28 febrero 2015

Encerrados con un solo teatro


Cumple 20 años el Teatro de la Abadía y sirve para demostrar que las deudas que uno quiere pagar se parecen unas a otras, tal como una obra, una sinfonía, un libro o un cuadro se quedan a vivir en uno de forma similar. Esa deuda es un tic, consistente en buscar en otros teatros lo mismo que allí encuentro, y el tic proporcional que es volver a La Abadía siempre, para recordar qué debo buscar. Si justo esa es la función del maestro –educar para la búsqueda adecuada- es porque la formación del individuo, que pasa, con o sin teatro en su vida, por imaginarse siendo otro, haciendo y diciendo cosas que no haría o diría, tiene en La Abadía un espejo en el que tan fácil es asistir a ese aprendizaje de la conciencia, pues qué mejor que ser formado mientras soy entretenido.
Qué mejor que una celebración que permite a sus invitados vestirse en su almacén de vestuario histórico para entender el placer de ser otro durante unas horas. Elegir un disfraz de entre los cientos que guarda un almacén se parece mucho a asistir a un Thomas Bernhard un martes, y a un Lope un jueves. O venir el sábado a ver El arte de la comedia, de Eduardo Di Filippo, y ver concentrados todos los disfraces, todas las lecciones que imaginarse pueda.
Hay montajes de esa casa que uno ha visto tres, cuatro veces: el Informe para una academia, El arte de la comedia, Sobre Horacios y Curiacios, Mesías… he hallado en sus dos salas a Ana Zamora, a Eugenio Barba, a Peter Brook, a Carles Santos, a Alex Rigola, a Andrés Lima. Mi gratitud es infinita.
He llevado a mi padre, un hombre recalcitrantemente conservador, que jamás había pisado un teatro, a ver a José Luis Gómez ser Azaña. No sé qué pensó mi padre de mí, tampoco de Azaña en ese instante. Sé que durante hora y media mi padre se atrevió, o soportó, ser quién jamás habría sido o escuchado. He llevado a cinco mujeres –madre, tías, amigas suyas- a ver juntas el Mesías, de Berkoff, y he visto su respectivo vía crucis, atravesada, crucificada su ortodoxia católica. He llevado a cuantos he querido regalar incomodidad y reflexión, pero también placer y alumbramiento.  
No siempre he acertado. Pero por cada vez que he errado hay veinte veces que he lamentado no ir acompañado de treinta seres queridos con los que compartir tanta belleza. Allí he visto cosas de las que llevo hablando años. Y alguna de ellas, solo para mí, para no dejar de recordar lo que aprendí ese día. No me pasa mucho, pero sé qué obra diría si me preguntaran por la más valiosa de las que he visto entre sus muros.
No es la más feliz, la más conmovedora, la mejor hecha o interpretada, pero es la obra en la que me quedé a vivir. O más exactamente, a vivir para no repetirla.
Se cuenta pronto: una mujer entra en el salón de su casa, y ahí se queda. Cada minuto de esa vida, y de la función, dedicado a controlar, ajustar, perfeccionar cada detalle irrelevante: la ubicación exacta de la taza que viene de usar, la simetría del mantel respecto de la mesa en la que está, la forma en que el abrigo descansa en el sofá, la alineación del tenedor con el cuchillo. Obsesiva, paralizante, es una función muda. Una no función, una no vida.
Pero algo ocurre en un momento dado: al abrir una ventana para regar las plantas, una mujer surge en su mismo balcón y canta un aria, no sé de qué ópera. Es vibrante, conmovedora, incluso si vienes de hibernar en tu salón. Una vez escuchada el aria, la mujer cierra la ventana y sigue su vida absurda, como si nada. La lección para quien asiste a la función, y lleva una hora larga esperando que algo ocurra, es que la vida surge, clama, grita aunque te escondas, aunque te ocultes, aunque te refugies de ella para no sufrir más.
Quizá por eso el teatro, el que uno viene a ver en sus dos salas, nos es tan necesario: porque la vida se parece mucho a la vida, cada minuto al anterior, lo que dices a lo que dijiste. Y porque al apagarse las luces en la sala, la ventana que se abre en el escenario cada noche nos grita que uno es lo que es, pero no necesaria, no obligatoriamente. Que acaso uno no necesita ponerse un traje ajeno para ser quien querría ser. 

No hay comentarios: