1. Recuerda Eduardo Vasco, director del Centro Dramatico Nacional, cómo Guillén de Castro es el segundo de los vates valencianos embarcados en el bajel que fletara Cervantes en su Viaje al Parnaso –y que arribara al teatro Pavón hace bien poco. Deuda bien pagada en tanto que inspirado en un motivo cervantino, estos días el mismo escenario acoge, de Guillén de Castro, un espléndido El curioso impertinente: pañuelo de amistad y amor que, a fuerza de torcerlo, se hace horca. Y ese pañuelo es el de Otello: un hombre enamorado de ella –y ella de él- cede su amor al saber que su mejor amigo la quiere para él. Así traicionada, ella se enrosca en el amor nuevo que le es impuesto –por obligación casa con él- y tanto llega a creer amarle que le ama, entonces éste –que ignorara el regalo que se le hizo- acude a su amigo para pedirle, consumido en celos sin razón alguna, que ponga a prueba la fidelidad de la mujer que ama. El honor, los malentendidos, la venganza, la ceguera se tornarán entonces puerta, lecho, delación, finalmente espada. Una vez más, el pasado no está detrás, sino dentro. –escribe Yolanda Pallín, autora de la versión.
2. Cuéntamelo de forma que no me lo crea –dice uno de los personajes. Y es justo eso: no hay forma de creerse nada. Tal y como se ha elegido representarla, hay en La cabra, o ¿quién es Sylvia?, del desdichado Edward Albee, dos obras diferentes: una la que trata de narrar Jose María Pou, otra -más como vindicación de Lina Morgán- la que grita Mercé Aránega. Uno querría escribir que los esfuerzos de uno y otra se anulan, pero no, ojalá: el desdichado Pou poco puede –en realidad poco puede querer, pues suya es la adaptación y dirección del montaje. El despropósito se completa haciendo irrelevantes, invisibles, a los otros dos protagonistas –Alex García y Juanma Lara- que saben a la misma credibilidad en escena de la cabra. Dos citas de Albee pueden leerse en la página oficial en internet de la obra: “La obra habla de los límites de la tolerancia: de lo que nos permitimos hacer o pensar nosotros mismos. Es una obra que al principio parece una cosa pero que va abriendo un abismo a medida que profundizamos en ella. Y creo que conmocionará y molestará a cierto tipo de gente... Con suerte habrá gente que se levantará de su butaca, amenazará con los puños y lanzará cosas al escenario durante la representación. Eso espero" Cabe pensar que la obra que declama Pou –para entendernos, el drama- tiene ingredientes para lograr la primera parte de la cita, pero es la segunda –la que enarbola Aránega- la que se apropia de la última parte de ella, o al menos con la que más me identifico yo, si bien por motivos distintos a los que tratara Albee. Con no menos absurdo de por medio, en una sala cercana podían verse por entonces dos obras de Harold Pinter en las que la mezcla de “trío” –en ambas hay un tercero que no habla- y “sinsentido” producen congoja, temor, incredulidad. Y aún puede gozarse la versión de Andrés Lima del texto de Peter Weiss Marat, Sade para apreciar –y depreciar aquella- cómo el escándalo como objetivo escénico es compatible con hacer pensar, sufrir, temer, reír o desear. “Por fin he escrito la función que me va a expulsar del teatro americano."-se lee también de boca de Albee. Sentencia qué haciendo mala, hacen buena. Qué despropósito, qué aberración tan similar a la que estos días, en un teatro de Caracas, transforma la Rosa Tatuada de Tenesse Williams en telenovela pura y dura. Para quienes la advertencia llegue tarde: ojo a la última escena de la obra: la cabra eres tú.
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