08 marzo 2007
con el agua al cuello de los otros
Hay en El enemigo del pueblo, de Ibsen, una escena en que el lugar de un hombre en la sociedad es juzgado a mano alzada por quienes, al tiempo que levantan una para hundirle, emplean la otra para aferrar la suya e impedirle, siquiera, levantarla para afirmar que él, aunque casi sólo, cree en alto contra todos. Uno no está seguro pero cree haber visto ya a ese hombre –Francesc Orella- haber leído textos de Malraux e Ionesco en sendas obras, dentro de un hombre solo en ambas, rey en el segundo que moría bajo un sofá mientras llovían tapones de botellas de champán, y que en el primero, tras leer, ya acabada la función y como actor, un manifiesto contra la guerra de Irak vio cómo un hombre se levantaba y le acusaba de no ir al teatro para escuchar eso. Quizá como parte de ese aislamiento e incomprensión antiguos, gritaba anoche Orella su verdad sin oídos delante de los de varios actores pertenecientes a la compañía de aquel mismo teatro en que le fuera tan mal y tan solo. Se llena el escenario, en la obra de Ibsen, de figurantes que tienen por objetivo levantar la mano contra el hombre solo, asi que son unos treinta cuando toca y apenas tres –su familia- la que erige la mano para afirmar la decencia del vejado. Levanté la mano en ese momento, quizá harto de la soledad de un hombre cuyas acciones nunca son aplaudidas mientras dura la obra, cualquier obra, pero también , y por azar, dado que en ese momento sólo la mía podía ver el corrupto que, con la vista puesta en el público, pide esas manos a sus espaldas como quien la declaración de culpabilidad. Hubieran, por un momento, hecho lo mismo todos en el patio de butacas. Imaginar eso. La cara de Orella, por fin.
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