John Paxson,
Steve Kerr, Danny Ainge. Haber sido la cuarta o quinta opción en el equipo en
que jugaras acaso sea, veinte años después, la mejor virtud de un General manager
en la NBA: entender cómo la adecuada cuarta o quinta opción de otros equipos a
la hora de seleccionar jugadores podría ser, adecuadamente analizada, la
diferencia entre hallar a Kwami Leonard o pagar a Kendrick Perkins diez veces
lo que vale. Byron Scott fue durante una gloriosa década en los Lakers de
Magic, Jabbar y Worthy la cuarta opción de un equipo al que bastaban sus tres
superlativas partes previas para ser uno de los mejores equipos de la liga. Pero,
como ocurriera en los Bulls de Jordan, Pippen y Grant, o en los Celtics de
Bird, Parish Y Mc Hale, suele ser la cuarta opción la que valida o no tus
opciones a ganar el título. De eso dependerá la suerte de los Thunder el próximo
bienio, por eso los Spurs son los campeones vigentes. Por eso Paxon o Ainge
tienen los trabajos que tienen. Y por eso Scott es el nuevo entrenador de los
Lakers, porque, obligados a cargar con el ya inconveniente contrato de Bryant
hasta que se jubile, cualesquiera que sean sus opciones en el próximo lustro, pasan
por evaluar adecuadamente el talento que otros tres antes que tú dejan pasar. Cuando
habla de optimizar a Bryant y Nash, se refiere a darle el balón a ese que aún
no está.
30 julio 2014
28 julio 2014
no lo hay
Termina el Fringe con quien hace tres años lo empezara, y así, en el coloquio, además de Natalio Grueso, están César Antonio Molina y José Manuel Mora. Con la relación de los intelectuales y el poder de tema de fondo, surge el fondo del tema: el nulo interés que despiertan hoy el conocimiento o la sensibilidad cultural elevada. Llamárase Los intelectuales sin poder y se entendería mejor lo que ha ocurrido en los últimos diez años, generalizado el robo de contenidos culturales (con lo que de rebaja de su valor intrínseco conlleva) y, en paralelo, la sustitución de lo cultural como parte de la formación de la conciencia por la inmediatez de una vida pensada para las redes sociales, a las que importa solo la actualización y la brevedad. La gran cultura, es decir, su capacidad de devenir en poder transformador social, ha acabado por ser apenas el eslabón que sucede solo mientras la sociedad no alcanza determinados niveles de comodidad, de consumo, de anestesia bien pagada. La función de la literatura, del teatro, del cine, de la ópera, del arte, que durante siglos pensamos individualmente necesaria, no solo por sí misma, sino para construir una conciencia social que utilizase sus mejores frutos para alimentarse es hoy, con mejores tiendas en las que entrar a terminarse de construir, uno de esos productos que todos ignoran a favor de las marcas blancas, aunque éstas lo sean por el vacío que contienen. Vargas Llosa tarda un día en escribirlo desde otro sitio: “De otro lado, aunque la dura crítica de Tony Judt a lo que llama la “anestesia moral colectiva” de los intelectuales franceses sea, hechas las sumas y las restas, justa, omite algo que, quienes de alguna manera vivimos aquellos años, difícilmente podríamos olvidar: la vigencia de las ideas, la creencia —acaso exagerada— de que la cultura en general, y la literatura en particular, desempeñarían un papel de primer plano en la construcción de esa futura sociedad en que libertad y justicia se fundirían por fin de manera indisoluble. Las polémicas, las conferencias, las mesas redondas en el escenario atestado de la Mutualité, el público ávido, sobre todo de jóvenes, que seguía todo aquello con fervor y prolongaba los debates en los bistrots del Barrio Latino y de Saint Germain: imposible no recordarlo sin nostalgia. Pero es verdad que fue bastante efímero, menos trascendente de lo que creímos, y que lo que entonces nos parecían los grandes fastos de la inteligencia eran, más bien, los estertores de la figura del intelectual y los últimos destellos de una cultura de ideas y palabras, no recluida en los seminarios de la academia, sino volcada sobre los hombres y mujeres de la calle.”.
