Han pasado ocho años desde que el gran Pablo
Vázquez, desde dentro de Sí, pero no lo soy, de Alfredo Sanzol, sufriera en
alta mar la añoranza de los Sanfermines, un dolor “de animal herido” que conjuraba, y perdía, en el escenario que
simulaba una discoteca en la sala pequeña del María Guerrero. Vázquez es estos
días, espléndidamente, el bufonesco Costra en el montaje de Trabajos de amor perdidos,
en los Teatros del Canal. Que es decir, el encargado de procurar el amor de los
personajes, saboteándolo. Extrañamente, ni una sola de las no escasas veces en
que el motto de la obra –“Navarra será el
asombro del mundo”- se repite, lo es en presencia de Vázquez. Como si, a
medida que las vanas promesas de negación del amor naufragan, el que más
supiera de ellas estuviera en otra parte. Probablemente en Pamplona.
29 abril 2016
22 abril 2016
21 abril 2016
y nada más que la verdura
Hay algo en la propuesta de Luis Felipe Blasco Vilches en El jurado, estos días en Matadero, que escoge no emplear lo mejor que ofrece. Sustentado en nueve personas que, como jurado popular, han de decidir sobre la suerte de cierto político juzgado por corrupción, pasa del primer impulso colectivo –dictar sentencia sin evaluar una sola de las pruebas que se les pide analicen- a la idea más poderosamente nítida –cómo al menos la mitad de ellos podrían no estar ni remotamente cualificados para el trabajo que se les encomienda.
Espejo no tan paródico de pasotas a los que solo les
interesa acabar pronto para llegar al fútbol, de semiadolescentes que solo
saben reír y fumar, de amas de casa de contundente ignorancia, o empresarios de
colmillo fácil, el patetismo del grupo, su déficit de compromiso democrático y
judicial pronto da paso a un argumento personalizado que, uno a uno, va cayendo
en su propia incapacidad para juzgar, dado que no parece haber un solo inocente
entre ellos.
El proceso sibilino de socavación del jurado, paralelo al
que una y otra vez renuncia a evaluar las pruebas contra el acusado en la fe de
que “todo el mundo sabe que es culpable”
desemboca en un retruécano, por el que quien más íntegro parece acaba siendo el
mismo tumor que se han reunido para extirpar. El fracaso de la sentencia,
ligado a la duda razonable sobre las pruebas, se encarna forzosamente en la de
quienes le juzgan sin preparación o libertad de juicio sobre lo que juzgan.
La justicia acaba, así, contando de sí misma lo mismo que
de la política: la dependencia tanto de las pruebas como de las personas
adecuadas para encarnar la mirada justa. Cuán si no hay política sino
políticos, pudiera no haber justicia sino jueces, no países sino ciudadanos. No
ciudadanos sino seres con necesidades o prioridades cambiantes.
de la materia de los sueños iguales
De las vidas secretas que James Thurber fabuló en las
páginas de The New Yorker durante tres décadas, la de Walter Mitty –un hombre
con la capacidad de soñar despierto en plena calle, mientras hace cola en una
tienda o espera a que el semáforo cambie de color- adoptó en su primera
encarnación en cine, en 1947, el aspecto, más liviano, de la primera actividad
de Thurber –el dibujo- y la en la segunda, de 2013, el más denso de la
escritura.
La película dirigida por Norman Z. McLeod hace casi
setenta años, una comedia musical al servicio de las dotes gestuales de Danny
Kaye, y cuyo personaje clonaría Donald O´Connor seis años después en Cantando
bajo la lluvia, es un catálogo de ensoñaciones, generalmente musicales, como
sombra irreal de la vida aventurera que el hombre cotidiano de 1947 había
cambiado por un trabajo a horario completo.
