El punto de partida de Equus, de Peter Shaffer –un joven
que, amando a los caballos, viene de sacar los ojos a siete de ellos- deviene
en la investigación de una psicopatía evidente –la del joven- a manos de la que
podría ocultar el médico que le trata. Cuando la soledad de cada uno es
evidente para el otro y la acción primera –sacar los ojos- se explica como un
acto enfermo de vulnerabilidad extrema ante quien más te importa, cada uno está
ya en manos del otro: el médico, en las del ser libre que querría ser y ya no
será. El joven, en las de quien, para salvarle, solo puede convertirle en lo
que es él mismo: un ser a salvo del mundo, sin el mundo.
09 abril 2016
08 abril 2016
memoriza la imaginación
El final de la novela de Ray Bradbury, Fahrenheit 451,
hurta conexión alguna entre quienes memorizan libros y los rasgos que éstos
pudieran dar a aquellos o recibir de quienes los eligen. Tampoco la película de
Truffaut lo hizo. El libro que escoge memorizar el bombero Montag es los
Cuentos de imaginación y misterio, de Poe. Es decir, relatos de muertes que no
se advierten, de la que se sale para volver a ella, a la que te condenan para
que regreses o no termines de irte sin quedarte tampoco. Es una elección
impecable en quien viviera quemando los libros que ahora ama, resucitando lo
que matara. Pero tampoco habría sido mala decisión optar por uno de los libros
que, condenándolos, exhibiera haber leído su superior, el jefe de bomberos,
acaso el más culto de los lectores que Bradbury imaginara. Memorizando uno de los
que éste leyera, Montag habría honrado a ambos: a la víctima y a quien la
persigue. Tan útil es recordar una cosa como la otra.
Casi treinta años después de recordar a montag al crear
mi primera dirección de correo electrónico, leo este libro. Y me acuerdo de
quien me lo regalara.
07 abril 2016
plataforma hacia uno mismo
Si además de la nacionalidad y el nombre, Michel Houellebecq
aportó al narrador de su novela Plataforma sus cualidades y desequilibrios,
entonces la misantropía de aquel desemboca en el más inesperado de los
enamoramientos, no solo porque sea correspondido por quien raramente cabría
esperar o porque sea plenamente gozoso. Sino porque, en medio de ese prodigio, el
protagonista escoja compartir a aquella que ama, transferirla y recuperarla
como si fuera eso –el amor- y no su recipiente lo que le llenara. Quien fuera
ficción.
06 abril 2016
24 marzo 2016
tales astillas distintas
“Muchas otras
cosas hizo Jesús, si se escribieran una por una me parece que no cabrían en el
mundo los libros que se habrían de escribir” –dice la última línea del
último de los Evangelios, el de San Juan. Aunque no el último de los libros que
forman la Biblia: sumados los Hechos de los apóstoles, las 21 epístolas y el
Apocalípsis que le siguen, sale alguno más. Datados mayoritariamente entre los
años 65 y 100 d.C., los Evangelios canónicos arduamente fueron escritos por
quienes presenciaran los hechos narrados en ellos: incluso apostando por unos apóstoles
diez años más jóvenes que Jesús de Nazaret, el menos anciano de ellos debía
tener 88 años cuando redactó sus recuerdos.
Eso explica seguramente el diferencial de
acontecimientos que va de uno a otro, como si más bien obedecieran a algo que más
se hubiese escuchado que presenciado. Eso o la senectud de los evangelistas al
tratar de recordar cosas acontecidas 65 años antes… en un tiempo en que la
longevidad raramente debía llegar a los 60. Sin salirnos de los últimos
capítulos, los que recogen en los cuatro casos la tortura y muerte de Cristo, las
diferencias entre ellos son notables.
Mateo es el primero en el orden bíblico y no el
menos original a la hora de recordar: desaparecido el cuerpo del sepulcro, tal
y como fuera anunciado, Mateo escribe que, enterados los mismos sacerdotes que
procurasen su crucifixión, “dieron una
grande cantidad de dinero a los soldados, con esta instrucción: diréis que
estando dormidos, vinieron de noche sus discípulos y le hurtaron”. Ninguno
de los relatos posteriores de los otros tres apóstoles recogen ese hecho.
Marcos tampoco es tímido a la hora de aventurar
algo que ningún otro apóstol vio: una vez delatado en el huerto de los olivos,
huidos todos sus discípulos, Marcos escribe que “cierto mancebo le iba siguiendo envuelto solamente en una sábana. Al
apresarle los soldados, salió corriendo desnudo”. Ni una pista posterior
sobre quién pudiera ser el único valiente capaz de serle fiel cuando nadie más
lo era. Ni la más mínima mención en los otros Evangelios. Marcos es también el
único de los cuatro que modifica la disposición de Simón Cireneo, el hombre que
ayuda a Cristo a cargar la cruz, en concreto dice “le alquilaron” donde los demás solo “obligaron”.
