En la exploración de la soledad sin consuelo
posible que Paolo Sorrentino viene realizando desde Il divo (2008), el
incremento arduo en las dosis de soledad o consuelo ha hallado su filo en la
demanda social de compañía, en el cóctel de fama y poder que sufre cada uno de
los protagonistas de sus cuatro últimas películas, y que vuelve la soledad un
fruto extraño, entre buscado e incomprendido: si en El divo, Andreotti paseaba
por las calles solitarias y nocturnas de Roma seguido por la escolta
correspondiente al primer ministro, en Un lugar donde quedarse (2011) un
segundo divo, esta vez una estrella de rock, pasaba sus días mortecinamente a
la búsqueda del pasado. Si en La gran belleza (2014), un vividor purgaba su
abismo interior en los ácidos del estómago social, en Juventud (2015) un
director de orquesta asiste a su conversión inexorable en un perfecto silencio.
Para acentuar la escala de vulnerabilidad, en las
últimas películas todos ellos están ya jubilados, aunque los únicos que parecen
darse cuenta son ellos mismos: al vividor le siguen pidiendo escriba, al músico
que cante, al director que dirija. Su inexorable soledad viene así del lugar en
el que uno está más indefenso: el propio interior. Pues todos ellos podrían no
estarlo. Al contrario de lo que sufren tantos, a ellos les piden permanentemente
que dejen de estarlo. Si Juventud representa una novedad es porque el grado de
declive físico que representa Fred Ballinger /Caine no ha estado antes en su
cine. El Cheyenne que Sean Penn encarna en Un lugar donde quedarse arrastra sus
pasos más por indolencia o herencia tóxica. E incluso perfectamente taimado el
Andreotti de El divo, más bailón el Jep Gambardella de La gran belleza (ambos
encarnados por Toni Servillo) emanan una preeminencia más allá de sus cuerpos,
que por lo demás, solo se mueven despacio en la primera como si atravesar los
pasillos de la política italiana durante décadas solo fuera posible a cámara
lenta.
Genuinamente lenta, físicamente atemorizada, entre
el pudor y las deudas impagadas, la soledad de Ballinger, aunque comparta rasgos
con la de Andreotti, es nueva. Y Sorrentino la aísla aún más haciendo que la
comparta con la de otro anciano –Mick/Harvey Keitel- que derrocha vigor,
energía, ganas de desarrollar proyectos, y que además pasa la película rodeado
de cuatro jóvenes guionistas con los que prepara una película. Si Ballinger
pertenece, y se comporta como tal, a otro siglo, Mick vive subido a éste. Si
Ballinger no dice una sola palabra cuando su hija le dispara un resumen
vitriólico del pasado oculto, Mick no solo dice saberlo todo del amor, de hecho
se dedica a escribir sobre ello, y tanto pudiera saber que apenas es capaz de
recordar si estuvo o no con la mujer que anega en celos a Ballinger. Incluso la
tercera presencia anciana que sobrevuela la historia –la actriz encarnada por
Jane Fonda- se presenta en el balneario que comparten ambos para renunciar al
pasado (en forma de película) para optar por el futuro, en forma de serie de
televisión.
Para compensar, si los pasos que daban Andreotti, Cheyenne
y Gambardella eran todos hacia el pasado, incluidos los de que quienes les
rodean, los de Ballinger se asoman a una idea de sí mismo que podría incluir la
redención: atemorizado por problemas de salud que podrían no haber existido
nunca, lo que le espera en adelante es –en palabras de su médico- la juventud. Incluso
si eso, en el acto de visitar a su mujer que vegeta en un hospital desde hace
años, es simultáneo a volver al pasado para poder quedar, por fin, libre de él,
para dejar de verlo delante, allí donde debería estar el futuro.
Si la redención del pasado es, como en las
películas anteriores, el tema de Juventud, la aparición de un actor vestido de hitler
(que también se apoya en una presencia infantil para buscar la claridad
ansiada), que desayuna en el comedor ante la mirada pasmada del resto de
invitados podría contar lo mismo desde un nivel más abstracto pero igual de
incómodo a efectos prácticos: ambientada en un balneario austríaco, la
aparición de una forma de pasado tan reconocible como paralizante afirma
nuestra vulnerabilidad a formas de vejez menos visibles e igual de
destructoras: la política, la racial, la de la inocencia tan generosamente
asumida.
