Uno de los problemas irresolubles de la
estupidez humana es la facilidad con que la porción individual –frágil,
reconocible a simple vista- se nutre y refugia en la del grupo. Ocurre, sin ir
más lejos, en las concentraciones periódicas que reúnen en el valle de los
caídos a un grupo de nostálgicos del franquismo cuya mayor vanagloria ha de ser
saber de la existencia de otros, tan especiales como ellos. Sin desdeñar la importancia
de tener una lápida delante en la que reconocer, solo allí concentrada, la vida
plena de las ideas que se defienden, no lo es menos que un líder que aglutine semejante
disparate es un mal a evitar. Ayer blas piñar logró, por fin, evitarse a sí
mismo. En buena hora.
30 enero 2014
27 enero 2014
cojín impar
Con
la naturalidad de lo evidente, el segundo cojín que la marca ha impreso como pareja
de éste, es ya inencontrable en la tienda. Con parecida familiaridad, el perímetro
del respaldo del sillón en el que Enrique VIII descansa desde hoy en el salón,
mide exactamente lo mismo que la barriga de éste en sus últimos años de vida. Dos
destinos le esperan: mirar a cuanta mujer se siente en el sofá, a su izquierda.
Y acudir al rescate, es decir, a prestarse a pegar su cara al culo del
invitado, cuando un amigo venga a lamentar su suerte sentimental. La monarquía,
tan ornamental, tan henchida, tan ese reverso color nada.
25 enero 2014
dónde lo habré puesto
Lo que una novia decía de un libro de Hawking -pesaba mucho e iba dejándoselo en cualquier lado-, parece valer hoy para autor y obra: para quien escribiera sobre los agujeros negros y parece haberlos extraviado hoy.
http://sociedad.elpais.com/sociedad/2014/01/25/actualidad/1390664748_232031.html
http://sociedad.elpais.com/sociedad/2014/01/25/actualidad/1390664748_232031.html
20 enero 2014
Vsechno Jde
Inmersos en el inimaginable logro de intentar sobrevivir
a un campo de concentración sin que tu mente muriera antes que el resto de tu
cuerpo, quienes cantaban el himno que Karel Svenk compusiera en Theresienstadt con suerte jamás
notaron que su letra –irreal, obscenamente optimista si no hubiera sido creada
desde dentro- es la que el nazismo habría impuesto en todos los campos desde el
mismo día que a alguien se le ocurrió ubicar a la entrada de Auswitchz
el lema “trabajar os hará libres”.
He who can drown
out a spring thunderstorm
On whom
laughter was bestowed in the cradle
Who is not
inclined to cry without a cause
Who knows love and
is cherished
Everyone, of whatever sort,
Who, in short, is happy on this earth
Who never frowns at anyone
Will often and cheerfully sings:
Anything goes, with good will, we will join hands
In defiance of the cruel times
We have humour in our hearts
Day after day we get along
We move from here to there
And only in under thirty words
Are we allowed to write:
Hey, life begins tomorrow
And it nears the time
When we can pack up our bundles
And return home
Anything goes, with good will, we will join hands
And at the ruins of the ghetto we will laugh
Karel Svenk (1917-1945)
en tierra de injustos
Obtenido
durante el proceso de gestación de su documental Shoah (1985), Claude Lanzmann
consideró a mediados de los noventa que la entrevista a Maurice Rossel,
encargado de representar a la Cruz Roja en Alemania durante la segunda guerra
mundial, merecía un documental para él solo dada la propia condición del campo
de Theresienstadt como un falso documental con que los nazis trataron de
ocultar la dimensión del genocidio judío. Cuando Rossel visitó ese campo en
1944, Benjamin Murmelstein ya estaba allí. Y si acaso la hora escasa que dura
aquel –Un vivant qui passe- en un autor cuyas demás obras no bajan de las
cuatro puede aspirar a honrar la brevedad de la mirada de Rossel, las casi
cuatro que abarca El último de los injustos son un reverso a la altura de
Murmelstein.
Se daban demasiadas circunstancias para no sospechar de
él e Israel no desperdició una sola: no solo era el presidente del Consejo
Judío del campo de concentración cuando los nazis decidieron, con fines
propagandísticos, disfrazarlo de parque temático del judaísmo en tiempos de
guerra, no solo no se opuso sino que colaboró explícitamente, no solo gozaba
del raro privilegio de tratar con eichmann con cierta familiaridad, además
cometió el más sospechoso de los crímenes: sobrevivió. Ningún otro presidente
de un Consejo Judío salió vivo de los campos. Vivió en Roma el resto de sus
días, imposibilitado de volver a Israel, de donde fue reclamado para poder
juzgarle. Ya había sido absuelto de los cargos en varios juicios.