Marcos sugiere también algo que no aparece en lugar
alguno: cómo, una vez resucitado y presentado a sus discípulos una última vez, pone
en boca del Mesías cuán “en mi nombre lanzarán
los demonios, hablarán nuevas lenguas, manosearán las serpientes; y si algún
licor venenoso bebieren, no les hará daño; pondrán las manos sobre los
enfermos, y quedarán curados”.
Lucas les gana a todos: desdeña el futuro e innova
en un presente tan actual como es la ambición: en medio de la última cena,
augurado por Jesús el mundo nuevo, “suscitóse
entre sus discípulos una contienda sobre quien de ellos sería reputado el
mayor, al establecerse el reino del Mesías”. Lucas, junto a Juan, recuerda
además cómo la oreja cortada por pedro a un soldado en el huerto de los olivos
fue vuelta a poner en su sitio por Jesús. Se queda sin oreja si son Mateo y
Marcos quienes miran.
Lucas también recuerda lo que ningún otro apóstol:
cómo, una vez entregado a Pilatos, éste “le
remitió a Herodes, que en aquellos días se hallaba también en Jerusalén… y
esperaba verle hacer algún milagro”. No solo que Pilatos delegase en otro
la palangana en que se lavaría las manos: también el que el otro procurador
esperara del farsante justo la prueba de que no lo es.
Lucas también es el único en poner en boca de uno
de los ladrones crucificados junto a Jesús la devoción propia del caso –“¿Cómo, ni aun tú temes a Dios, estando
como estás en el mismo suplicio –dirá al otro ladrón, que se burla- Y nosotros a la verdad estamos en él
justamente, pues pagamos la pena merecida por nuestros delitos; pero éste
ningún mal ha hecho”. Incluso escribe dos ángeles en el sepulcro donde
Mateos y Marcos pusieran uno.
Juan es el más prolijo de los cuatro y un serio
competidor de Lucas en términos de innovación: suya es la novedad de que, presentados
a prender a Jesús en el huerto de los olivos, caigan en tierra al responder
aquel. Aquí no hay orejas cortadas o reintegradas. Cuando Pilatos pregunta al
pueblo por qué ha de condenar a Jesús, éste le responde en clave política –“si sueltas a ese, no eres amigo de César;
puesto que cualquiera que se hace rey, se declara contra César”. Más aún:
Juan no recuerda que Barrabás existiera o que hubiera ladrones crucificados a
derecha e izquierda de Jesús.
Si ninguno leyó el testimonio de los otros mientras
escribía el propio es aún más raro que pensar que sí lo hicieron, porque entonces
las diferencias serían aún más inexplicables. Quien quiera que los escribiera o
ensamblara en el orden canónico, no podía dejar de ver que ni siquiera pueden
ser leídos como una historia en evolución obvia: todo lo que Lucas añade a los
Evangelios precedentes, lo borra Juan de un plumazo. No lo matiza: lo hace
desaparecer.
A la tentación de interpretar los Evangelios como respectivos
borradores, publicados uno tras otro para dar mayor verosimilitud en tanto que
multiplicados sus testigos posibles, se suma esa rareza que no lo es: la
incongruencia preside los libros que forman el Antiguo Testamento ya desde el
Génesis, verdadero despropósito narrativo, en el que el personaje principal
cambia de opinión en cada página, más cuanto más enfáticamente viene de jurar
una cosa y la contraria.
Desmenuzados los hechos básicos que conforman la
traición y muerte de Jesús –anuncio de la traición, traición, involucración
romana sin quererlo, muerte y resurrección- las diferencias en los detalles son
tales que animan a pensar que o bien uno de los cuatro escritores no llegó a
ver nada, o no lo hizo ninguno. Que a todos acaso les fue contada la historia,
y a la imaginación de cada cual quedó hacerla más amena según la propia
inventiva.
Literariamente, el relato se sostiene como ficción
autónoma porque su trama es magnífica –ganas dan de volcarlo al estilo de un Sófocles
para advertir la grandeza de su estructura teatral- pero su redacción, al
servicio de una pedagogía, cuya torpeza curiosamente Jesús reprocha a sus discípulos
cada poco, va en contra de la naturaleza misma del drama expuesto. Su materia
es literatura y su estilo no. Solo así se podría crear un personaje como Lázaro
–el más poderoso de los Evangelios, junto al Judas fabulado por Nikos Kazantzakis- para
desaprovecharlo completamente.