La actualización que Ben Stiller dirigió, protagonizó y
escribió en 2013 eliminó la parte cantada y añadió el desasosiego de la soledad
del hombre inmerso en esa otra ensoñación moderna, las redes sociales. A
igualdad de infelicidad con las rutinas de su vida, el Mitty del siglo XXI se
transmutó en el espejo inverso del Cándido de Voltaire: alguien que a medida
que fracasa, gana, aunque no lo advierta. Qué sino la cartera olvidada en casa
de su madre es el jardín que espera tu regreso en el relato de Voltaire.
Si la vida de actor era, a mediados de siglo pasado, una
de las ansiadas a ojos de quien fabulaba sus días siempre distintos, la versión
de Stiller actualizó el ideal sustituyendo la autoparodia de Kaye –un cómico
haciendo de cómico tras la cara de un hombre anodino- por la del fotógrafo de
viajes, escasamente localizable, críptico, ajeno a los ritmos del mundo. Y cuyo
rastro acaba obligando a Mitty a llevar la vida que nunca soñó que llevaría,
aunque no parezca consciente de ello hasta el final.
Lograda la revelación personal y ampliada hasta desdeñar
lo que te hace mantener el empleo, la capacidad de Mitty para la ensoñación
desaparece a medida que su vida consiste en sobrevivir despierto a lo que le
ocurre. Al contrario que en la película de 1947, el Mitty contemporáneo deja de
serlo cuando la película termina. O eso piensa.
Y no es que el ajuste sea sencillo, en 1947 o 2013: en
otro de sus relatos, Thurber cuenta cómo los “libros sobre eficiencia mental no regatean detalles acerca de cómo
conseguir un ajuste magistral… pequeños altercados en la mesa del desayuno, inconvenientes
rutinarios en la oficina, familiares ansiedades causadas por el dinero y la
salud, el conjunto de las contrariedades cotidianas con las que todos topamos y
que usualmente superamos sin excepcionales dificultades”. Y que tienen en
los Walter Mitty los héroes de los inadaptados.
Sin el uso desastrado de las redes sociales en sus manos
en la versión de Stiller, casi podría parecer que la normalidad, el equilibrio finalmente
logrado entre lo que tiene y lo que quiere, es una ensoñación más, una que compartir,
en un bar, con el Theodore
Twombly de Her, la película de Spike Jonze, que ve las mismas visiones que
Mitty con solo mirar su teléfono móvil.
20 abril 2016
Numancia manque pierda
Si Eurípides retrocedió ochocientos años para narrar en
Las troyanas el asedio de la ciudad a manos griegas entre el siglo XII o XIII
A.C., Cervantes duplicó la distancia al narrar en El cerco de Numancia el
asedio romano en el siglo II A.C. El griego anexó la ira de Posidón y de Atenea
contra la flota que regresaría a Grecia tras diez años de asedio, y el español introdujo
dos dioses –España y el Duero- que profetizan el auge de la raza entonces
derrotada a manos de Felipe II en tiempos cervantinos. Si la intención de
Eurípides era condenar la guerra sin distinción de bandos, la de Cervantes fue honrar
el espíritu de quien regresa a la conquista (esta vez de las Indias) para
vengar pasadas derrotas.
Se representa estos días en el Español el texto
cervantino, y junto a lo suprimido –matar y comerse a los prisioneros romanos
que atesoran- reluce, como compensación, una ampliación de la profecía a manos
de los adaptadores, Luis Alberto de Cuenca y Alicia Mariño: sus visiones
sobrepasan la era cervantina y llegan hasta la nuestra: se aventura la pérdida
del Imperio con que Cervantes compensara la pérdida de Numancia, se augura la
guerra civil (ese otro asedio sin ayudas), la pacificación europea, el tiempo
de bonanzas, crisis y amenazas actuales.
El resultado, amén de escénicamente logrado, es
paradójico: lo que en el texto salva a los Numantinos de su muerte absoluta –la
esperanza de ser vengados en el futuro- es, en escena una idea más humana que
patriótica, y también más cara a Eurípides: la derrota cíclica. Cómo perder en
el siglo II, ganar en el XVII, perder en el XIX, perder de nuevo en el XX o
ganar en el XXI pudieran ser solo caras que se turnan la moneda.