Si Murmelstein entendió la oferta de Lanzmann como la
última de sus posibilidades de explicarse en detalle, no podía ser por el
prestigio de hacerlo para el hombre que daría al mundo Shoah, pues ésta
llegaría a los cines diez años de que la entrevista fuera grabada, en 1975.
Lanzmann tardó cuarenta años en decidir emplear la entrevista a Murmelstein. Si
duele saber que el suyo fue el primer testimonio que Lanzmann grabara para lo
que después sería Shoah, duele más saber que éste no viviría para ver a Rossel
defenderse de lo que él se había defendido veinte años antes y con solvencia
infinitamente mayor. No me hagas parecer tonto –confiesa Lanzmann le pidió
Rossel antes de afrontar su propia entrevista. Si Lanzmann cumplió su palabra
en 1997, con Rossel muerto no había razón para no exhumar una verdad menos
injusta, acaso, dada la edad de Lanzmann, la última también para él.
Cita Murmelstein a Orfeo y Eurídice y quizá solo en ese
instante su único lazo con Rossel se hace evidente: pues cómo explicar, vengas
del infierno acusado de credulidad o de traición, que regresas solo no por tu
culpa, sino por circunstancias imposibles de creer si no se ven. Durante 8
horas del 13 de junio de 1944, Rossel paseó por el campo de concentración de Theresienstadt sin apreciar un solo
indicio de que aquello era un campo de exterminio. Camuflado por los nazis
hasta venderlo como un campo especial, que contenía, civilizadamente
instalados, a judíos más soportables, Rossel dijo no haber sentido que aquello
fuera sino un balneario del que no se podía salir.
Murmelstein debió saludar a Rossel y al mismo tiempo,
importarle nada. Sus prioridades eran de orden práctico: si los nazis ofrecían
colocar cristales en las ventanas para sugerir una vida acomodada en su
interior, si ofrecían proporcionar madera para somieres, mesas, sillas,
entonces los perjuicios de la ficción para quienes vivían prisioneros de ella
no podían, de ninguna forma, igualar los beneficios que disponer de cristal y
madera suponían en medio de un sistema abiertamente diseñado para privarles de
todo. Si era teatro, su público más cercano necesitaba ventanas y camas mucho
más, y sobre todo mucho antes, de lo que la verdad podría haber hecho por ellos
de haber podido negarse a la farsa.
Los que actuaban eran también el público. Que se
engañaran a sí mismos antes y después era inevitable: hacinados a merced de los
piojos, el hambre y el frío, pocos judíos de Theresienstadt debieron discutir la colaboración de Murmelstein
en la farsa. Mientras recorría el campo, Rossel recorrió también el camino
inverso en lo que a su papel se refiere: llevado allí en su condición de
público de una ficción, su credulidad le convirtió en actor, uno que no logró
pensar que su papel, en ese
lugar, en ese tiempo, debió ser el opuesto –sospechar, desconfiar. Rossel
–porte de aristócrata sin un ápice de dolor o arrepentimiento en el gesto
durante toda la entrevista en 1979- transmite una contrición hecho de la misma
consistencia que el decorado que le engañara.
Ser mostrados garantizaba su supervivencia –dirá
Murmelstein. Cuando Lanzmann le reprocha que su estrategia –o al menos su
narración- parezca carecer de sentimiento humano del campo, éste responde que
con sentimientos no se llega lejos. Uno cree que el actual Lanzmann no hubiera
hecho esa apreciación. La supervivencia en un campo no pasaba por sentimientos
o por moral alguna de la dignidad humana, sino por aspectos meramente
fisiológicos, cuando no precisamente de renuncia a toda forma de principios
morales.