22 marzo 2016
El precio de la sal que es todo el plato
El mundo que en 1952 aconsejó
publicar a Patricia Highsmith su novela sobre lesbianismo con el título El
precio de la sal, sugirió tres años más tarde el del zinc o el algodón en la
obra de Tennessee Williams La gata sobre el tejado de zinc. Emboscar en
materias primas lo que se consideraba antinatural provocó cientos de cartas a
Highsmith agradeciéndole que en sus historias de amor homosexual no se matara
nadie, y en el caso de Williams, acaso preguntándole si Brick es lo que parece.
Cuando Noël Coward
escribió sobre el amor imposible en la película de David Lean Breve encuentro (1945),
lo hizo, no acerca del que mejor conocía –el homosexual-, sino del que un
hombre y una mujer casados afrontaban en la Inglaterra de la época. Hay que
esperar a la penúltima escena para ver asomar algo de la verdad sobre la
impotencia real en quien no podía permitirse amar en público: al separarse para
siempre, ella intenta matarse, jura no querer sentir nada más el resto de su
vida. A Coward y a Williams se les hubieran salido los ojos de las órbitas al
ver lo que Ang Lee hizo en Brokeback Mountain en 2005, o Abdellatif
Kechiche en La vida de Adele en 2013.
Si la culpa era un automatismo
moral en el tratamiento de la infidelidad en los años cuarenta, lo que
Highsmith volcó en Carol –eliminada la sal del título original- superaba la
culpa y proyectaba el derecho a amar por encima de culpables e inocentes: si su
relación con Therese parece supeditada, prohibida, en función del chantaje que
se le exige para poder ver a su hija pequeña, finalmente escoge no traicionarse
a sí misma, como si llegado a ese punto de la transgresión social, más
mereciera seguir adelante que perderlo todo. Extraña que la reacción contra la
inmoralidad del amor homosexual no atacara en primer lugar a la
desnaturalización más básica posible: renunciar a tu hija para poder estar con
tu novia.
Solo que no era así, y
Highsmith se cuidó mucho de contar que la separación de madre e hija la
decidían quienes no eran una u otra. Nadie que lea la novela deja de entender
que es justo la voluntad de ambas la que pierde todo derecho a ser escuchada. No
se nos dice que la niña sea homosexual, asi que la inferioridad moral ha de
basarse tanto en ser mujer como en que te gusten.
Highsmith compensó con
otros dones: la mentira en Coward no existe en Carol: no hay vergüenza, no hay
culpabilidad que paralice. Y no porque ambas estén solteras: una se halla en
pleno divorcio, y la otra deja a su novio a la primera ocasión. La confesión de
la protagonista de Breve encuentro –“es tan fácil mentir cuando sabes que
confían en ti”- tiene en Carol su reverso exacto: la necesidad de decirte
la verdad. Decencia y dignidad consisten aquí en no avergonzarte de lo que
amas.
E incluso podría tener
su núcleo a mayor profundidad: apenas comenzada la novela, Therese –19 años,
temporalmente trabajando en unos grandes almacenes que la alienan- dice sentir
cómo en ese trabajo anodino “se intensifican las cosas que siempre le habían
molestado. Los actos vacíos, los trabajos sin sentido que parecían alejarla de
lo que ella quería hacer o de lo que podría hacer hecho… la sensación de que
todo el mundo estaba incomunicado con los demás, de estar viviendo en un nivel
totalmente equivocado, de manera que el sentido, el mensaje, el amor o lo que
contuviera cada vida, nunca encontraba su expresión verdadera. Le
recordaba conversaciones alrededor de mesas con gente cuyas palabras parecían
revolotear sobre cosas muertas e inmóviles, incapaces de pulsar una sola nota
con vida. Cuando uno intentaba tocar una cuerda viva, lo hacía mirando con la
misma expresión convencional de cada día.” Nadie que diga eso en la página 17
recorre las siguientes 300 de forma pusilánime.
En el proceso de crecimiento personal de Therese, la mirada desde la que se ama se equilibra: si Carol comienza novela, y película, como el foco que alumbra la llegada, tímida y supeditada, de Therese, al final es ésta la que, madurada vía dolor, brilla con una luz que convierte a Carol en la polilla incondicional. Si Therese pierde algo parecido a la inocencia en el proceso, Carol gana otra Carol. Ninguna de las dos podría lamentarlo.