No hay imperios sino rachas de buena suerte –parece decir
el augur. Y los desdichados que, como Escipión, sitian una ciudad para no
mancharse las manos ya manchadas, o los que, como los Numantinos, se matan para
no ser rendidos, para no ultrajar a una noción de patria al mismo tiempo que
sus vidas, son apenas actores. Distinguir entre público y ejército contrario,
tan claro a ojos de Eurípides, debió serlo tanto más a mano de Cervantes, que
purgó en cárcel argelina el desdén de un país hacia sus héroes cuando pierden,
y ya en tierra propia, vivió el desamparo económico como alguien sitiado dentro
de su propia impotencia.
Es un alivio para éste que la versión de Mariño y de
Cuenca haya esperado cuatrocientos años para no clavar el cuchillo en carne tan
aseteada como la de Cervantes.
19 abril 2016
plan b
Allí donde más improbable es no advertirlo, en un
escenario, Denise Desperoux parece haber lidiado con ese trauma de la decisión
literaria que es al elegir un tema, desechar sus variantes próximas. Pues dos
de sus textos que vienen de ser representados, o aún siguen en cartel, tocan
los mismos temas, con parecida sorna y mirada compasiva sobre sus efectos. Uno puede
entrar estos días a ver Carne viva en La pensión de las pulgas y seguir viendo
Los dramáticos orígenes de las galaxias espirales, hasta hace nada en el María
guerrero. El mismo universo, conspirando para que no recuerdes de qué te suena
todo esto.
16 abril 2016
puerta trasera del sueño americano
Cincuenta años después de que Kim Philby fuera reclutado
por la KGB junto a cuatro de sus compañeros en Cambridge, Michael Cimino
imaginó que sendos estudiantes de Harvard de 1870 terminaban sus días convertidos
en bandos de una guerra fría por fuera, hirviente por dentro. Contando una
guerra dentro de otra, la de muchos expuesta a la de pocos, la propia película
–La puerta del cielo- acabó por convertirse en una: cuadruplicado su presupuesto,
arruinó a United Artists y lanzó la película a un pozo de críticas destructoras
del que solo salió bien entrado el siglo XXI, cuando la versión que
inicialmente proyectara Cimino –casi cuatro horas- vio la luz.
La penumbra que venía de fuera, de su pésima acogida,
venía también de dentro: los propios materiales que la formaban eran pura
oscuridad escupida a la cara de un país que se lanzaba ese mismo año al lifting
ideológico del liberalismo sin pudor en la era republicana inaugurada por Reagan,
elegido presidente dos semanas antes del estreno de la película.
El cielo abierto a la nación más poderosa del mundo era,
en la versión de Cimino, el infierno que hubieron de arrostrar quienes,
procedentes de otras partes del mundo, recorrían América a finales del siglo
XIX en busca de las oportunidades que la vieja Europa, agotada en guerras desde
hacía siglos, no podía ya ofertar. Y que, como en lo sucedido en Wyoming en
1890, desembocó en la guerra desigual entre los propietarios de ganado y de
amplias franjas de tierra, y los inmigrantes que malvivían en condiciones de
precariedad cuando no de la semiesclavitud tan cara a ese país.
Cimino no fue tímido mostrando la crueldad de los colonos
hacia quienes bajaban de los trenes con tanto polvo acumulado en el alma como
en sus pertenencias traídas desde el otro lado del mundo. Para equilibrar,
instaló a un sheriff a la antigua usanza –idealista, honrado, a prueba de
rendición- liderando la resistencia de los débiles. Y enfrente, indolentemente
del lado de los criminales, a quien fuera su compañero en Harvard, unas tres
horas antes.
Como relato del malestar de una nación consigo misma, la
historia del combate desesperado de un grupo de granjeros centroeuropeos contra
un centenar de pistoleros a sueldo es menos relevante que el origen de quienes
simbolizan los dos extremos: quienes, a igualdad de formación, derechos y
posición acomodada, acaban viviendo en países al parecer distintos, tan
alejados de sí que una bala puede cruzar de uno a otro y alcanzar en el camino
a cuantos pasen por allí.