27 julio 2014
mártires de la desobediencia
En 2007 Deane Blackler
publicó un ensayo sobre W.G. Sebald que, ilustrado en portada por una imagen no
completamente reconocible de Robert Walser, debiera haber convertido su título
–Reading Sebald. Adventure and disobedience- en el más involucrado –Reading
Sebald. Adventure of disobedience. Confinado en un sanatorio para enfermos
mentales en la Suiza oriental durante los últimos 23 años de su vida, Walser pasó
y paseó casi esos mismos años acompañado eventualmente de Carl Seelig, un
filántropo amante de su literatura, y probablemente su único amigo en esos
años, que condensó en su maravilloso Paseos con Robert Walser la encarnación
del autor suizo como personaje de sí mismo, esencialmente de una desobediencia que
en él era incapacidad, poco sospechosa por otro lado, para hallar acomodo
social en un tiempo –las notas de Seelig datan de 1936 a 1956- que vio el
ascenso y la caída del nazismo.
Alabado por Sebald y por
Coetzee entre otros, Walser comparte con el primero una mirada sobre lo que
apenas se mueve mientras te rodea, mientras pasas a su lado sin reparar en ello
solo porque está ahí cada segundo. La visión de Sebald sentado en el banco de
una estación, simplemente esforzándose por sentir el paso engañosamente
idéntico del tiempo, es puro Walser. La mezcla de precariedad y desobediencia militante,
orgullosa, que emana éste está también en el retrato que Joseph Mitchell hizo de
un vagabundo en sus dos relatos publicados en New Yorker, finalmente como libro
con el título El secreto de Joe Gould (“tenía condiciones para convertirme
en una especie de vagabundo, y apenas me resistí a ello” –diría Walser). También en el Artista del hambre que a Kafka le
diera tiempo a escribir tras haber conocido y admirado a Walser. Y, algo más
lejos en el tiempo, en el escribiente torturado y renuente que Melville pusiera
a vivir esa obra maestra que, como las anteriores, es Bartebly el escribiente.
La desobediencia de la
que fue testigo Mitchell en la forma de una gran, y genial, impostura, incubó
en él la renuncia a escribir, de la que ya apenas saldría. Eso le hermana con
Walser, y encarna fuera de los libros lo que Kafka (el director de la oficina de
seguros en la que trabajó Kafka compararía a éste con los personajes soñadores
de Walser) y Melville pusieran en ellos: la desobediencia como una renuncia no
conflictiva, reivindicativa o combatiente, sino apaciguada, rendida al mundo.
Los artistas del hambre y la escritura que en la ficción prefirieran no
hacerlo, sirven de espejo a los que, en la vida real, prefirieron no
escribirlo. Kafka, Walser, Mitchell vivieron para ver el horror que las guerras
mundiales del siglo XX excavaron como una tumba en las conciencias. No ha de
ser casual que el hallazgo de esa renuncia triste y callada tenga también, en
ellos o sus personajes, la forma de una rendición por aniquilamiento moral.
Hasta ese instante, la
historia de la desobediencia en la literatura es cualquier cosa menos la de un
encogerse en la parálisis: de Adán a Prometeo, de Antígona a Alonso Quijano, de
Romeo Montesco al ibseniano dr. Stockmann, de la Adela hija de Bernarda Alba al
bombero Montag, negarse a obedecer es empezar una guerra en la que se pone todo
en juego. La desobediencia como acto de rendición y no de lucha que Melville
inicia con su Bartebly en 1853 iba a tardar en anclarse en Kafka setenta años. Y
es difícil resistirse a ver en la figura de Seelig, trece años después, la del
abogado de posición acomodada que, en un momento del cuento de Melville, pasa
de ser el jefe pasmado ante la actitud de Bartebly a ser su protector. O dejar
de ver en la descripción primera de éste -pálidamente
pulcra, lamentablemente respetable, incurablemente solitaria- la de Walser. En una turbadora mezcla de ambos, la
foto que Seelig tomara de Walser en 1954, bajo la nieve, sugiere no a Bartebly
sino a su benefactor.
En su conformidad con el
encogimiento de su persona pública, que no ha de confundirse con docilidad,
Walser encierra también ese otro rasgo literario inmensamente más frecuente, la
obediencia, y su rango no escaso de desdichas: la de Jesucristo, la de Hamlet, la
de Sancho, la del Cándido de Voltaire, la de Fausto. Cuando Seelig le sugiere
la posibilidad de instalarse fuera del sanatorio, Walser responde tener
obligaciones para con el resto de pacientes, para con sus propios deberes
dentro del hospital. Cuando se le pregunta si volvería a escribir fuera del
sanatorio –lo que entre sus muros considera absurdo y cruel, en tanto que
privado de libertad- responde Barteblianamente “con esa pregunta solo se
puede hacer una cosa: no responderla”. Incluso su actitud durante una
indisposición postrera –pasar la mayor parte de su convalecencia mirando a la
pared- recuerda tristemente a Bartebly.
