13 abril 2006

del muerto y los honores

Las ruedas sobre las que se desplazan las Divinas Palabras que Valle Inclán escribiera transportan la deformidad de una de ellas –la palabra honor- subida a un carretón –un carro pequeño- en el que, una vez matado su infeliz ocupante, quienes se pelearan por exhibirlo y con ello labrar, en limosnas, su fortuna, arroparán entonces esa palabra sagrada, creyendo el suyo respectivo a la intemperie. Poco se destripa a estas alturas: muerto el deficiente, la mujer que lo explotara en ese trance decide dejar el cuerpo, cadáver dentro de su noria, a las puertas de la casa de la segunda mujer con la que se turnara al infeliz. Al descubrir ésta el muerto, ya de mañana, no es un deseo de justicia, de dilucidar su muerte, lo que la sobreviene: como si en el carretón únicamente cupiera una idea, no piensa en alejar lo injusto, sólo en alejar la deshonra. Así, decide devolvérselo a aquella, y quizá ésta habría hecho lo mismo de nuevo, y se habrían pasado la obra hasta que el hedor de la decencia, descompuesta de tanto traslado a escondidas, fuera más intenso que el del desdichado. No ayuda mucho, a quienes asisten a ella desde dentro y a quienes desde fuera, que el rostro de lo justo sea, en la obra, el de dos guardias civiles chusqueros que, en la impotencia de no hallar al que buscan, voceen la amenaza de arrestar a todos, por si acaso. En ambos casos, se crea un segundo delito al no reconocer el delito anterior: al igual que quienes hallan en la ausencia de uno la prueba de la culpa del resto, la mujer que arrastra el cadáver de noche y en secreto se hace acreedora de sospecha al no exhibir públicamente el crimen. Y si importa más ese doble errar consciente que la observancia de lo justo es porque, como sucede con el desdichado inquilino del carretón, la deformidad, según sea exhibida, tiene sus recompensas, y ubicar el honor donde debiera ir la justicia, no es, hoy siquiera, un tumor con menos prestigio.

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