Sin que lo sepamos aún, una de las partes más crueles de
la película sucede al principio, sin pistas aún de lo que habrá de suceder:
cuando, en la ceremonia de graduación en Harvard, escuchamos el discurso del
rector acerca del valor sagrado de la educación, de cómo ésta, adecuadamente
exigida, creará un país mejor, de valores mejores y misiones más elevadas. Como
un prefacio para la historia opuesta.
La miseria humana, hecha en cualquier lugar de miedo y de
ambición, restalla en el permiso presidencial que valida la ejecución de
cuantos inmigrantes se consideren sospechosos de robo de ganado, que resulta
ser la lista misma de habitantes –hombres y mujeres- de un pequeño poblado de
Wyoming. Pero también en la respuesta del alcalde –acaso polaco, húngaro o suizo,
como los amenazados de muerte- al ofrecer al sheriff entregar a cuantos
demanden los asesinos.
Mayoritariamente lírica incluso si entreverada de
devastación, y atravesada por un trío amoroso que recuerda a esa otra obra
magnífica y singularísima que es La leyenda de la ciudad sin nombre (1969),
entre la puerta cerrada que ve la Asociación de ganaderos y el cielo al que
piden ayuda los inmigrantes, un tercer personaje, salido también de Harvard
junto a los otros, surge para aportar el espacio entre el héroe y el miserable.
Empobrecido a diferencia de sus dos compañeros de aula,
empleado misérrimamente en el apeadero del ferrocarril, donde vive refugiado en
la indiferencia ante la injusticia que ve a diario, y que acaso no juzga muy
distinta de la suya, cuando su conciencia le impulsa finalmente a actuar, su heroísmo
resulta el más valioso de cuantos contiene la película: porque, fácilmente
actualizable a nuestros días, sin hacer nada salvo asistir al crimen podría
verse favorecido por el descenso de la mano de obra disponible.
Y porque, no yéndole en ello ni las motivaciones a sueldo
del sheriff ni las que defiende la oligarquía ganadera, su sacrificio es
genuino. Siendo el que más razones tiene para haber olvidado el discurso que
escuchara el día de su graduación, veinte años atrás, es el que mejor parece
recordarlo.
15 abril 2016
El hombre que sabía lo que debía
Parece irreal hoy pero en 1954, en Francia, aún era
posible tardar en leer una revista sobre cine mucho más de lo que se tardaba en
ver una película. François Truffaut comenzó a dirigir cine apenas un año
después de empezar a escribir en Cahiers du Cinéma. También Jean Luc Godard. No
Eric Rohmer o Jacques Rivette, que habían empezado a dirigir antes de la
fundación de la revista. Todos ellos parecían saberse a Hitchcock de memoria. Es
curioso considerar a éste como uno de los padres fundadores de la Nouvelle
vague.
La escritura como acto fílmico –“la crítica para mí era hacer cine” -diría Godard- necesitaba de
modelos vigentes y algunos fueron hallados allí donde pocos miraban en esa
década. Hitchcock fue uno de ellos. Y como Howard Hawks, uno de los más
extrañamente anunciados: mientras Cahiers du Cinéma buscaba en Hollywood, en
éste era imposible encontrar aquella. La condición de autor mayor adjudicada a
Hitchcock era acaso un concepto que, más allá de Orson Welles, la industria
norteamericana tenía dificultades comprensibles para entender: durante tres
décadas Hitchcock hizo ganar mucho dinero a los grandes estudios en los que
trabajó. ¿Cómo podía ser un autor un director que llenaba cines con cada
película que hacía? ¿alguien que necesitó rodar dos veces algunas de sus
películas para saberlas logradas?