En el proceso de crecimiento personal de Therese, la mirada desde la que se ama se equilibra: si Carol comienza novela, y película, como el foco que alumbra la llegada, tímida y supeditada, de Therese, al final es ésta la que, madurada vía dolor, brilla con una luz que convierte a Carol en la polilla incondicional. Si Therese pierde algo parecido a la inocencia en el proceso, Carol gana otra Carol. Ninguna de las dos podría lamentarlo.
El país en que nació y
vivió Highsmith atravesó la década de los cincuenta como atravesaba la noción
de amor homosexual: entre la paranoia y el optimismo. Cuando Todd Haynes nació
en 1961, la guerra fría se había quedado con la paranoia y la década de la
contracultura empezaba a apropiarse del optimismo. 65 años después de haber
iniciado su relación en la novela, Carol y Therese tendrían 95 y 75 respectivamente
de haber vivido para ver la película que Haynes rodó en 2015 a partir de la
novela de Highsmith. La hija de la primera habría crecido en un mundo donde a
sus treinta años podía escogerse amar a alguien de tu mismo sexo sin que una
novela hubiera de explicar al mundo la rareza, el valor inmenso de esa
decisión.“Si todo fuera real” –dice Therese en 1952. “Algunas cosas
no reaccionan, pero todo está vivo” –dice uno de los hombres que aspiran en
vano a estar con ella.
Highsmith escribió Carol
tras publicar Extraños en un tren, apenas tres años después de que Coward imaginara
un tren como escenario del encuentro y la pérdida de sus amantes. Una vez las
cartas de gratitud dejaron de llegar, Highsmith debió de sentir con una nitidez
perfecta que la normalización del amor homosexual era apenas la normalización
del amor: es decir, querer matarse cuando no puedes estar con quien quieres, y
no ser matado –como en Brokeback Mountain- por desearlo.
Entre Highsmith y Annie
Proulx, Ettore Scola coescribió y dirigió Una jornada particular (1977),
retrato sutil de la homosexualidad castrada en su comportamiento público en la
Italia fascista, y cómo ni eso evitaba la detención y la presumible ejecución. La
monstruosidad moral –es decir, el castigo de esa opción sexual- que hoy solo
asoma sus dientes podridos en algunos lugares del mundo es, en la novela de
Highsmith su triunfo final: la conquista de esa palabra en la definición del
amor que ambas anhelan y temporalmente no tienen –“un monstruo que se situaba
entre las dos y las encerraba en un puño”.
21 marzo 2016
antes de que cante el gallo en órbita
Escribe Ernesto Caballero en el programa de mano de Galileo, que viene de verse en el Valle Inclán, que el tema de la obra es “la responsabilidad social de la ciencia”. Pero más diría uno que lo que escribió Brecht versa sobre la responsabilidad social ante la ciencia, cuando no ante toda forma de libertad individual. De tratar de los anhelos de resistencia a la tortura que desean quienes no son torturados, la obra trataría del drama de Galileo ante sí mismo, de su traición a lo que defendiera mientras era libre. Uno cree que es otra frase la que dictamina de qué responsabilidad social habla la obra, y es justo una de sus más afamadas: “pobre del país que necesita héroes”.
La iglesia del siglo XVII es en el texto el mismo
dragón que la pusilanimidad con que el gobierno de Florencia echa al fuego, no
a quien desafía la verdad aceptada, sino la misma verdad. Ese matiz –que la
verdad no depende de la aceptación- no es defendido solo por Galileo y sus
discípulos, de hecho el drama aparente –la traición a uno mismo- sucede de
fondo de una traición triple, de resonancias apropiadamente bíblicas: tres son
las veces en que la iglesia le da la razón –no en cuanto a su derecho a la
búsqueda, sino en cuanto a los resultados de la búsqueda.
Primero es el padre Clavius, astrónomo jefe
vaticano, al que, encomendada la labor de confirmar o negar sus descubrimientos,
le da la razón. Después será un monje el que afirme la validez de sus
investigaciones. Finalmente, el mismo Papa se rebela ante la idea de anular sus
conclusiones matemáticas. Y a cada confesión previa al canto del gallo sigue el
del león: las bocas que se abren para admitir, para reconocer, se cierran dando
dentelladas. La inquisición prohíbe la teoría de Galileo sin prohibir los ojos
de Clavius. El monje que se pone de su lado explica el fin del consuelo si se
propagara la verdad. El papa claudica ante el inquisidor y su retahíla de
consecuencias políticas para la santa sede.
“De pronto
hay mucho sitio” –dice Galileo acerca del universo recién revelado.