Theresienstadt
era el único campo donde aún podían permitirse dignidad, ¿por qué no la
emplearon? –quizá era lo que Lanzmann quería preguntar. Solo que aún no podía
saber que hubiera hallado la respuesta en su propio documental Sobibor, 14 de
octubre de 1943, 4 pm, donde Yehuda Lerner cuenta cómo se logró una de las dos únicas
rebeliones documentadas en campos de exterminio nazis. “A un presidente de un Consejo Judío se le
condena, pero no se le juzga” –dirá Murmelstein. Hannah Arendt ya había escrito
sobre el juicio a eichmann, y su tesis -la banalidad de un funcionario, que tanto
debía a su mediocridad como a su maldad- es puesta al día por Murmelstein como
un error que olvida lo que él debió de saber bien: que era un demonio. Otra
pérdida que la inteligencia prodigiosa de Murmelstein no hubiera dejado pasar
de haber invertido Lanzmann el orden de sus testimonios sobre Theresienstadt –primero Murmelstein,
años después Rossel: que la definición de Arendt que no valía para eichmann lo
hacía para Rossel.
El eco se vuelve doble insospechadamente: el mismo año
que Lanzmann presentó El último de los injustos, Deutsche Gramophon editó un
documental dirigido por Dorothee Binding y Benedict Mirow, que recoge, no solo
las músicas compuestas en Theresienstadt y que
Anne Sofie Von Otter recuperó en un disco seis años antes, también un
estremecedor documental que aúna a varios de los instrumentistas tocando allí
donde las piezas fueron creadas, incluyendo a uno de los músicos –Coco
Schumann- que sobrevivieran al campo, acompañando el retorno de los únicos
sonidos que no hablaran de muerte.
Su título es tan válido desde lo simbólico –Refugiarse en
la música- como trágico desde la realidad de aquellos cuya música se
interpreta, muertos todos en los campos. Incluso la expresión de otra de las
supervivientes, Alice Herz-Sommer, -“La
música va directamente a tu alma, entonces dejas de estar en este mundo.” suena
terrible y profética. Tanto como escuchar el himno vitalista que es Vsechno
Jde, que Karel Svenk (1917-1945) compusiera en Theresienstadt, parece hecho para entender a
Murmelstein los días de la simulación ordenada por el nazismo en un campo que,
diseñado para albergar 6.000 personas, llegó
a albergar 60.000.
Incluso sin necesidad de representar que Theresienstadt era un
campo distinto, lo era: hasta cuatro conciertos tenían lugar a diario. La ópera
infantil de Hans Kràsa –Brundibar- fue interpretada más de 55 veces, siendo, a
pesar de ello, raramente el mismo reparto: los niños eran enviados a Auswitchz.
Solo 250 de los 11.000 que albergaran sus muros sobrevivieron. Violette
Jacquet-Silberstein, violinista en la orquesta de mujeres que tocara en
Auswitchz, que vivió para ver bajar de los trenes a esos niños solo para
corroborar cómo la música apenas salvaba tanto como lo hiciera la mera suerte.
Fallecida en febrero de 2014, acaso llegó a ver el documental de Lanzmann, o el
de Binding y Mirow. Quizá ya por entonces su memoria le había puesto a salvo de
reconocerse en quienes aparecen en ellos. Sesenta años antes o después, de qué
forma, sin la sensación de irrealidad permanente, de teatro absurdo y trágico,
podía sobrevivirse en Theresienstadt
o Auswitchz sin
volverse loco. Privados de partituras, la mayoría de los músicos de Theresienstadt
tocaba de memoria. A cuántos no salvaría el tener que recordar cada día miles
de acordes y no lo que, como las ventanas o los somieres, no servía para
alimentarles. 19 enero 2014
ante el espejo
Un día después, una señora desgrana comentarios a la edición de una película que mezcla con la descripción de la promoción que esos días oferta el centro comercial. Sin que medie palabra de la vendedora a la que se dirige, le explica una y otra vez la oferta. Cuando me alejo, parece a punto de desgranar, uno a uno, los argumentos de cuanta película ordena la vendedora, sin saber ya a dónde mirar o qué decir. A la mañana siguiente un hombre que no termina de vocalizar murmura algo mientras se viste en el vestuario de la piscina. Es siempre lo mismo, no parece que tararee, mas bien que repitiera un mantra sin llegar más allá de la onomatopeya de pocos segundos de duración.
El primero puede aún pagarse un billete de tren o de
autobús; la segunda, una película en dvd; el tercero, la entrada a la piscina municipal.
Cómo están los que ya no.
