28 mayo 2006

van un aleman y un español

Al tiempo que competían por ver cuál de ellas permanecía al alcance del público más de diez días –la respuesta es ninguna de ellas- han coincidido dos obras en cartel –El hombre de teatro, de Thomas Bernhard, y la película de Albert Serra Honor de Caballería- que versan sobre un tema antiguo: de las relaciones de dependencia ambigua entre la sabiduría, o el mero conocimiento, y quienes lo ignoran por completo. Aquí caben las relaciones que Bruscón –el protagonista de la obsesiva obra de Bernhard- entabla –sostiene a su pesar- con aquellos que abisman su ignorancia desde este lado del telón –su familia, que le es tan inservible como tal que como componentes de la compañía teatral con que representa la obra de la que es autor- y con quienes, del otro lado del telón, asisten como espectadores ignorantes cuando no idiotas –textualmente. Trata El hombre de teatro del raro maridaje que ha de ser vivir sin lograr que los demás entiendan apenas un ápice de lo que uno lleva dentro y se empeña en transmitir, de la convivencia dentro de quien asiste impotente a ese empeño estéril, pero a la vez no puede evitar depender emocional, anímicamente, de ese público sordo y ciego. No ahorra Bruscón mordaces cuando no corrosivos comentarios que denigran sin solución a quienes le rodean allí donde va, ya sea su familia en esa doble condición de incompetencia o el público al que dedica idéntica opinión. Pero no puede evitar depender esquizofrénicamente de los afectos de su hija y del esmero de la cocinera de la pensión en que se aloja. Y finalmente se derrumba cuando el público ha de abandonar la sala a causa de un incendio. En la bellísima historia del silencio como lenguaje que es Honor de Caballería, es El Quixote el que halla en el abotargado y pétreo Sancho el aula para su sabiduría –en la película lo es más que su locura- , que por mor del guión persevera en más repeticiones que ideas, pero es, con todo, el proceso de enseñanza que desde un hombre que sabe trata de ser transmitida hacia quien lo desconoce. Obvio que ambos –Bruscón y El Quixote- tienen, desde su creación como personajes cuasi locos, afectada su credibilidad en aquello que traten de propagar, pero aquí importa más la distancia entre saberse en posesión de algo que los demás ignoran y la necesidad paralela de saberse necesitado por aquellos a los que, en mayor o menor grado, se desdeña. Pasa El Quixote buena parte de la película aleccionando a su obtuso discípulo acerca de esto u aquello, pero es una enseñanza teñida de afecto, de cariño, de necesidad física de ser escuchado. Como Bruscón ante una sala vacía, El Quixote cae en una ira, que tiene mucho de abandono, al ver marchar a Sancho. Acaso la historia de esa dependencia, que tiene de ida la superioridad y de vuelta el afecto, sea la que ha de sobrevenir llegado a un extremo de la opinión acerca del mundo: se ha de estar muy solo al llegar a donde Bruscón, por méritos propios, y El Quixote, por ajenos, sienten haber llegado.
El público es idiota –dice Bruscón. Mira a dios –dice El Quixote. Y aquello que no responde es todo lo que tienes.

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