Despuntaba ya el día cuando desperté; el tren se hallaba inmóvil; yo estaba en el último vagón y, al notar que algunos se paseaban por entre los rieles, abrí la portezuela y salí, como si el tren fuera una caravana detenida a la vera del camino. No se veía ninguna estación ni señal por las cercanías. La verde campiña se extendía por doquier. Los algarrobos y un campo de trigo la dotaban de una gracia y un interés extraño; pero el aspecto de la tierra era suave y semejaba el de una campiña inglesa. No tenía una apariencia exactamente europea; sin embargo, era lo bastante parecida como para que resultara natural a mis ojos. Y fue en el cielo, y no sobre la tierra, donde me sorprendió notar cierta diferencia. Explíquese como se quiera, por mi parte yo no puedo hacerlo, pero el sol se eleva con un esplendor distinto en Europa y en América. Hay más resplandores áureos y escarlatas en las mañanas de nuestro viejo mundo; y más púrpura, pardo y anaranjado en las del nuevo. Quizá se deba a la costumbre, pero para mí la llegada del día es menos fresca y animadora en éste último; su gloria es más oscura y más se asemeja al crepúsculo que al amanecer. Parece apropiada para alguna época del atardecer del mundo, como si América se hallara en realidad, y no sencillamente en la imaginación, más alejada de la aurora y de las fuentes del día. Asi lo pensé entonces, al lado de la vía en Pensilvania, y así lo he creído una docena de veces en otros lugares del continente. Si es una ilusión, está muy arraigada y mi vista es su cómplice.
–De A través de las praderas, escrito por Robert Louis Stevenson en 1879.
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