26 mayo 2011

Almacén de la tienda de la nostalgia


Parte obvia del parecido que una película de Woody Allen tiene respecto a otra suya radica en que uno de los personajes es siempre el mismo, aunque su rostro no lo sea, y aunque el paso del tiempo haya atemperado al monologuista incansable, trocándolo en una presencia que a veces se ve como si fuera un logotipo para fieles. Por eso la visión del mundo de ese personaje funciona en sus tramas, a estas alturas, como un artilugio más de esa tienda de la nostalgia que su penúltima encarnación, el escritor Gil XX/Owen Wilson, pugna por convertir en una novela de su tiempo mientras él pasea por otro.
En Paris, Nueva York, Londrés o Tombuctú, las definiciones del mundo a ojos de Allen atraviesan sus historias como un diccionario transparente en el que tan clásico es encontrarse lo que su personaje tiene que decir de las clases políticas y empresariales, como lo que, de vuelta, también lo que éstas dicen de aquel. El amor y la muerte se encuentran, enroscados, ya desde La última noche de Boris Grushenko. La bifurcación de la personalidad es, con matices menos obsesivos o solo más piadosos para con sus encarnados, la misma que se encuentra en Zelig. La prehistoria familiar; la evocación de la cultura judía de postguerra en la que se crió; el origen y la transformación –no pocas veces hacia el patetismo- del cine y la radio que educaron a generaciones antes de que lo hicieran las televisiones; el papel de la cultura en sociedades públicamente aculturales; la revisión de géneros, roles, identidades, herencias, aprendizajes que son cadenas; la infidelidad como resorte; el deseo de ser amado por encima de todo, incluso por encima de ser comprendido… sus temas raramente monopolizan su metraje, solo Días de radio contiene la mitad de esa lista.
De todos ellos hace ya casi dos, tres, cuatro décadas. Por eso el periplo de este escritor paralizado por lo que sus sueños suponen de traba en este mundo, y por lo que de irrealidad pueda tener buscarlos en otro, paralelo, es también, enésimamente, ese otro rasgo de no pocas de sus películas: el salto de una realidad a otra, que puede ser el de un periodista que abandona la barca de Caronte, el de un protagonista que habla a cámara, el de un actor que sale de la pantalla de un cine por curiosidad, o el de un escritor que halla cómo viajar por el tiempo, pero no por su relación de pareja.
Pura costumbre Alleniana de convivir con sus problemas en un estrato de la realidad, y con la solución en otro, hecho de nostalgia y de su antídoto, la acción; de una fina inteligencia al servicio de una obsesión; del anhelo y la ira contra el sinsentido; del caos y la armonía simultáneas, el vitriolo del incómodo, que encuentra no poca parte de su credibilidad en cómo emplea contra sí las balas que sobran tras disparar enredador, ha acabado, cuarenta años después de echar a andar, por reunir en sí mismo el rumbo del mundo: cuanto más persigues en un plano, más te cuesta moverte por los demás.

otra versión, esta de Diego:
http://enmientropia.blogspot.com/2011/05/universos-paralelos-en-la-medianoche-de.html

1 comentario:

Diego dijo...

A mí, lo que me gusta de Woody Allen, entre otras cosas, es justo lo que dices al principio: da igual la cara que salga en la película, siempre es el mismo personaje. Yo tengo una teoría acerca de por qué cada vez sale menos él...

Él va envejeciendo, pero las compañeras de reparto siempre son jóvenes y guapas. Ya no resulta creible que un tipo menudo y feo sea capaz de enamorarles... ;p

La película...imprescindible!