Pero lo que dice es que el vacío se ha adueñado del espacio inmenso que pensó para
albergar la nueva realidad. Si el sol ha dejado de girar en torno a la tierra,
no significa que a las esferas celestes les guste la idea. Como con la libra de
carne humana que la corte de Venecia hurta a Shylock con mañas de trilero, la
que se niega a pagar Galileo habla del sistema fijo que rige la explicación del
mundo en manos de quienes tienen poderosos intereses en que la verdad se
supedite a la rentabilidad de la otra opción.
A Brecht, que reescribió tres veces su obra, le dio
tiempo para entender a Galileo más de lo que habría deseado: recuerda Marcos
Ordoñez en El País 20.2 cómo Brecht, de regreso a Alemania, “calló ante los procesos de Moscú, apoyó la
represión de la causa obrera en 1953. Galileamente, incluso reescribió, por
orden de las autoridades de la RDA, el mensaje pacifista de El proceso de
Lúculo para ponerlo al servicio de la “la guerra antiimperialista de Corea”.
Como un segundo telescopio, éste apuntado hacia las entrañas eclesiásticas, en la sala de arriba del Valle Inclán ha venido representándose El testamento de María, de Colm Toibin. En ella, la historia parecida de la vida bajo vigilancia, de la pulsión por escribir a escondidas lo que realmente sucedió. Que ambas hablen del control de la realidad por parte de la iglesia lo hace también de la traición, no a lo que se ignora o se teme -que tendría sentido- sino a lo que, sabiéndolo cierto, se niega. “Quien no conoce la verdad es un zoquete. Pero quien la conoce y la llama mentira, es un criminal” –escribieron a medias Brecht, Galileo y acaso María de Nazaret.
Como un segundo telescopio, éste apuntado hacia las entrañas eclesiásticas, en la sala de arriba del Valle Inclán ha venido representándose El testamento de María, de Colm Toibin. En ella, la historia parecida de la vida bajo vigilancia, de la pulsión por escribir a escondidas lo que realmente sucedió. Que ambas hablen del control de la realidad por parte de la iglesia lo hace también de la traición, no a lo que se ignora o se teme -que tendría sentido- sino a lo que, sabiéndolo cierto, se niega. “Quien no conoce la verdad es un zoquete. Pero quien la conoce y la llama mentira, es un criminal” –escribieron a medias Brecht, Galileo y acaso María de Nazaret.
18 marzo 2016
abrazados al árbol del bien y el mal
“La búsqueda en India de una planta que
resucitaba a los muertos ayudó al nacimiento de la literatura en español e inspiró
los cuentos y fábulas que pueblan todo el mundo occidental” –escribe
Winston Manrique Sabogal en El País 7.3 con motivo de la reedición de Calila y
Dimna, escrita a mediados del siglo XIII. Y que coincide en cines estos días
con El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra.
El
árbol de la vida serpentea por las religiones hasta anclarse, vía Cristianismo,
en el símbolo de una existencia libre del pecado original, que los misioneros
llevaron a las Indias occidentales en el siglo XV y XVI, allí donde los árboles
y la mitología precolombina crecían tanto y tan próxima la una a los otros que
ni su tala para propiciar fuertes logró la deforestación casi completa de su población
hasta bien entrado el siglo XVII.
Siglos
antes de que el rey leopoldo II de Bélgica sembrase un árbol de la muerte por
cada vida hallada en El Congo a finales del siglo XIX, la conquista de las
Indias a manos de los imperios español y portugués enterró cuantas culturas
hallara bajo cruces hechas de la misma madera que antes diera forma a dioses
con forma y propiedades de animal. Los ríos que alimentaran a millones de
indígenas fueron empleados para transportar epidemias y armas que evangelizaban
más rápidamente que la biblia.
Siglos
después, extinguidas las fiebres en un lado, brotó en Europa la de los Gabinetes de curiosidades, que en
el siglo XVIII, ya adscritas mayoritariamente a Bibliotecas públicas,
Sociedades y Academias, evolucionaron hacia la especialización temática, y un
siglo más tarde dieron lugar a lo que hoy conocemos como Museos.
Constituidos en una era en la que el conocimiento científico se abría paso
entre las brumas del permiso divino, las colecciones, organizadas
arbitrariamente a medida que los nuevos especímenes se acumulaban y
recalificaban el orden previo, tanto iniciaban el dibujo de un árbol de la vida
como, en el caos, celebraban que éste solo pudiera venir de Dios. La
alucinación estaba ya en el propio proceso de búsqueda, anclado en lo bizarro y
lo monstruoso, en lo que podía, alternativamente, ser catalogado de misterioso
por la ciencia y de fabuloso por la fe.
