07 enero 2007

Dorothy y la patagonia

Entre lo último que uno vio del año pasado está un río de miles de personas fingiendo de noche una carrera, enfundados todos en una camiseta muy amarilla, cortesía del patrocinador. A quién cuento yo el símil –pensaba uno mientras corría en medio del sendero de baldosas amarillas que atravesaba Madrid desplazando el propio sendero, serpenteándolo por la ciudad. Habiéndolo intentado un par de veces sin éxito, uno volvió a relatar la imagen de las baldosas veloces hace unos días, en la noche de reyes. Y esta vez las niñas –unos cinco y siete años- sí sabían.
Hoy hay una estrella amarilla en el suelo, pintada por la mayor de esas niñas, ayer estrella adherida a los cristales del portal como señal para Baltasar, hoy amarilleando la baldosa blanca. Con esa estrella en el bolsillo, lleva uno a cierta familia al teatro de la zarzuela a regalarles Los sobrinos del capitán Grant, que uno viera hace unas semanas. Ese día lo hicieron también dos niñas –unos cinco y siete años-, a ambos lados del delante, probablemente, dada su atención, también sobrinas del capitán Mozart. Hoy, en el trayecto al teatro, mi tía se saca un camino de olvidadas baldosas del bolsillo y cuenta que, en contra de lo que creí, uno ya estuvo en la zarzuela antes, hace treinta años. Más aún: que aquella zarzuela es la misma que uno creyó ver como primera, sólo que treinta años antes.
De los caminos que sólo los niños reconocen, de los que olvidan al crecer, mientras corren y corren.

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