31 mayo 2006

de repente, el ultimo jiron

Gélido como un año sin su poema correspondiente, el montaje de la obra de Tennessee Williams, De repente, el último verano, en la sala Francisco Nieva del teatro Valle Inclán, en Madrid. Casi ausente en el resto de explicaciones, en el resto de los porqués, como icebergs, del resto de los personajes, hay al menos carne –un deseo material, humano, real y doliente- en el egoísmo de Jorge Holly, que trata de que la versión de la muerte de Sebastián coincida con la que quiere escuchar su madre, es un deseo del que penden 50.000 dólares de la época, aunque eso suponga que la testigo y narradora de la muerte, su propia hermana, añada al hecho de estar a punto de ser lobotomizada en un sanatorio, el sufrimiento de tener que mentir acerca de lo que vio. Hay tanta distancia respecto a los propios sentimientos que incluso la protagonista y testigo del crimen –la infeliz y torturada Catalina Holly- declara haber escrito un diario, pero uno en tercera persona, como si la dicha y el horror que describe de sí misma le ocurrieran a otro. La misma distancia hay en la visión de la madre del finado, que describe a un hijo que no es como ella cuenta, y cuyo dolor sólo es la renuncia a admitir que su muerte, tal y como narra Catalina Holly, ocurrió al ser despedazado, devorado por otros hombres, a los que su madre niega el mismo mundo que su hijo. -¿Cómo pretende que crea que mi hijo fue, día tras día, a una playa pública? –dice en un momento de la obra Violeta Venable, su madre. Distancia, también, en los principios del doctor llamado para ingresar a la testigo del asesinato, doctor que se debate entre su tibia alarma ética ante la posibilidad de aceptar una locura que no lo es, y ver con ello financiado, gracias al soborno de la riqueza de Violeta Venable, sus arriesgados experimentos en cirugía de la locura. Hay escasa carne en el montaje, carne oculta por razones burguesas, de clase o posición social en el trance de saltar o retroceder una casilla según sus actos sean unos u otros. Por eso, cuando finalmente Catalina Holly narra el ansiado relato de la muerte de Sebastián, la carne que cuenta le faltaba a éste cuando descubrió su cuerpo, es la que, al mismo tiempo que se nos imagina siendo devorada, desprendida a jirones de su cuerpo, vuelve para cubrirles a todos de algo que les faltara, como si el cuerpo del infeliz les fuese repartido en trozos para volverles reales.

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