La superstición que guardaba un bote o mostraba un cuerpo disecado acabó
por atraer su antídoto: el carácter híbrido, en el límite de distintos órdenes
naturales, de algunas de sus muestras generó debates y éstos trajeron consigo
la investigación metódica, el genuino pensamiento científico que actuó de
ventilador llegado el día.
Esas aspas esparcieron por el mundo científicos que regresaron a las Indias
en busca de lo que sus ancestros no terminaran de exterminar. Dos de esos
viajeros fueron Theodor Koch-Grünberg y Richard Evans Schultes. La película de
Guerra traza el viaje de ambos, separados por 30 años, respectivamente previos
a la Primera y a la Segunda Guerra Mundial.
Su historia, que es la de la búsqueda de cierto árbol del bien –la yakruna-
repta por los ríos que uno parece ascender y el otro descender: el primero de
forma altruista, digamos suficientemente científica; el segundo, sibilínamente interesado
en sus aplicaciones comerciales. El trasfondo de la Guerra que guía al segundo
sirve de metáfora del olvido de las propiedades de la búsqueda que guían al
primero. Ha de trascenderse que el segundo sea norteamericano y el primero
alemán.
La historia es tanto la de quien busca lo que no sabe cómo hallar, como la
del guía indígena –el mismo en ambos casos- que preferiría no volver a buscar
aquel árbol por no saber ya si lo es del bien o del mal. Habiendo olvidado casi
todo, el guía que acompañara el intento del alemán vuelve a navegar el mismo
río tres décadas después en busca de una parte de sí mismo que pudiera crecer
junto al árbol.
En ambos viajes, las ensoñaciones se superponen: las visiones que anuncian
tu destino; las que, por contaminación cultural, dejan brújulas nuevas en manos
de quienes aún no las conocen; las que inducen a despojarse de cuanto llevas; las
que a amasarlo todo aunque sea mediante dibujos. Y específicamente, las que,
como malas hierbas, crecen en torno a las vidas que habitan los márgenes del
río.
El catolicismo represor, que para mejor advertir sus iluminaciones crea
hogueras en las que quemar a quienes no ven a dios con la nitidez adecuada es,
en la segunda venida del viajero, un paseo por las ruinas del intento
evangelizador: al arribar a lo que fuera una misión treinta años antes, el
reino de un loco ha tomado el relevo: un italiano que se cree el Mesías sojuzga
a los indígenas creyentes con métodos de crueldad y patetismo alucinados. Rodeados
por oriundos amazónicos, el encuentro de dos blancos occidentales es un teatro espectral
para espectadores enloquecidos o deseando enloquecer, y que acaba aflorando lo
peor de ambos mundos. Cuando no recuerda a Apocalipsis now, retrotrae a El
hombre que pudo reinar, en clave alucinógena.
Hubo
una película anterior sobre el árbol de la vida, contada también en varios
viajes, separados por el tiempo, encarnados en los mismos protagonistas. La dirigió
Darren Aronofsky en 2006. Se llamó La fuente de la vida. La serpiente es allí
un tumor cerebral en la mujer de un investigador que experimenta con un árbol extraño
que solo crece en Guatemala y podría salvarla. Es el mismo árbol de la vida
que, siglos antes, el mismo protagonista buscara para el reino de España en las
selvas guatemaltecas. El mismo, también, que en un futuro de exploración
espacial, verá morir un astronauta al tiempo que el recuerdo de la mujer que
amara.
La soledad que busca en el árbol de la vida una respuesta viaja de la película de Aronofsky a la de Guerra como lo hace la Fuente convertida en río. No es el abrazo lo que cura la serpiente de la ensoñación, sino su ausencia. El guía –Karamakate- solo accede a ayudar al primer explorador a condición de que le devuelva el pueblo al que pertenece y que cree desaparecido. Adecuadamente volcado, la caída de Adán y Eva –indígenas y simultáneamente exploradores a la búsqueda de cuanto se les ofrezca- habría sido el drama de saberse solos en el paraíso. Es justo la lección que Karamakate más querría olvidar mientras conduce a las avanzadillas del mundo civilizado hacia la serpiente que señale qué morder y cómo.
La soledad que busca en el árbol de la vida una respuesta viaja de la película de Aronofsky a la de Guerra como lo hace la Fuente convertida en río. No es el abrazo lo que cura la serpiente de la ensoñación, sino su ausencia. El guía –Karamakate- solo accede a ayudar al primer explorador a condición de que le devuelva el pueblo al que pertenece y que cree desaparecido. Adecuadamente volcado, la caída de Adán y Eva –indígenas y simultáneamente exploradores a la búsqueda de cuanto se les ofrezca- habría sido el drama de saberse solos en el paraíso. Es justo la lección que Karamakate más querría olvidar mientras conduce a las avanzadillas del mundo civilizado hacia la serpiente que señale qué morder y cómo.
