalidad de los cristales que lo tapizan. Se parecen el sueño del turismo y el sopor del nativo que vuelve dormido en autobús a las seis, después de trabajar todo el día sirviendo mesas. Y si son parecidos es porque ambos, para defender su paraíso acristalado, dirían venir de lo que ha de ser el infierno. Otra cosa es que incluso en el concepto de infierno convivan semejantes, abismales diferencias, y que sean tan obscenas que, traídas de aquí y allá y expuestas en fila, darían para una hilera de escaparates que llegara al horizonte.
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