24 marzo 2007
tender is the death
Se acabó Lubitsch, peor aún : se acabaron las películas de Lubitsch –cuentan dijo Hawks en el entierro de aquel. Muerto Altman, la losa cae también sobre una forma de hacer cine -o de deshacerlo si juzgado su gusto por ir a la contra- que, desde su adaptación de los relatos de Raymond Carver en 1993 –short cuts-, deja al menos otros dos engrasados mecanismos de relojes múltiples –Gosford park- y esta esplendorosa Prairie Home Companion. De una generosidad inusual hacia la historia y no, como habitual, hacia quienes la encarnan, las tres conforman una forma de cine horizontal, en el que la acción avanza a la vez en un hilo desglosado en el que ni una sola de sus hebras se quedara atrás o debajo, rara forma de metrónomo. Prairie Home Companion honra su visión de múltiples maneras, donde póstuma refiere vitalista, honda, poética. En ella hay ángeles exterminadores y profetas de lo inmobiliario que se suben al mismo coche al mismo tiempo; también un escenario que vigila un detective extraído de otra era, y al tiempo trozos de otra era –la radio en la Norteamérica de los 50- que ya sólo cabría encontrar en el mundo con la ayuda de un detective. En ese cine que resuelve prescindir de un actor que, a base de primeros planos, se convierte en la historia, suplantándola, asoman cuantos quepan en el plano. Precisamente la lucha, ausente, por ese plano es, como un reverso, la historia de la película: una acerca de la supervivencia de una forma de hacer radio –hablada, cantada, anunciable- que ya sólo en ese medio respiraba; acerca de una generación de hombres de radio e intérpretes de música folk que prestaban su voz, en el mismo minuto, a una canción, un anuncio, y a un discurso patriótico, de ser necesario. Sobre esa generación a punto de perderse gravita la postura de dandy, a lo gran gatsby, que borda el detective Kevin Kline tanto como el guión la sutil presencia del perdido Francis Scott Fitzgerald, que contempla, desde un palco, entre las sombras, tanto el ocaso de lo que fue como el más deseable de lo que viene a sucederle. No poca grandeza de ese amargo desvanecerse está en el inmenso Garrison Keillor –guionista, por lo demás, de lo que en la película no es sino su profesión real fuera de ella: hombre de radio-, por el que fluye el ir y venir de los demás como por su inalterabilidad el bien y el mal, el acto de empezar y la tragedia de terminar, tal si supiera que lo que le permite ser escuchado a miles de kilómetros es apenas una forma fugaz, al tiempo viva y muerta, inasible, inevitable, inmune como el ángel que se pasea por la película para dar y quitar como quien ordena un cancionero. Impertérrito como un rompehielos, Keillor carga sobre sí ese peso como si la estrella más luminosa empleara su brillo en mirar hacia otro lado, en procurar la visibilidad de los demás. No sin justicia poética, el último de los semiprotagonistas semicentrales de Altman honra así su cine como el postrer ejemplo de una narración más interesante, más honda, más arraigada en el mundo cuanto más poblado el escenario en que sucede. Se estrena hoy en Madrid.
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