17 marzo 2016
Elser y la nada
En
cierto sentido, que hubiese indignado a ambos, la peripecia de hitler y la de
quien intentara matarlo en 1939, Georg Elser, son la misma. Y sendas películas
de Oliver Hirschbiegel apuestan por ello: si en El hundimiento (2004) hitler
aparece como lo que seguramente fue: un ser absolutamente a salvo de la
cordura, que arrastró al abismo a una población que, como es habitual, delegó
en un solo ser toda cuestión moral que atañera al mundo, en 13 minutos para
matar a hitler (2015), el retrato de Elser es el de un ser ajeno a todo lo que
le rodea, sumido en su propia concepción de lo bueno y lo criminal, idéntico a
hitler en su aislamiento mental absoluto, solo que en sentido inverso.
Medidas
como un díptico acerca de lo improbable, la suerte de ambos –suicidados: uno
por mano propia, otro a medio plazo- habla de la capacidad humana de ir en
contra de la corriente: si hitler escribió Mi lucha en una celda, Elser diseñó
su plan rodeado de una Alemania ya nazificada hasta su último rincón. Si aquel
inventó un programa político imposiblemente nauseabundo, hervido en el lodo
desastroso de la I guerra mundial, Elser sacrificó su vida en aras de una
necesidad íntima igual de improbable en su tiempo. A igualdad de probabilidades
de triunfar, ambos fracasaron. Y no por mucho.
Si
la historiografía de la segunda mitad del siglo XX ha explicado a hitler como
el eslabón perdido de una especie que en realidad siempre estuvo ahí, dentro de
cada casa alemana de la época, la memoria de Elser podría representar al
suicida improbable que solo sumó a la voluntad obvia de cualquier ser sensato
el imposible esfuerzo por llevarlo a cabo. Esa guerra no tenía soldados
disponibles, y los que hubiera podido tener habían sido eliminados antes, como
cuenta la peripecia de los comunistas alemanes opuestos al partido nazi.
Quienes recuerden La cinta blanca (2009), de Haneke, recordarán que la lección
imposible en ésta lo era ya en aquella, y su rostro es el mismo: el de Elser
aquí, el del maestro de escuela a merced de la barbarie allí.
Cruzados
con elegancia sus destinos por Hirschbiegel, cuando hitler ordena torturar a
Elser hasta que diga lo que necesita oír y no la verdad, lo que dice de éste es
que su decisión –la de un alemán especialmente lúcido- no puede deberse a un
proceso razonado, al fruto de una inteligencia perspicaz, sino a la obediencia
de consignas, al eslogan adecuadamente obedecido, y si es de manos de
comunistas no alemanes, mejor. Quien sino hitler debía entender qué según qué
comportamientos criminales solo se entienden si media el chantaje, la orden de
acatar y no de analizar.
Sembrada en la conciencia del jefe de los torturadores, la huella de esa semilla dejada por Elser es finalmente castigada con la contundencia que El hundimiento hurtó a quienes, convencidos de la locura de hitler, prefirieron su propia inmolación. También eso habla de la imposibilidad de ser Elser a cara descubierta, más cuanto más cerca del núcleo del infierno. En el país que inventara el mito de Fausto, cuántos más Elser extrañamente no existieron para tanta disposición a ver la venta de almas en la casa de enfrente.
Sembrada en la conciencia del jefe de los torturadores, la huella de esa semilla dejada por Elser es finalmente castigada con la contundencia que El hundimiento hurtó a quienes, convencidos de la locura de hitler, prefirieron su propia inmolación. También eso habla de la imposibilidad de ser Elser a cara descubierta, más cuanto más cerca del núcleo del infierno. En el país que inventara el mito de Fausto, cuántos más Elser extrañamente no existieron para tanta disposición a ver la venta de almas en la casa de enfrente.
16 marzo 2016
Louder than ghosts
Dirigida
por Joachim Trier, El amor es más fuerte que las bombas es una película sobre
fantasmas a medida. Del cuarteto protagonista –madre, padre, hijos- ninguno ve
los mismos y ninguno es capaz de dejar de ver el que ve: el padre, viudo, ve
dos hijos que no son los que realmente tiene, por eso apenas es capaz de
comunicarse con ellos. La madre, fallecida, es el espectro más obvio: se
aparece a su hijo pequeño, y a su vez, mientras sigue viva, no puede evitar
verse como un espejismo en su propia casa, una presencia que regresa tras
largos meses de viaje para descubrir que su familia ha aprendido a no
necesitarla. El hijo mayor de ambos desdeña a su mujer y su hija recién nacida
para concentrarse en ese espectro clásico que proporciona reencontrarse a una
antigua novia. Finalmente, el hijo pequeño, además de ver a su madre
eventualmente después de muerta, cree tener poderes, incluso posibilidades de
que una chica del instituto, de la que parece separarle una galaxia, se sienta
atraída por él.