18 enero 2014
siete vidas previas
Como en todo relato sobre alguien que hace música
básicamente para él mismo, la historia es la de quien le escucha. En A propósito
de Llewyn Davis, éste canta para audiencias que van de dos a veinte personas, pero
nunca es mejor que cuando pierde a solas: primero, ante el empresario encarnado
por F. Murray Abraham. Después, ante su padre postrado en una silla, en una
residencia. Y si la derrota que duele es la primera, también es la más valiosa,
pues es la forma exacta en que el protagonista –alguien que sabe que podría
cantar otra cosa… con solo ser otra persona- elige ganar. Contada la propia
película a partir de su final, el propio protagonista podría pensar que si esos
son sus más logrados finales, quizá recomenzar a partir de ellos merezca la
pena.
17 enero 2014
abocalípsis
En una fotografía de una avenida de Homs, en Siria, tomada
hace unos días, que publica El País 29.12, entre las ruinas devastadas por las
bombas de cuanto edificio se ve no es fácil advertir a dos personas que caminan
entre los escombros con la naturalidad de quien lo hiciera, vestido igual, por
Marte. Publicada en la sección de economía, también serviría para describir la
costumbre con que la vida resiste a la devastación, como si fuera inevitable. Por
los amasijos de los últimos 6 años transitan, como espectros diarios,
invisibles ya a fuer de saberlas, las discretas cifras del Apocalipsis que los
periódicos condensan estos días de recuentos: escribe Joaquín Estefanía que “en Grecia el ingreso medio de las familias
ha caído un 40% desde 2007, un porcentaje sin comparación en tiempos de paz.” Añade
José Carlos Díez que “Grecia tendrá que
crecer más que China el próximo lustro para impedir que la deuda pública deje
de crecer”. Escribe Claudi Pérez que
“seis años después del comienzo de la gran recesión, el número de británicos
que acuden a instituciones benéficas se ha multiplicado por veinte. Los niveles
de pobreza han escalado a máximos desde 1997. En España, Caritas atiende a 1.3
millones de personas. En Grecia ha retornado la malaria y la peste. En 1968 el
primer ejecutivo de General Motors ganaba 66 veces más que un empleado medio.
El presidente de Walmart gana hoy 900 veces más. Recuerda M.A. Sánchez-Vallejo
que “el paro en Grecia y España ronda,
respectivamente, una de cada cuatro personas en edad de trabajar. Dos de cada
cuatro menores de 24 años. En Grecia tres de sus once millones de habitantes
han perdido el acceso a la sanidad pública. El 35% de su población está en
riesgo de pobreza o exclusión social. Uno de cada diez votos serían para un
partido nazi, de celebrarse hoy elecciones.” Algún día alguien escribirá
que los supermercados, los smartphones, el fútbol, las pensiones salvaron a
Europa de un conflicto armado o una revolución. El sueño de una guerra sin víctimas
civiles ha acabado siendo, hoy, el de millones de cadáveres sin guerra a la que
deberse.
06 enero 2014
28 diciembre 2013
14
Hace años en
Cannes aún podían comprarse postales antiguas en una tienda pequeña, como quien
trozos del muro de Berlín. Escritas entre 1906 y 1932, describen un mundo que
ni en el peor de los sueños sus remitentes podían imaginar. No hay gran gloria en
ellas, solo fragmentos de un verano, deseos de paz, de salud, de un feliz
matrimonio o un pronto regreso. El mundo que habitaron murió mucho antes que ellos.
Y sin embargo hoy, cuando los años mueren sin que la metáfora signifique nada más
que eso, quien aún escriba postales hablará en ellas de cosas similares, como
si unos pocos años de paz y prosperidad funcionaran como un seguro de vida. Como
también la inmensa bibliografía sobre la segunda guerra mundial, la que
describe la primera nunca es más cruel que cuando relata cómo quienes acaso
llevaban las cartas o vendían los sellos se levantaron una mañana dispuestos a
delatar o directamente asesinar a quienes, desde la casa de enfrente, las
escribían o las recibían. Algo que aún no sabes que haces por última vez, algo
que ya no volverás a ver, algo que jamás será como antes. Incluso en tiempo de
guerra se ama, se escribe poesía, se compone música, se pintan cuadros, pese a
todo la compasión y la generosidad se abren paso. Con suerte las sociedades
salen de ellas más preparadas para no repetirlas. Inmersos en una trinchera
financiera de la que tantos salen para morir de añoranza como dentro de ella de
impotencia, y cuyos cadáveres son solo de otro tipo, quizá pintar, componer,
escribir, amar sea lo único que nos quede mientras rezamos porque lo que entre
en unos días sea solo un año.
