13 enero 2007

Dos veces hundidos

Casi dos años después, desciende uno por segunda vez El Hundimiento, dirigida por fuera por Oliver Hirschbiegel y por Bruno Ganz por dentro. Más generosa la sombra de éste último, se deja ver con más nitidez la de Thomas Kretschmann, hoy el miembro de las SS Hermann Fegelein, ajusticiado por traidor en los últimos días de Berlín, y al que uno no puede evitar mirar con los ojos compasivos con que su uniforme y su cara salían de El Pianista, de Roman Polanski, tras perdonar, como el capitán Wilm Hosenfeld, la vida de aquel Wladyslaw Szpilman, bajo la piel de Adrian Brody. La mirada que, desde fuera de la película de Hirschbiegel, le juzga actor con méritos para mejor suerte no es muy distinta de la que desde dentro del celuloide le observa a ojos de Hitler como actor también, junto al resto de alemanes a los que toca morir y el resto son consideraciones del autor que sólo a él atañen. Distingue el Hitler-Ganz entre los actores –entendidos como los que actúan- y entre los que son justo aquello que sus actos hablan –aquí está él y su secretaria. Nuestros mejores hombres han muerto ya –dice cuando se le reprocha no pensar en la población civil berlinesa, y lo que está diciendo es que la prueba de honorabilidad, de fidelidad a sus mandatos es dejarse matar. Junto a la línea argumental que explica la película como el arco de su desvarío, está una segunda que narra tanto dolor como la historia de la decepción consciente, ganada a pulso en los buenos tiempos y devastada en los malos: la de un engaño, una mentira que circula de arriba abajo y al revés. Brama Hitler la traición permanente, la desobediencia de sus generales, y ese lamento no es muy distinto del que emana hacia él de parte de la jefatura nazi, del arquitecto hacia el promotor, de los oficiales médicos hacia los no médicos, y de la población civil alemana en todas direcciones si la película hubiera durado seis horas más. ¿Por qué iba a engañarnos? –pregunta una mujer. ¿Qué tiene qué perder? –le responden. Una vez tapados otros cráteres, el abismo de la responsabilidad ciudadana en los crímenes de guerra iniciados por sus dueños militares es uno en el que caben tantos cuerpos como cayeron en sus ciudades, y de ese hundimiento no se sale. Traudl Junge es la secretaria en cuyas memorias se basa parcialmente la película, es ella la que, ya anciana, la abre y cierra. Su última frase es en realidad la primera que se calla siempre, cuando más necesaria, cuando aún podría salvarlo todo: la juventud no es excusa. Tenía que haber sabido, tuve que haber sabido.

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