El día que se cumplen 70
años exactos desde uno de los paseos de Seelig y Walser, y enmarcado en el festival
Fringe, en Madrid, un montaje hispano-argentino permite recorrer parte del
suroeste de Madrid –Marcelo Usera y alrededores- acompañando a un actor que
recrea ser Walser paseando y hallando personajes y paisajes que identificar con
su minuciosa poética, a ratos envarada de amor, a ratos abiertamente crítica
con la fealdad circundante. Seguirle en su itinerario es asomarse a dos paseos
simultáneos, el que Walser publicara como novela breve, y el que Seelig
publicara a su muerte: este Walser se para ante casi todo, observa y con un
gesto anima a observar una puerta, la fuga que se abre al desembocar en una
calle, un cable, un muro, una ventana, un papel en el suelo. Las escenas
interpretadas por un cómplice se mezclan con las que improvisa la gente que
lleva días viéndole pasear –traje, sombrero, paraguas. Lo que Seelig describe -“había
dos ancianas sentadas arrugadas y una joven. Cuando nos íbamos vinieron a
nuestra mesa a estrecharnos la mano”- es casi literalmente lo que ocurre.
Así, una mujer que canta
en una terraza mientras se peina extrae de Walser una glosa de amor que pronto
deriva en paternalismo de empresario de variedades; un practicante de Badajoz
que nos abre las puertas de su diminuto consultorio le toma la tensión; una
antigua actriz sentada en un bar que escucha su admirada declaración de afecto
y azar se mezcla con la del que sale del bar, corriendo, para avisar a quien
pueda abastecer a doce clientes súbitos. Si quienes atienden un supermercado
chino no tardan en preguntar qué deseamos con tan obvia actitud no compradora,
rezamos para que el dueño de una horterísima peluquería no salga de la misma
para escuchar la diatriba feroz de Walser contra la pedantería y el horror estético.
Las cámaras de un cajero automático captan su discurso de gratitud envenenada; el
bibliotecario que nos acompaña hasta la azotea –vetada al público- le muestra
después los libros más solicitados, ahí Walser es inusualmente compasivo.
Terminamos en Kúbik Fábric,
sentados a una mesa en la que el infeliz lleva cinco jornadas seguidas tomando
una tortilla diaria. Solo al final, con un parque de fondo, el paseo parece a
la altura visual del que narrara Seelig –entre montañas, bosques, praderas. Una
de las paseantes, una de los Seelig que hemos llegado hasta allí, se tumba
hasta simular la posición en la que se le encontrara muerto mientras paseaba. Para
quienes no hayan leído el libro de aquel, para aquellos que no tengan la suerte
de amar a Walser, es difícil explicar lo que se siente al despedirse éste de
uno en uno. Pasear junto a Raskolnikov, junto a Leopold Bloom, junto a Madame
Bovary en sus escenarios respectivos ha de ser tan sobrecogedor como lo sea su
peripecia fijada, inalterable. E incluso, en tanto que imposible de realizar
íntegro en un tiempo teatral, su peripecia sería por fuerza simbólica,
resumida, ficticia. Pero Walser era un hombre antes que un personaje. Cuando
hace lo que hace, podría no hacerlo. Podría no mirar allí, podría no decir eso.
Por eso todo lo que, encarnado en un actor, hace, mira o dice es real. Porque
no tiene porqué ser así, porque mañana, incluso a merced de las mismas frases
aprendidas, será distinto. E igualmente real. Es decir, porque sabe de sí mismo
lo mismo que cada uno de nosotros.
