16 enero 2007

Banderas de los hijos que vendrán

Si uno de los requisitos que parecen claros en la película respecto a un símbolo es la conveniencia de no pedirle demasiado, ha de verse como natural el que cada uno de los tres símbolos que recorren Banderas de nuestros padres, de Clint Eastwood, se apoye en el anterior como los soldados lo hacen en la bandera mientras la levantan, el país en la fotografía que los inmortaliza, y la política en quienes, a falta de caras reconocibles en la imagen, tanto pueden ser los que dicen serlo como cualquiera. Los tres mienten, o son mentidos, y se deterioran al tiempo que su construcción como símbolo se asienta: la bandera que se venera como símbolo no es la que fue plantada, ni los hombres quienes levantaron aquella; los hombres que son paseados de este a oeste oscilan entre representar el acto de levantar un país y el deseo de desmontar, de tumbar la bandera, y lo que representa, de donde estuviera anclada –algo que, si se observa la fotografía, es más que una metáfora posible; y la suma de ambas mentiras coincide en la imagen en cuestión para mentir el hecho de que en el momento de distribuirse por todo el mundo, la guerra del pacífico distaba mucho de estar ganada. De las tres versiones optimistas de la realidad, puede pensarse que ésta última es la que más tiene de marketing político al uso y poco más. Pero que ese sea un simbolismo acostumbrado no lo convierte sino en una mentira común, a la que la conveniencia no dota de más verdad. Al cabo, que los símbolos no pueden ir sino en una dirección y que mueren si se detienen se cuenta en la escena más cruenta de la película –la única en que la muerte no es producto de la ira sino del precio que otorga una guerra a las vidas que pasan por ella: un hombre cae al mar y las chanzas primeras de sus compañeros se hielan en los rostros al entender, en medio de las interminables hileras de buques, que ningún barco sacrificará su lugar en el engranaje para recoger al caído. No hay símbolo sin manipulación, no sólo porque la reducción exige que la información que se pierde no afecte al valor inmediato de lo que se exhibe, sino porque –paradójicamente- un símbolo se escoge para hacerlo depositario de toda la información posible: la que se escoge y la que se desecha. En ello radica el valor de un símbolo: en que, defendido adecuadamente, exige escaso discurso y sí mucha repetición. Quizá por ello los tres supervivientes del falso alzamiento de la bandera aparecen siempre repitiendo las mismas tres frases sencillas, quizá por ello la bandera falsa y la verdadera no pueden distinguirse, y quizá por ello la fotografía, al captar a los hombres de espaldas a la cámara, los convierte en cualquiera, o lo que es lo mismo: no necesariamente en alguien concreto. Levantar un símbolo ni siquiera requiere de héroes, en eso la película de Eastwood es también una disección formidable de la idea de símbolo, sus formatos y sus posibilidades, tan cercanas que caben en una imagen.
A no mucha distancia de donde vi la película se alza una iglesia imponente, y en ella, anexo a la sacristía mayor, una estancia en cuyo techo una pintura muestra una mujer sosteniendo un estandarte. A sus pies y en diferentes alturas, varios ángeles vigilan su victoria, espada en mano. Preguntado el guía, responderá que el triunfo no es contra alguien o algo, sino meramente el triunfo de la iglesia. Aún cuando se le señale que un triunfo rodeado de espadas lo es por algo –contra algo- añadirá que es sólo un símbolo. Sólo eso.

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