25 mayo 2011

eso


De una forma a la que ni su costumbre merece arrebatarnos la extrañeza, las elecciones en nuestro país las gana repetidamente quien no vota: esa tercera parte, cuando no la mitad, de la población, a la que el parecer de quien sí vota semeja bastar, tan hijos del hartazgo como, al renunciar a cambiarlo, también padres redundantes de ese estado de cosas. Que, en una visión posible, no poco se asemeja a renunciar a gobernar a quienes te gobiernan. Y de los que sería interesante saber cómo afrontan después, durante los cuatro años siguientes, aquellas decisiones políticas con las que están en desacuerdo, con qué voz se carga entonces viniendo de la mudez. Y que en la otra interpretación –la más probable- ha de ser solo desaliento, seguridad en la creencia de que, votes a quien votes, lo que es necesario hacer no será hecho. Es más ironía que justificación el que el tamaño de los matices, su visibilidad, que fundan esa certeza no sean muy distintos de los observables una vez que un partido u otro acceden al poder.
Quizá por eso, en la dificultad de distinguir qué diferencia pueda hacer un voto o cuán poco separa lo que gobernar obliga a unos y otros, en lugar de votar a favor de unas ideas, por convicción, no pocos parecerían estar votando por miedo inoculado, para impedir a los de enfrente. También aquí sería esclarecedor saber qué ideas contrarias creen estar previniendo quienes, de un lado y de otro, votan a favor de la decencia y la España adecuada. Si los matices de lo primero son de la desesperanza, los que juegan aquí lo son, muy probablemente, de la pereza. Votar la línea editorial de un periódico o de una televisión es parte del juego de ignorancia y ventriloquia por el que tus decisiones no son del todo tuyas. Es esa proximidad la que iguala por abajo los avales que, para elegir o ser elegido, vuelve la democracia un ejercicio de forofismo donde basta sentir unos colores para denigrar otros. Se entendería mejor si, analizadas las razones que llevan a algunos a votar, se viera que lo hacen desde fuera de la Constitución, de la declaración de los derechos humanos, incluso de los textos religiosos que dicen seguir.
La simulación también es la guía de comportamiento una vez se termina de contar los votos: y si gobernar lleva implícito renunciar a lo que prometiste, y vivir el exilio desde la oposición se interpreta como uno que, en realidad, te ubica en otro país, donde poco importa ayudar a derruir el que dejaras al perder las elecciones, desde uno y otro lado al menos se consensúa ese logro de la farsa en aras del progreso y la paz que es fingir que las discrepancias abismales lo son entre políticos y no entre ciudadanos, que tan fácilmente parecen vivir en el mismo territorio, pero en décadas o siglos diferentes. Incluso en penumbra, son los ciudadanos los que pierden y ganan las elecciones. Y quizá la saña y mezquindad con que desde la oposición se deforma la realidad impunemente es solo el resultado de superponer a esa lente los miles de ojos que votaron queriendo lo contrario. Para lo que, felizmente, al contrario que la clase política, después carecen del tiempo y energías suficientes que implica llevar su desacuerdo a los niveles de agresión ubicua con que la política se gestiona a sí misma.
Sabemos lo que no somos, esa es la decisión que se nos pide votar cada cuatro años. Falta saber lo que sí. Es natural que la respuesta venga del futuro, dado nuestro inepto uso de las lecciones del presente y del pasado. Apretada estos días en las plazas centrales de nuestras ciudades, la respuesta nueva que pugna por desperezarse, mitad embrión, mitad final de siesta, no solo estira sus miembros por la acera y su legibilidad en todas direcciones, además lo hace justo sobre los adoquines que la historia reciente de nuestra política eligiera para inmovilizarnos: el no, el nunca, el contra mí.

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