26 julio 2014
los nadadores nocturnos
La soledad acompañada,
no para el alivio, sino para vivir una soledad mejor, una que espere de sus
miembros, no la integración sino el eslabón último de la soledad –el suicidio-
es el agua más obvia en que nadan los personajes de la obra de Jose Manuel
Mora, estos días en Matadero, pero no la única. Como una corriente que
alternativamente calentara y helara el mundo a la altura del pecho, no hay
personaje de este club de seres dañados que no se exponga al amor, lo logre, lo
pierda. Desde el más catastróficamente hundido para el mundo –el chico-paloma-
a ese eufemismo de la timidez que es la chica invisible, el ansía de amor, de
comprensión profunda, funciona como un tren que tan pronto se detiene ante
vidas improbablemente destinadas a encontrarse, como pasa de largo ante seres
normales y razonables, que confían en sus costumbres mayoritarias como un antídoto
ante el abismo íntimo de que no te importe nadie en realidad. Hijos sin padre
claro; parejas que se desaman con una naturalidad que llevaran años ensayando;
un maestro de vida cuyo logro final, y redundante, es un best seller sobre la
coprofagia y otras artes de la defecación. Seres que ven en el ahogarse la
ocasión de que el boca a boca simule la vida. Íntimos y simultáneamente impúdicos,
el desamparo y el anuncio que pide amar son, en el magnífico montaje de Carlota
Ferrer, un naufragio reído, cantado, amado, y al mismo tiempo un canto al
salvavidas al que te aferras para hundirte abrazado a algo. Como todos, no son
nadadores sino buzos. Toman aire donde se puede, en la superficie o en el
fondo.
25 julio 2014
Euridice en Germania
Comienza justo en este
instante el festival de Bayreuth y lo hace con Tannhauser. Que es decir, con
una variable sutil de lo que Monteverdi escogió para crear Orfeo en 1607.
Wagner compuso una obra sobre la vida que Orfeo pudiera haber gozado en tierra
de Euridice, de ser éste el acuerdo previsto con ella y no al revés. Al
hacerlo, conservó también ese otro elemento bíblico que en Orfeo es la condena
ligada al mirar atrás, y en Tannhauser, la razón de su regreso a la tierra de
la que saliera. Como en otras formas artísticas, la añoranza, más aceradamente la
impaciencia, es un tema trasladable con todo su impacto desde la mitología
griega a la germánica, y de existir la norteamericana, podría hallarse en lo
que pierde a Jay Gatsby en la novela homónima de Scott Fitzgerald. Philip
Glass, que viene de contar la imposibilidad en la aceptación de la derrota de
otro gran símbolo americano del siglo XX, sería una gran opción. Incluso si
contada desde esa tradición: el infierno al que se precipita Gatsby al mirar
atrás.
24 julio 2014
he visto arder pólizas más allá de Orión
Escribe Ignacio Vidal
Folch en el El País 20.7 cómo en mayo de 1964, tras una de las reuniones
preparatorias de lo que luego sería 2001, una odisea del espacio, Stanley
Kubrick y Arthur Clarke dieron en avistar lo que les pareció una nave
extraterrestre (en realidad, el primer satélite de comunicaciones). Y cómo
ambos se encontraron temiendo, respectivamente, que el proyecto quedase
desfasado en caso de que se estableciese contacto con otras inteligencias
alienígenas, y cuán la presencia extraterrestre “no podía ser una
coincidencia. Ellos estaban actuando” para impedirles hacer la película. Más asombrosamente, cómo, al intentar contratar Kubrick un seguro que garantizara
la viabilidad de la película en caso de que la carrera espacial hallase vida
extraterrestre, la compañía de seguros fijó un precio astronómico que hacía
imposible su contratación. La hipótesis Kubrickiana era viable para
el departamento de análisis de riesgos.
Lo que podría ocurrir
es, inverosímilmente, menos fantástico que lo que se decidió que no ocurriera: si
para cualquiera que no conociera Espartaco (tres horas largas en su versión final),
renunciar al prólogo en blanco y negro que Kubrick ideó para abrir 2001, y en
el que científicos, teólogos, astrónomos y filósofos debatían la singularidad
humana en el universo, suena lógico, la renuncia a una voz en off que explicara
cómo el monolito enterrado en la luna era una señal de alarma dejado por una
inteligencia alienígena para avisar de que la raza humana exploraba el espacio,
revela una fe pasmosa en la habilidad decodificadora del espectador en una
película que regala la información, y esa desde luego, con cuentagotas. Uno ha
visto a un físico especializado en astronomía renunciar a verla por incapacidad
de hallar la puerta de entrada. Que a Kubrick eso le pareciera aceptable es, de
cuanta exploración aventura la película, la que más lejos viaja a sabiendas.
23 julio 2014
lo que no se gasta
A pocas páginas de la pestilencia que exhalan las páginas de economía o nacional, hinchadas del robo permanente e impune de dinero público, en El País del último domingo se imprime, como una vacuna ignorada por la infección, memoria de cómo el ministerio de exteriores de la República española y el gobierno de México hubieron de comprar en 1940 el hotel de Montauban en que agonizaba Manuel Azaña, a fin de que muriese en el suroeste de Francia, pero en territorio mexicano.
