08 mayo 2011

Llegan, lo remueven todo, se van. O no.


No por nada el verano es, simultáneamente, el tiempo en que uno interrumpe lo que viene de ser durante los anteriores once meses, y a la vez, la olla que, a la inmovilidad que cada cual lleva dentro, suma el calor necesario para la ebullición. Escrita por Gorki en 1904 para contar la distancia, acaso insuperable, entre lo que la rusia prerrevolucionaria iba pronto a exigir y lo que sus clases pudientes bastante tenían con tratar de conservar por separado, la versión de Veraneantes que Miguel del Arco exhibe estos días en la Abadía es, convenientemente actualizada en el nombre de sus pulsiones, paradójicamente la misma y su contrario: si los Veraneantes de 1904 afrontaban con su pereza al cambio lo que la revolución pronto traería, los de 2011 afrontan con intereses similares… justo lo que aquella revolución demostró no poder arreglar. Como un antes y un después que sucedieran en las mismas tumbonas, también es tanto la historia de la capa protectora de quien ha de defender su modo de vida, como, más hondamente, la excavación doliente de lo que uno es al contacto con el otro adecuado: la historia íntima de cómo, no importa lo mucho que te creas a salvo, dentro de tu imagen, basta el hallazgo de la recompensa adecuada para que te expongas a renunciar a lo que llevó años construir. Por la naturaleza de ambas, la primera –la defensa de lo que lograste ser- es la que Gorki puso a identificar lo que se resiste a ser cambiado, sea un sistema social o tu lugar en él. Pero es la segunda –la incapacidad de dejar de amar lo que nos impide seguir siendo lo que somos- la que más tiene que ver con el verano y con lo que cada uno es a solas, en lo más profundo de su ser. Cuando la última de sus líneas se apaga –“Veraneantes. Llegan, lo ensucian todo y se van”-, no habla de las baldosas, sino de ese otro jardín: las tripas.

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