El principal rasgo de un autor –generar escuela o quien
te honre- llegaba demasiado pronto para ser advertido: algunos de los que luego
admitirían sentirse influidos por Hitchcock -Polanski, Scorsese, Lynch,
Spielberg o de Palma- no empezarían a rodar hasta una o dos décadas después. “Escribir con la cámara”, como dijera
Truffaut, partía de un trauma de base en una industria como la estadounidense
en la que escribir era una actividad a sueldo sometida al férreo control de los
productores. Un año después de que Truffaut publicara su reivindicación del
estatus de autor, William Faulkner aún escribía guiones pagados por el dinero
que crecía en Hollywood. Había que ser francés para entender el matiz. O
inglés.
Quizá esa sensación de pertenencia explica el
entendimiento que Truffaut y Hitchcock consolidaron en 1962 en una entrevista
que aquel solicitó para analizar la filmografía de éste y que se prolongó
durante ocho días. Lo inusual del formato –un director de éxito y filmografía oceánica
a sueldo de los grandes estudios, contrastando su visión de las posibilidades
expresivas del medio en conversación con un representante treintañero de una forma
de impresionismo cinematográfico- vio la luz en un libro magnífico. Es una
ironía no menos grandiosa el que, tratando de la autoría como vector de la
escritura artística, cincuenta años después ese libro fuera llevado a cine por Kent
Jones en 2015, con resonancias de best seller.
Veinticinco años después de aquel libro, Guillermo del
Toro escribió el suyo a instancias de una colección auspiciada por la
Universidad de Guadalajara. A la manera de Truffaut: iniciando como crítico su
carrera de cineasta. La enumeración de los rasgos morales del cine de Hitchcock
–“la culpabilidad del inocente, la culpa
como situación necesaria para la redención por amor, la transferencia de culpa
o el padecimiento resignado”- hablan también de lo que Truffaut advirtiera:
la sombra de la virtud –autoría- inserta en el corazón mismo del pecado –la
rentabilidad comercial.
Es un rasgo que subsiste hoy, férreamente anclado en
literatura, cine, teatro o música: cuán la autoría, la pureza inmaculada de la
expresión artística, parece requerir de un cierto fracaso para no levantar
sospechas. Si la libertad artística tenía como función conjurar la
transformación de la obra en producto, del Toro la advirtió ya en la naturaleza
misma del cine de Hitchcock, basado en la irrupción del malestar en un entorno apaciblemente
ganado: “Hitchcock supo que el caos y el
orden necesitan uno del otro para existir y que la ausencia de uno de los dos
es enfermiza. El orden sostenido durante largo tiempo conduce inevitablemente
al caos y éste adquiere a la larga rasgos sospechosamente predecibles, para
desembocar en una especie de orden”.
Incluso sin considerar que Hitchcock era, en sí mismo, como
persona y como cineasta, un producto perfectamente acabado en 1962 y décadas
antes, si el propio Truffaut se vio tentado a reconsiderar su postura, no
necesitaba mirar muy lejos: entre la publicación de sus textos en Cahiers du
Cinéma en 1954 y la realización de la entrevista en 1962, la autoría del
Hitchcock cineasta se había transformado en la fábrica Hitchcock de episodios
televisivos a sueldo literal –él mismo citaba, con no poca sorna, al
patrocinador de cada capítulo- de un medio que vivía y vive de encapsular
formatos sabidos, predecibles, mil veces repetidos. Y eso ocurrió en medio de
la época en la que entregó obras maestras como ¿Pero quién mató a Harry?, El hombre que sabía demasiado, Vértigo, Con
la muerte en los talones o Psicosis.
Educado en la crítica cinematográfica uno, en el cine
mudo el otro, el gesto les unía: el de reivindicar un lenguaje que podía ser
simultáneamente personal y universal, hablar de millones de espectadores sin
dejar de hablar de quien lo firmaba. Ese lenguaje, actualizado por el
documental de Jones, contiene, mayoritariamente en inglés, lo que sesenta años
antes el francés arduamente persiguió: muchos de los directores que aparecen en
el documental hablan de Hitchcock a través del libro de Truffaut que leyeron de
niños. Quienes entramos al cine a verlo en versión original también leemos
mientras hablan.