22 julio 2014
planeta de los si, míos
Como un reverso
sintetizado de la saga X-Men, la construida a partir de la novela de Pierre
Boulle continúa su explicación de la mutación como diferencial que tanto te separa
como te une a aquellos a los que te enfrentas. Si en la novela solo al final se
revelaba a cuál de las dos especies pertenecía el futuro, cada una de las
secuelas de la película de Franklin Schaffner ha afrontado el problema de partir
de a quien tan obviamente pertenece el pasado, que es decir, la extinción. En
un cruce con La máquina del tiempo, de Wells, el encuentro de dos especies que
en su día fueron la misma podría devenir en la historia de la dominación de una
por la otra y de la rebelión eventual del lado débil, liderada por un mesías
venido de un tiempo inesperado. Sin Wells funciona igual: la exhumación de la
saga por Rupert Wyatt en 2011 y por Matt Reeves en 2014 halla a ese mesías en
el lado fugazmente débil. La novedad es que los rasgos que le elevan a esa
categoría son también los que más le acercan al lado al que se combate: César
es el más humano de los simios, y como se encargan de sugerir los descerebrados
que generan el conflicto en ambas historias recientes, no el más simio de los
humanos. La imposibilidad de una simpatía total hacia quienes nos aniquilan
generó un virus en El origen… (2011) que nos diezma sin que los simios tengan
en ello arte o parte, y la cuadratura del círculo solo afila sus esquinas al
proponer en esta El amanecer… (2014) dos bandos que son básicamente lo mismo,
pelean con idénticas armas y les preocupa la niñez respectiva. Pero Boulle y
luego Schaffner plantaron el final al principio, y éste es el que es. Que quienes
nos suceden en el gobierno del planeta sean más o menos nosotros es más
llevadero que verles sojuzgar, con similares prejuicios y dogmas pueriles, a la
especie que evolucionó a partir de ellos, y que les aniquiló en el proceso. En
último sentido, Boulle escribió una farsa. Y Schaffner, como Burton décadas
después, lo entendió bien. Lo que vienen haciendo Wyatt y ahora Reeves es adaptar
a Wells. Si se quiere jugar a la igualdad moral como única victoria posible de
una saga condenada a la derrota humana, es buena opción. La moral sangra de
forma más reconfortante.
21 julio 2014
amanecer en la selva de bachmann
Leer a Paul Krugman es advertir
uno de los logros dolorosamente permanentes que concurren en el análisis de la
política norteamericana: la paradoja de que, en un país donde incluso sus más obtusos
voceros reclaman como solución más libertad (aunque con ello solo se refieran a
menos intervención gubernamental), los adjetivos que tan explícitamente acaban
mereciendo bachmann, perry, palin, cruz, ryan o rubio esquiven la libertad de decir
de ellos lo que son, y se refugien, quizá por cansancio, en otros más periféricos,
más insólitamente educados dado el contrincante. Escribe Krugman que “la adicción
a la inflación nos dice algo sobre el estado intelectual de quienes están a uno
de los dos lados de la gran línea divisoria nacional. La preocupación obsesiva
de la derecha por un problema que no tenemos, la negativa a replantearse sus
premisas a pesar del abrumador fracaso en la práctica, nos dice que en realidad
no existe ningún debate racional” y se lee como si la deflación hubiera
llegado a la semántica.
20 julio 2014
El escasamente extraordinario viaje hacia Wes Anderson
El cine de Jean-Pierre
Jeunet, que hizo del gran angular uno de los rasgos del grotesco en que nadaban
sus personajes, fue fijando la peripecia de éstos hasta convertirlos
en sucesivos y reconocibles encarnaciones de un guiñol, cuya cachiporra y mueca
sensible son, veinte años después, un gag paralizado, al que, para dotar de movimiento
en este viaje de T.S. Spivet, hay que subirlo a un tren del que ya solo baja para
ser algo distinto a cualquier otra película de Jeunet, y no a mejor. Construida
para ser una copia mala del molde en que Wes Anderson agota su filón sin que, asombrosamente,
aburra, lo mejor que puede decirse de ella es que éste la habría hecho mucho
mejor. O mejor aún, no la habría hecho.
