17 enero 2007

el insulto reversible

Como en el aserto de Brecht acerca de aquello que les pasa a los demás, la visión de Borat, dirigida por Larry Charles, cambia –se vuelve ofendida- en el momento en que se dirige hacia el espectador. La historia es conocida: un falso reportero de Kazajistán recorre Estados Unidos y al asomar su mirada –abigarrada mezcla de estupidez, ingenuidad y absoluta falta de pudor- permite, que en la intimidad, cada uno de sus interlocutores escoja de entre las tres cualidades la más hondamente ligada a su ser privado, escuece que en muchos casos el lado que se muestra al mundo entero es la más directa cretinez. La primera ofensa es la principal en la película: va contra un país que se precia de bastarse a sí mismo en la contemplación de su cultura y los logros de ésta. Es pronto que la visión de la vergüenza ajena, ausente en quienes se muestran como patanes sin mucha defensa, cala y pasa al otro lado de la pantalla, y así, produce vergüenza ajena observar a hombres hechos y derechos declararse, con un guiño, racistas, homófobos, potenciales criminales. Y la patética secuencia en que tres jóvenes celebran su llegada al mundo adulto entre hurras a lo más idiota que el hombre pueda enarbolar escuece más en la oscuridad del cine que en el interior de la furgoneta en marcha en que sucede. Cierto que hay provocación en la forma de asomarse al otro, pero si no hallara respaldo e identificación plena en quienes la afrontan, la película versaría sobre los intentos de un bobo por hacerse seguir, y como sugiere el mito de Fausto, la historia es siempre la de quien compra las ideas de otro, más concretamente –si de buena parte de la historia trágica del siglo XX se habla- la de quienes, tras absolver con su apoyo las ideas más idiotas o genocidas, culpan al inductor, al vendedor de la idea, de sus efectos. Sólo desde esa pretensión de verse absueltos de ser idiotas o voluntariamente ignorantes, cabe que quienes se ven en la película se ofendan de que, como buen espejo, Borat –nombre del falso reportero- se limite a dar la oportunidad a aquellos que se asoman a él de mostrarse como imbéciles o como seres sensatos. Y en la película hay tanto de unos como de otros: por cada vaquero que colgaría a los homosexuales, por cada estudiante que valora a las mujeres y las sandías como el mismo objeto a sus órdenes, hay un grupo de hombres y mujeres que, en cenas o reuniones, prácticamente se niegan a hablarle o le abandonan a poco que éste asoma su discurso procaz, sexista o falto de la más mínima cortesía. La sensación de desagrado con que uno pasa buena parte de la película se debe –cree uno- tanto a ese catálogo de seres abyectos como a la aparentemente innecesaria muestra de escatología que sólo tiene al espectador de testigo. Esta es la segunda forma de la vergüenza que uno reconoce en la película: pues, inserta entre los ejemplos de adhesión o repulsa a las ideas de Borat, hay secuencias en que, sin más persona que el espectador a la que ofrecer la posibilidad de reír con él o salir huyendo, el personaje de Borat actúa para la cámara como si su papel necesitara, para ser creíble, de una continuidad entre toma y toma, algo así como si el actor que hace de tarzán fuese intercalado en la película en taparrabos y dando alaridos mientras, fuera del rodaje, cena con su familia o sale a pasear al perro. Expuesto a lo asqueroso de su conducta, el espectador no tiene la opción de salir de la habitación sin salir a la vez del cine, y en esa categoría a la que eres arrojado, en la que uno carece de las oportunidades de los que aparecen en ella radica, quizá, la sensación de abuso con que uno termina de verla. Como si fuese uno más de la lista de idiotas que comparten su visión grotesca y zafia del mundo. Es legítimo sentir eso como un agravio hacia la sensibilidad o la inteligencia, y es una lástima que al editar la película se considerara necesario para la credibilidad de la zafiedad del personaje el mostrarlo tan naturalmente palurdo y falto de pudor incluso cuando no hay contra quién ofrecerlo como el cebo-baratija de la conciencia que es, pues tal altera, y quizá distorsiona la cualidad del espejo, y no pocos pudieran salir del cine pensando que la película trata de la estupidez del reportero. Un desperdicio dados los ejemplos, en ambos sentidos -para mirarlo recto o darse la vuelta- que a él asoman.

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