14 abril 2016
tentación/ ingredientes
La aportación de Nikos Kazantzakis a la peripecia de
Cristo, que Scorsese empleó para vertebrar su resumen de dos horas, no aventura
inicialmente nada mucho más raro que lo que recogen los Evangelios: Judas es en
sus páginas un guerrillero que lucha contra los romanos. Jesús hace cruces para
éstos y le acarrea las críticas de su pueblo por colaboracionista. Sufre de
amor por Magdalena. Judas es enviado a matarle y no puede –“iré contigo mientras lo entienda” –dice
en la película. Incluso lo que hace decir a Jesús –“quiero que dios encuentre a otro, quiero
crucificar a cada uno de sus Mesías”- es, advertido el diferencial de visiones
recogidas en los evangelios, acaso lo mismo que Cristo habría dicho de sus
memorialistas.
Al cabo, Kazantzakis construye su relato con la técnica
estricta de cualquiera de los evangelistas: manteniendo mucho del material
previo y añadiendo visiones específicas donde otros no. El bautista existe tal
cual. También sus milagros, la curación a ciegos, leprosos, endemoniados. Lázaro
baja y vuelve de la tumba. Expulsa a los cambistas, acude al huerto de los
olivos, parte el pan, reparte el vino o lo crea en las bodas de Canaan. Pedro
le niega tres veces. Es crucificado. Justo ahí empieza la parte interesante.
E incluso esta no es, como visión de un agonizante, muy distinta en
intensidad y proyección desbocada a las que Juan volcó en el Apocalípsis. Kazantzakis
eligió bien la causa del delirio –la tentación del demonio- y no tuvo que
buscar muy lejos: la recogen los cuatro evangelistas. El logro de Kazantzakis -poner
a Jesús a perder momentáneamente esa batalla, a creerse perdonado en la cruz,
liberado de la misión que se le encomendase, libre de criar una familia y vivir
como cualquiera- es, en sus lectores y espectadores airados, el de analfabetos
esenciales antes que ideológicos.
Hay que ser estupendamente mezquino para entender que la compasión, el amor
y el perdón que emana Jesús en las escrituras es producto exclusivamente de su
gen divino, y no de la condición esencial, hondamente humana, plenamente
cercana al dolor que le rodea y que le busca para ser aliviada. El sueño del
Jesús de Kazantzakis –vivir como cualquiera- es trágicamente humano. Y ni
siquiera en ello deja de creer en su dios.
Si algo, más apunta contra la barbarie que rezuma el Antiguo testamento que
contra el nuevo. “Dios no necesita
sacrificios de animales” –clama contra la ley dada a Moisés sobre el tabernáculo
y demás zarandajas de la charcutería. “Dios
no es un israelita” –clama después. Y ni eso es necesario para ver en él a
un revolucionario: cuando los sacerdotes del Sanedrín le entregan a Pilatos
para que le crucifique, están trayendo la guerra del Antiguo testamento al
nuevo, la de un dios salvaje contra uno que dice perdonar a través de su hijo.
Nada de esto tuvo que inventarlo Kazantzakis. “Dios no me lo cuenta todo de una vez” –clama su profeta en una
frase legendaria, que podría firmar cualquiera de los evangelistas.
13 abril 2016
El nacimiento de una noción
Europa enmudecía de horror en el ecuador de la I guerra
mundial cuando David W. Griffith extrajo de la mudez del cine de 1916 un grito que
pocos podían oír entonces, ni por las posibilidades de un mensaje humanista en
tiempos de guerra, ni por su complejidad pasmosa, el montaje que enhebra cuatro
historias separadas por siglos, o por su metraje a la altura. Vista hoy día,
Intolerancia reluce como un logro asombroso que no exige un ápice menos de lo
que hace un siglo.