27 diciembre 2013
sin portal al que llegarse
Hay una
pregunta que queda sin respuesta en El cojo de Irishman, de Martin McDonagh, en
el Español estos días: qué fue de los padres de Billy. Y es porque las
versiones sobre su desaparición –si se ahogaron para que el seguro de vida
salvara a su hijo o si lo que intentaron fue matarle- se bifurcan a la misma
velocidad a la que lo hace el destino de éste, atrapado también entre lo que
finge –tisis- y lo que, incluso dentro de esa mentira, es tan real que ni él lo
sabe hasta que es tarde. Basado en la peripecia que llevó a Robert Flaherty a
rodar Hombres de Arán en las costas de esa isla irlandesa en 1934, también
podría ser simultáneamente su secuela y la explicación mejor de johnypateenmike:
en Flaherty las tres veces que un niño intenta sumarse a una de las expediciones
pesqueras, su padre se lo impide. Que al menos hubiera una parte del pasado de
Billy que no sangrara.
22 diciembre 2013
Sin lugar donde quedarse
Hubo de ser
Nikita Mikhailov quien, en Ojos negros, diera a Marcello Mastroianni la
oportunidad en 1987 de experimentar plenamente –esto es, de vivir con
melancolía- de dónde venían y hacía dónde iban las ensoñaciones que recreara
para Fellini durante décadas. Qué más ensoñación que nombrar La dolce vita una
que mostraba a un escritor atravesando amores sin pasado ni futuro, ni método
claro para conservar, perder o entender ambas, y cuya urgencia casi ni presente
concedía. Es ese limbo el que viene de revisitar Sorrentino. Su irrealidad es
50 años mayor, y no solo porque su protagonista también lo sea. Sino porque si
en Fellini la alta burguesía jugaba a la transgresión como si niños, en
Sorrentino juega a lo contrario: a fingir la normalidad del hábito, por
extravagante que sea. En cierto sentido, esta es una película sobre niños
fingiendo ser adultos. Y aquella era lo contrario.
Si la
infancia como símbolo tenía un peso en Fellini que aquí no, es porque la mirada
fugazmente ensimismada de Mastroianni sobre la niña que atiende el restaurante
significaría hoy otra cosa. Y porque quién necesita niños reales, como los que
trágicamente marcan el destino de Steiner, acaso el personaje más lúcido de
aquella, cuando todo en la de Sorrentino respira infantilidad travestida de
ropajes serios. O más bien dignos. Al menos en público. Pero donde hay niños,
hay padres. Y ese es aún el eje dramático de ambos circos. Y si, acaso como
metáfora del único amor que Mastroianni creía ver sin que estuviera realmente
ahí –el que por su padre-, Fellini introdujo la fábula histriónica de dos niños
que dicen ver a la virgen como quien juega con ella al escondite, Sorrentino
implanta dos padres ofuscados por la incapacidad para madurar de sus propios vástagos,
donde solo parece ofender el sentido de pertenencia, como si con ello sus hijos
respectivos –el suicida, la striper- invadieran la única idea que realmente poseen.
Toni Servillo,
que nació el mismo año que Fellini rodaba La dolce vita, atraviesa la magnífica
La gran belleza de forma que la única paternidad que cabría pensar le afectara
es la suya propia. Su dolce vita, cien veces más dolce que la de su molde –como
aquel, escritor, romano, vividor, seductor, suspendido en el tiempo afectivo-,
solo deja de jugar al escondite con su pasado cuando un hombre de su misma edad
se le aproxima para decirle que es el esposo de la mujer que amara. Acaba de
morir, no han tenido hijos, él no podía. Yo sí podía –responde Servillo antes
de sumarse al llanto de su competidor, derrotados ambos.
