15 mayo 2011

diseño del espectador


La obra con la que abre el Festival de Otoño en Primavera –On the concept of the face, regarding the son of god, de Romeo Castellucci- es pura explicación del oxímoron con que ha acabado bautizado el festival: hablando del sacrificio y la impotencia, habla en realidad del público. Ubicado en un espacio donde la pureza del blanco omnipresente está ahí para representar justo la vulnerabilidad a la mancha, la peripecia de un anciano y su hijo, incapaz de que su abnegación palie algo la incontinencia fecal de su padre, tiene un espectador al fondo del escenario –el rostro de jesús de Nazaret- y otros no menos paralizados en las gradas, desde donde la hiperrealidad que representa el hijo –un ejecutivo trajeado tirando hacia un lado del mensaje, y el inmenso amor que siente por su padre empujando el misterio hacia el lado opuesto- son un cuadro opuesto a la hipermitología con que los dioses han acabado entre nosotros.
Críptico como una encíclica que hablara del dueño verdadero de la empresa, el tríptico de Castellucci –tres deposiciones incontroladas, tres vertidos a cual más explícito y masivo- habla de sendas virtudes cristianas como sean la dificultad de controlarte y lo que cuesta perseverar en la bondad, el cariño, la paciencia sobre tus propias fuerzas. Es una metáfora inusual, que acaba en el no menos inesperado refugio en esa imagen de jesús que lo preside todo: la caída y el esfuerzo por paliarla. El hijo asiste al sufrimiento del padre y éste al de aquel. Espectadores ambos, impotentes ambos, sirven también, acaso sin quererlo, para hablar de esa propiedad del espectador de teatro que no es la impotencia, sino la aceptación. Más nítidamente, del derecho de la obra a no darte aquello que viniste a ver, del derecho a no parecer teatro, a no regirse por lo que entiendes como tal. Entenderlo o aceptarlo –lo que cada uno logre- es un acto de madurez y de respeto, capaz de aceptar narraciones sin un fin claro, sin un camino que plantee una acción para llevarla entonces a algún lado.
En un momento de la obra, el anciano deja de fingir sus deposiciones para agarrar un bote lleno del mismo líquido que viene derramando y echárselo encima, como si ni siquiera esa simulación fuera, a esas alturas, necesaria. Como si ni siquiera el teatro estuviera obligado a dar verosimilitud a cambio de tu credulidad. Hay más ficción en el hijo que se acerca a susurrar su impotencia a un dios, y si renunciar a la primera, y más creíble, para aspirar a la segunda no compite con ésta es porque lo que Castellucci ha puesto en escena no es una respuesta ni una pregunta claras, sino un acto más enigmático, que lo acerca al arte, donde presentación hace años que ya no implica representación. No tiene forma definida, no puedes encerrarlo en una idea. Y sin embargo conmueve, percibes el dolor. No es teatro, pero está vivo.

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