Y sin embargo, su gigantismo, incluido el presupuestario,
es el de la Alicia de Lewis Carroll: de los inconcebibles decorados y el
ejército de extras reunidos en una de las historias, se pasa a la pequeñez
semiparalizada que atraviesa la historia de una madre indefensa a principios
del siglo XX. Los trajes que ilustran la Francia cortesana de 1572 son, un
minuto después, los harapos que visten la Judea de hace veinte siglos. Una y
otra vez las historias se interrumpen para saltar de tiempo, espacio, ritmo y densidad
dramática.
Masivamente innovadora para advertir sus propias costuras,
como una suerte de Apocalípsis now en el que se hubieran insertado partes
enteras de La conversación (1974), es una carrera hacia la complejidad que acepta
pagar todos los precios que conlleva. El más obvio, utilizar los intertítulos con
fines más pedagógicos que unificadores, más para ubicar al espectador en los
rasgos esenciales de la época y el conflicto descritos, que para construir el
relato común que los vertebre.
Para solucionarlo, o al menos para no agravarlo, Griffith
anexó un segundo vínculo –una anciana que mueve una cuna en la penumbra del
símbolo, acompañado de la mención ubicua a contar los efectos de la intolerancia
a través de la historia. No pocos debían sentirse indefensos ante su propuesta,
adultos enfrentados en la oscuridad del cine a la sensación escolar antigua de
no haber estudiado el tema por el que se les preguntaba.
Relato yuxtapuesto y entrecortado del Mesías bíblico, la
precariedad social en Estados Unidos, la Francia del siglo XVI, y la Babilonia
del siglo VI a.C., éstas dos últimas debían de parecer a los espectadores
estadounidenses de 1916 tan lejanos como un tratado de botánica marciana, que,
además, interrumpía sus tramas para dejarlas en suspenso hasta que, por
sorpresa, volvía a plantear el examen a quien pensaba haberse librado ya de él.
Si no su textura, sus temas han envejecido bien: la
amargura de quien, privada ya del atractivo necesario para hallar el amor,
acaba financiando la cruzada de las moralistas de principio de siglo, para
quien arruinar una vida es menos importante que guiarse por preceptos
impolutos; la vanidad, consagrada a plena luz del día, de quienes cuando rezan
exigen que nadie realice actividad alguna. La futilidad del poder de un
monarca, presa de la influencia torticera de madres, primos y otros
bienhechores de sí mismos; la traición que más conjura cuanta más confianza
depositada en quien la cometerá.
Y aún había una quinta historia agregada para el
espectador de la época: Griffith sobrecargó Intolerancia de una pugna explícita
por la dignidad y la equiparación de derechos, en respuesta a la polémica
suscitada por el papel jugado por el ku klux klan en El nacimiento de una
nación, rodada un año antes.
Paradójicamente, acabó siendo la sección babilónica de
Intolerancia la que, en 1987, devolviera al esfuerzo de Griffith parte de su
logro: en Good morning babilonia, de los hermanos Taviani, Griffith acaba
contratando a unos restauradores italianos para que diseñen los elefantes que
aparecen en la sección babilónica. Mostrado en la película de éstos como el
arte heredero de quienes edificaron y restauraron, siglos después, las
catedrales, la labor de los escultores pagados para realizar la catedral fílmica
que Griffith ansía, es un canto al cine como arte capaz de perdurar en sus
muestras más imposiblemente contemporáneas. Griffith no habría estado más de
acuerdo: su propuesta, desdeñada por el público estadounidense de
la época, es hoy turismo selecto y preciadísimo para quien se asome a ella.