Amarcordiana
en la mezcla de suspensión temporal y puntual exhuberancia expresiva, Sorrentino
honra también ese rasgo de Fellini –muchos de sus rostros parecen salidos, por
extraños, de un supermercado del gesto. Y acaso su escena más hermosa sea la
que más explícitamente toma prestada de aquella, en ese hombre que lleva
siempre encima un maletín con las llaves de los palacios más hermosos de la
ciudad, para recorrerlos de noche como quien viaja por su memoria en las horas
más inofensivas. Como puesta ahí, entre bustos imperiales, para mostrar que el
César de la vida social romana, que solo llora una segunda vez y es,
perfectamente impostado, para mejor interpretar el debido duelo en un funeral,
que rara vez deja de lucir su perfecta y lujosa libertad como si fuera un
trabajo cansado, que nada le aporta o incluso le hastía, solo es el Marcello
real, el de Mikhailov, en ese rellano en que el llanto por la mujer amada y no
tenida compite, por primera vez, en igualdad de condiciones con el de quien,
habiéndola tenido, la ha perdido como él. Rodeado de esa gran belleza que es la
ruina, Servillo, como Mastroianni incapaz de retener a su padre ni un segundo
que no incluya la frivolidad, nunca es más personaje felliniano que entonces:
si dejara de pasear entre estatuas y seres a un paso de serlo, se convertiría
en una.
21 diciembre 2013
el exilio doble
Como
un profeta de sí mismo, Charlton Heston fue dos veces el mismo personaje –su
Moisés de 1956 era, solo tres años más tarde, Juda Ben Hur. Como aquel,
hermanado de niño con quien después sería su rival: el hijo del faraón en Los
diez mandamientos, el tribuno Masala en Ben Hur. La segunda reencarnación llegaría
en 1968, como el astronauta George Taylor de El planeta de los simios y, solo
cinco años más tarde, el policía Robert Thorn en Cuando el destino nos alcance.
Como en la primera doble hélice, el mismo hombre solo y a la vez su opuesto: no
el primer y fundacional hombre sobre la tierra, sino su reverso: el último en
habitar o descubrir el mundo tal y como es. En dos de ellas –Los diez
mandamientos y Cuando el destino nos alcance- también estaba Edward G.
Robinson. En la primera, como un judío que asciende en la pirámide social
egipcia al delatar a otro judío. En la segunda, como un hombre que desciende –del
todo- de esa misma pirámide, harto de ella. Incluso esto estaba al servicio de
lo que Heston iba a descubrir en cada una de sus respectivas encarnaciones: que
estamos hechos de materiales sospechosos.
20 diciembre 2013
y todos para uno
19 diciembre 2013
apurar el cáliz
Con la
naturalidad con la que el austríaco Cristopher Waltz ha enraizado en el cine de
Tarantino, el alemán Michael Fassbender aparece estos días junto a Brad Pitt simultáneamente
en El consejero (Scott) y 12 años de esclavitud (Mc Queen). Aunque la simbiosis
más clara que viaja de esta última a la primera sea la que muestra su paisaje recreado
en el XIX, y en las carreteras de Georgia y Lousiana hoy día, sus árboles tomados
por el musgo español como si una telaraña verde quisiera enviarles al pasado. La
historia que cuenta El consejero transcurre en el México de nuestros días, pero
la mezcla mortal de azar e indiferencia, de horror y cotidianeidad que cuenta
la peripecia de un hombre libre convertido en esclavo hace 170 años es la misma
que el guión de Mc Carthy arroja sobre el abogado que ve su vida precipitarse
al infierno por una suma de casualidades sin vuelta atrás.
Henchidas
ambas de horror inimaginable, su capa mejor –la bondad del esclavista digno en
una, la que pudiera emanar del discurso profundamente sabio del criminal peor
en otra- solo sirven para conformar ambas virtudes –en realidad la misma: la
sospecha de la verdad que se niegan a sí mismos- como un lujo mutuo del que se
dispone pero que no se emplea. Si la esclavitud fue una forma de nazismo
arraigado en el corazón del llamado país de las libertades siglo y medio antes
de que hitler le diera su forma definitiva, el poder que el narcotráfico
atesora hoy día –y que en la película da para que, junto a los cargamentos
ocultos de droga, viaje un cadáver de un lado a otro del país solo por el humor
de hacerlo- es también uno que hace de las personas, mercancía de mucho menos
valor que la que viaja empaquetada. Lo que se supera en un siglo se reencarna
en otro con otra forma, los campos de algodón se convierten en bidones
atiborrados de cocaína, los barracones en que se hacinaban los esclavos negros
se desplazan hacia abajo, en las tumbas que ocultan las víctimas de una
esclavitud solo distinta en sus muertos –una que no les condena a encadenar su
vida a su libertad, sino a la cercanía en que la riqueza es cosechada.