19 julio 2014
the ladies who die
Mientras viven aquellos que
sirven de modelo a quienes, en escritura, lienzo o partitura, les convertirán
en inmortales, sus vidas son dobles, y quizá en ello, la longevidad de la
persona real parece nutrirse, no pocas veces, de la inmortalidad que espera al personaje
escrito para ellos o, como ocurriera con Richard Burbage, para quien
Shakespeare escribió no pocos de sus personajes más magníficos, su vida se agota
al hacerlo quien le tomara de modelo. Quizá exhausto de vivir tantas vidas, Burbage
vivió los mismos años que Shakespeare. La noticia de la muerte de Elaine
Stricht, ayer a los 89 años, solo puede entenderse como un despiste irreparable
de quien viviera para que Stephen Sondheim, entre otros, le hiciera cantar en
Company.
17 julio 2014
QFWFQ
Dieciséis años después, uno vuelve a la misma sala a ver la misma obra en el mismo montaje. Y dos símbolos afloran que imposiblemente podía apreciar en aquella primera reencarnación: uno, cuán la primera obra que quizá recuerdo –ésta- ha acabado contando lo mismo –cómo el punto previo al Big Bang, que concentrara toda la vida posterior, ya la contenía ahí, agitada y ansiosa- que el teatro ha acabado siendo para mí, cómo la física cosmológica en que se basa la adaptación de Julio Salvatierra a partir del relato de Italo Calvino, Las Cosmicómicas, es, sin necesidad de metáforas, el aleph primigenio del teatro en mi vida. Y dos, cómo la conclusión de ese relato, en la figura de un hombre que, por amor, abandona la tierra para dirigirse a la luna, sin retorno posible, es también el eje de mi primer libro publicado. Para quienes asisten a la representación, estos días en La cuarta pared, sin reconocer esa doble, e insospechada, ansia de premonición, el momento es igualmente gozoso.
A P.
Y a C.
15 julio 2014
The words without Maazel
En el breve texto de
Anthony Short que acompaña la edición en dvd de la síntesis wagneriana que
Lorin Maazel grabó en 2000 con la Filarmónica de Berlín, aquel enlaza la
primera aparición de Maazel en Bayreuth, en 1960, con los lazos nazis que el
nieto de Richard Wagner, y gestor del festival en aquellos años, Wieland, había
acompañado del intento, no escasamente poco polémico, de despojar la obra de su
abuelo de la teatralidad forjada en el XIX y acercarla así a un formato en que
la música salida de la orquesta recobrara un protagonismo, una visibilidad, que
la parafernalia mitológica, y no tanto la voz que la expresa, arrastraban hacia
una suntuosidad escénica que acumulaba dorados en escena, quitándoselos a la
partitura. The ring without words (EuroArts 2012) recoge en algo menos de hora
y media motivos de la tetralogía wagneriana, que salen de la ópera tal y como
la conocemos para contar su historia sin sus narradores. Es esa voz simultáneamente
asimilada y hurtada a Wotan, a Brunilda, a Sigfrido, pero también a Wieland
Wagner y al nazismo con el que conviviera mientras éste forjaba una mitología
en tierra que precisaba justo de los disfraces que Wieland acabaría
desterrando, la que desde ayer incluye a Maazel. Sobre la inconfundible voz que
eres incluso cuando lo olvidas o lo ocultas, escribe Norman Lebrecht en El País
14.7: “No había otro capaz de espolear a una orquesta para que tocara como
la Filarmónica de Viena; sobre todo, si era la Filarmónica de Viena”.
14 julio 2014
Escila en casa de Carabdis
Se anuncia la selección
de la que saldrá el equipo estadounidense que jugara el mundial de baloncesto en
nuestro país en septiembre, y el más sospechoso de los rendimientos previsibles
que haya afrontado la generación dorada española se junta, así, con la mejor
oportunidad que tendrá de ganar a un equipo conjuntado en Estados Unidos. Jugando
la edad en contra, derrotarles traería además la única medalla que aún no puede
colgarse esta generación: la de haber derrotado a Estados Unidos en una
competición internacional en diez años, pues de ello se encargó Grecia en
semifinales del mundial que luego perdería contra España en Japón en 2006. Siendo
muy probablemente la última oportunidad de ver juntos a Pau Gasol, Navarro,
Calderón y Reyes, ganar a Estados Unidos cerraría un círculo que empezó el día
que la generación española venció a Estados Unidos en el Mundial junior de Lisboa
de 1999. Ni uno solo de quienes empezaron el partido representando a Estados
Unidos ese día hicieron grandes carreras en la NBA, y dudoso como sea el
porvenir de Kyle Korver, Gordon Hayward, Kenneth Faried o Andre Drummond en los
años venideros, uno desearía escuchar de nuevo a Pedro Barthe dentro de un par
de meses, solo por soñar con criterio.