12 abril 2016
postal desde 1950
Las puertas de la nueva cárcel en la que entramos dan a
espacios que parecieran seguir viviendo décadas atrás. El primer funcionario
que nos atiende parece un conserje o un ascensorista. Los pasillos dan a otros
pasillos como si compitieran en vejez, en estanqueidad a una mirada actual. Incluso
los reclusos que asisten al taller, algunos de ellos de avanzada edad, parecen más
vivos, más jóvenes que el lugar que los encierra. Al tratarse de una prisión escasamente
poblada, la sensación es de desamparo, de olvido del tiempo además de condena a
un solo espacio. Al contrario que en otras cárceles, uno siente aquí el peso de
una repetición de las conductas disponibles que se parece demasiado a cómo el
silencio se parece a sí mismo. Como si en vez de encerrar vidas, encerrasen un
país que fuera de sus muros ya existe. Quizá es eso lo que hemos venido a ver:
una cierta idea de un país condenado a no salir de sí. En el que sus hormigas
quieren escribir.
11 abril 2016
Wyeth and Wyeth and Wyeth
Las praderas norteamericanas que Andrew Wyeth y después
su hijo Jamie pintaron en la segunda mitad del siglo XX, puntuadas como mucho
de figuras solitarias, habían posado en la primera mitad del siglo para el
padre del primero, N.C. Wyeth, quien las ocultó en neblinas surgidas al paso de
colonos e indios, y que llenaron las portadas de revistas estadounidenses
incluso años después de que la I guerra mundial hubiera barrido del mundo todo
asomo de épica combatiente, cambiándola por la soledad inmensa de quienes se
eternizaron en las trincheras europeas, confinados en una reserva angosta y embarrada.
La ensoñación colonizadora que N.C. Wyeth trajo del Oeste
americano fue sustituida, en manos de sus descendientes, por paisajes que
parecieran haber sido desalojados de colonos y colonizados, o en aquellas obras
en las que aparece alguien, por seres que parecieran no ir a moverse ya de ese
lugar. Como si lo que Andrew y Jamie Wyeth hubieran hecho con la herencia pictórica
de su padre es levantar sus casas, sus colinas, sus árboles, sus habitantes
melancólicos justo en los escasos trozos de horizonte que N.C. Wyeth salvara
del polvo de los caballos.
De cuantas obras pueden verse estos días en el Thyssen de Madrid, The German –una acuarela de un soldado alemán de la II guerra mundial, enmarcado en un paisaje nevado y en el que los árboles ennegrecidos sirven también de nubarrones-, pintado por Andrew Wyeth, recuerda no solo los retratos de la colonización del oeste americano en el siglo XIX, también la ilustración del mito aventurero a manos de la literatura, que N.C. Wyeth frecuentó durante las dos primeras décadas del siglo pasado y al que volvería en sus últimos años de vida. Como si una vez que un gigante asoma a los ojos de un niño, ya no pudiera dejar de ser visto.
De cuantas obras pueden verse estos días en el Thyssen de Madrid, The German –una acuarela de un soldado alemán de la II guerra mundial, enmarcado en un paisaje nevado y en el que los árboles ennegrecidos sirven también de nubarrones-, pintado por Andrew Wyeth, recuerda no solo los retratos de la colonización del oeste americano en el siglo XIX, también la ilustración del mito aventurero a manos de la literatura, que N.C. Wyeth frecuentó durante las dos primeras décadas del siglo pasado y al que volvería en sus últimos años de vida. Como si una vez que un gigante asoma a los ojos de un niño, ya no pudiera dejar de ser visto.
10 abril 2016
éxtasis de la lombriz
Al igual que otras franquicias de la ciencia ficción
–Star Trek, Terminator, Aliens- que han viajado hacia el pasado para reiniciar
la historia ya sabida y agotada tras secuelas enésimas, La guerra de las
galaxias mira hacia sus orígenes con una lupa puesta sobre los intersticios de
los acontecimientos que ocurrirán hagan lo que hagan quienes salgan en Rogue
One y el resto de precuelas que vendrán. Ese matiz –el heroísmo condenado a
dejarnos en la casilla de salida- añade viñetas al tebeo a base de pintar en el
canto de la hoja. Por eso las peripecias del episodio VII –el despertar de la
fuerza- se hacían aburridísimas. Por mucho que excaven, las raíces de ese árbol
genealógico sostienen ya un tronco que cualquiera se sabe de memoria.