Y esa –la búsqueda de la juventud- podría ser el de
la única salvación disponible: quien menos pareciera aspirar a ella –Ballinger-
es acaso el que aún puede hallarla. Y quien parece vivir inmerso en ella –Mick-
es quien no soporta que se la arrebaten tras tantos años disfrutándola. El
testamento que se te niega es el que pudiera hacer la vida menos llevadera. Y
que tanto se parece, en el diferencial entre expectativas y realidad, a esa
búsqueda del final perfecto para el guión que busca Mick y la forma en que gestiona
su propia despedida: nada más decir que hará una cosa para salir de la
decepción reciente, hace justo la contraria.
Todos ellos –desde Andreotti a Cheyenne, desde
Gambardella a Ballinger- vivían cuando Philip Roth publicó Everyman en 2006
–mucho más apropiado título que el traducido aquí: Elegía. Historia de las
muertes sucesivas, y previas a la definitiva, de un hombre cuyos nexos con la
vida se van debilitando a medida que la vejez y la decadencia física se imponen
a sus deseos, y específicamente, a la tan distinta vejez de su hermano, pleno
de vigor, salud y relación con el mundo. Sorrentinamente, es el relato de una
soledad segregada cuando la dependencia de una o varias personas esenciales da
paso a una impotencia que se parece demasiado a la muerte en vida. Y cuyo lema -“No se
puede rehacer la realidad. Tómala como viene”- discurre opuesto a la metáfora
inicial: el hijo de un relojero que cuando trata de poner en marcha los que le
gustan, los estropea más de lo que están.
En novelas y películas, como fuera de ellas, la
vejez pudiera hallar su peor anestesia no en la escasa convivencia con lo
nuevo, con lo joven, sino en la comparación perdida con otra forma de vejez
mejor, más activa, despierta, pudiente, o solo más sana. El ingrediente que
falta en los solitarios de Sorrentino es la clave de bóveda de esa otra
historia de deterioro desigual que es Amor, de Haneke (2012) donde las
renuncias personales, y las torturas que conllevan, lo son por empatía y no por
vacío.
“Transformado
su cuerpo en un almacén de artilugios artificiales diseñados para evitar el
derrumbe, reprimir los pensamientos
sobre su propia desaparición nunca había requerido tanta diligencia y astucia”
–escribe Roth. “Si en la soledad de sus
largas noches, cedía a la tentación de llamar a uno u otro, luego siempre se sentía
entristecido y derrotado… tenías que esforzarte por impedir que tu mente te
saboteara con su ávida revisión del pasado pletórico”.
La vejez como reducto a salvo del sabotaje
constante al pasado o al futuro es un pasillo angosto y Sorrentino ha escogido
una y otra vez, para encarnarla, rostros que lo llenen en el acto: Servillo,
Penn, Caine y Keitel llenan de melancolía incluso los instantes en que parecen
estar ganando, o como escribió Roth, en que se permiten no saber quienes están
perdiendo, y cuánto, alrededor: “De haber
sido consciente del sufrimiento mortal de cada hombre y mujer a los que había
conocido durante sus años de vida profesional, de la dolorosa historia de
pesar, pérdida y estoicismo de cada uno, de miedo, pánico, aislamiento y
terror, de haber conocido cada cosa que les había sido arrebatada y que en otro
tiempo había sido vitalmente suya, y la manera sistemática en que eran
destruidos…”.
Incluso cuando gastarlo en fiestas podría camuflarlo –Gambardella- el insomnio, “la tristeza terminal” (Roth) es la misma en Cheyenne, Andreotti y Ballinger. Tiene que ver con la culpa, con lo que, paradójicamente, se mantiene insoportablemente joven, inalterado, capaz de gritar sus demandas a pleno pulmón mientras el resto de ti envejece y se adentra en la noche.
Incluso cuando gastarlo en fiestas podría camuflarlo –Gambardella- el insomnio, “la tristeza terminal” (Roth) es la misma en Cheyenne, Andreotti y Ballinger. Tiene que ver con la culpa, con lo que, paradójicamente, se mantiene insoportablemente joven, inalterado, capaz de gritar sus demandas a pleno pulmón mientras el resto de ti envejece y se adentra en la noche.