Como la
peripecia de Solomon Northup en la Louisiana de 1842, que ni habiéndose probado la culpabilidad de sus captores, supuso pena alguna para ellos, la impunidad
que atraviesa la historia cruzada de culpables, inocentes, medioresponsables y
mediosalvables que cuenta El consejero es una que no distingue víctimas porque
renuncia a considerarlas dotadas de derechos. De los cientos de miles de
esclavos que pasaron sus vidas como objetos a los que se interponen entre las
balas actuales como quien pasa entre conversaciones, el miedo y la barbarie empiezan
en la desaparición de la propia voz. Northup es advertido de que simule no
saber leer ni escribir. El consejero nunca siente más pánico que cuando se
queda sin alguien a quien poder explicar su inocencia. Obligados a callar el
lenguaje de las personas, los esclavos estadounidenses de raza negra cantaban a
dios para que alguien les escuchara sin enviarles más castigos. Antes del
reencuentro final con su familia, la liberación que más explícita,
rabiosamente, invade el rostro del esclavo no es la que le sube al carruaje que
le saca de los campos, sino la que le muestra cantando en un funeral que podría
ser perfectamente mexicano, siglo y medio después.
18 diciembre 2013
lawrence o´toole
El primer
rostro que ves encarnar al personaje de una ópera suele ser el que se apropia
del carácter desde entonces. Si hay suerte elegirás bien la versión. Si no, el
personaje cargará con facciones inmerecidas hasta que logres un sustituto
digno. En teatro es igual, aunque la frecuencia con que las obras se repiten
en, digamos, una década permite sobrevivir fácilmente a cualquier error de
casting. En cine, salvo rarísimas oportunidades, solo tienes una oportunidad. Y
aunque la lista de rostros dueños inefables del personaje que encarnaran es amplia,
lo es más aún la de quienes, sin quedar mal dentro de él, serían
intercambiables sin que la historia sufriera. Peter o´toole, que devastó su
rostro con los años hasta ser irreconocible, quizá lo hizo al entender que sus
facciones habían dejado de ser suyas mucho antes, cuando Lawrence de Arabia abandonó
para siempre los rasgos de T.S. Lawrence para adquirir los suyos.
El año
pasado, Michael Fassbender –él mismo un dueño automático de cuantos personajes
aborda- interpretaba a un androide en Prometheus. En su peculiar aproximación a
la conducta humana, su personaje escoge como modelo la indiferencia al dolor de
Lawrence de Arabia. Solo que en esa escena aún no lo es. Con todo su fulgor
intacto, a quien imita como si cada gesto fuera una instrucción, es a o´toole. En
un mundo donde tantos van al cine hoy día a ver historias de robots, ver a uno
admirando Lawrence de Arabia es un acto de inusual justicia.
17 diciembre 2013
graduación moral
De las dos
etiquetas del vodka Stolichnaya que uno conoce, una muestra cuatro monedas
agrupadas a la derecha, dos arriba y dos abajo; y la otra, las cuatro ordenadas
de izquierda a derecha. Es ésta última la que bebe sin cesar la protagonista
encarnada por Cate Blanchett en Blue Jasmine. Contando la historia de una mujer
que escoge mirar hacia otro lado mientras el dinero inunda su vida de placidez,
acaso hubiera hecho una buena escena el verla mirar ambas etiquetas como símbolo
de lo que hoy se amontona y mañana rueda por el suelo hasta desaparecer.
16 diciembre 2013
y esa explicación que os debo
Mi tía N. -85
años- Deja un mensaje en el contestador de D. Que me han visto muy drogado. D. escribe
en el acto. Llamo a mi tía. Emplea 10 minutos en jurar que no va a decirme quién
se lo ha dicho. Entonces lo entiendo. Yo. No ella. Lo que ha dejado en el contestador
es que me han visto muy delgado. Sugiere que D. se lave los oídos. Entonces lo
dice: cuando llama se quita la dentadura. Lo que no dice: que estar delgado en
una familia donde todos tienen sobrepeso es probablemente peor que estar
drogado.
12 diciembre 2013
multiplicación de los panes
M. cumple 52
años enamorada del mismo hombre casado. Solo parece Blanche Du Bois cuando
habla del albañil polaco gigantesco que apareciera en su casa tres horas
después de lo previsto, borracho, acariciándola el pelo al despedirse. La obra
de Stanley Kowalski, que Tennesse Williams no escribió: la de quien llega tarde
y al que sin embargo dejan entrar sin que se sepa cómo o porqué.