Quizá
porque cada uno vive acostumbrado a su propio espectro, algunos intentan
convencer al otro de los peligros de ver al respectivo: el hijo mayor intenta
convencer al pequeño de que no se exponga a la chica que le gusta o la burla
general le destruirá; éste, más original, odia a su padre porque intenta querer
a otra mujer, quien, a su vez, se queja de que su relación sea fantasmal de
tanto ocultarla. Más profundamente, la doble vida se superpone al espectro: el
padre la descubre en la madre, que le fuera infiel. El hijo mayor borra las
pruebas de la traición materna al mismo tiempo que se lanza, él mismo, a mentir
a su mujer. A otro nivel, el hijo pequeño, que parece incomodísimo al vivir en
el mundo real, halla en el mundo virtual de los videojuegos un lugar más acogedor.
Cuando su padre, incapaz de lograr hablar con él, se registra e introduce en el
mismo videojuego que su hijo, éste le decapita nada más verle.
Que la memoria de la madre, fotógrafa de guerra, esté ligada al testimonio obvio y explícito de cientos de imágenes dejadas por ella, aunque hablen de desconocidos, cuenta también esa cualidad de la memoria que es la extrañeza, la forma en que, reconstruyendo a alguien, lo fabricamos de nuevo, esta vez a medida de nuestros miedos y anhelos. Lo que recordamos somos nosotros en lo recordado, por eso las madres distintas a partir de los mismos rasgos son explosiones diferentes, hablan del combustible que atesora cada uno. No es el amor contra las bombas, sino contra uno mismo.
Que la memoria de la madre, fotógrafa de guerra, esté ligada al testimonio obvio y explícito de cientos de imágenes dejadas por ella, aunque hablen de desconocidos, cuenta también esa cualidad de la memoria que es la extrañeza, la forma en que, reconstruyendo a alguien, lo fabricamos de nuevo, esta vez a medida de nuestros miedos y anhelos. Lo que recordamos somos nosotros en lo recordado, por eso las madres distintas a partir de los mismos rasgos son explosiones diferentes, hablan del combustible que atesora cada uno. No es el amor contra las bombas, sino contra uno mismo.
15 marzo 2016
La máquina humana de coser
La piel del mundo, desollada y vuelta a ensamblar en el siglo XV, era recorrida a finales del siglo XIX por máquinas de vapor que, habiendo salido de los telares de la revolución industrial, cosían las ciudades vía trenes, reduciendo la distancia entre países y más aún la que la colonización de Norteamerica dejó disponible para sus antiguos pobladores.
Uno de quienes la recorrieron a bordo de esos trenes, tan indígena y
caricaturizable a ojos de los colonos como los indios que ya apenas asomaban,
fue el escocés Robert Louis Stevenson. Su libro De praderas y bosques, en busca
de América, recoge las anotaciones tomadas durante su trayecto desde Nueva York
a San Francisco, específicamente la observación de los aborígenes más comunes y
visibles: los colonos entre los que viajaba.
“El frío, la humedad, el clamoreo,
los obstáculos que se presentaban, iguales a los que uno ve en las pesadillas,
habían intimidado por completo nuestro ánimo. Todos aceptamos ese purgatorio de
la misma forma que un niño acepta las condiciones del mundo” –escribió al
poco de empezar el viaje. Aunque improbable, quizá alguno de quienes viajaba en
esos vagones atestados de inmigrantes había recorrido los estados de Dakota
sesenta años antes, entre las expediciones de tramperos locales que pugnaban
con los mercaderes franceses por el comercio de pieles en tierras indígenas.
Dirigida por Alejandro González Iñárritu, El renacido (2015) es un tren que
va de un tiempo a otro, del dueño de un mundo a otro. Las pieles que trasiegan
al principio, y que abandonan en medio de un ataque Sioux, se reencarnan en el
cambio de piel que sufre un trampero abandonado para sobrevivir. Los indios que
cabalgan hacia un intento de justicia básica se cruzan con la mezquindad de un
trampero convertido en alimaña. En el intercambio de roles, nadie gana. Todos
son expulsados de un sitio mejor: de la paternidad uno; del ejército otro; de
la vida, tantos; de la fortuna, quienes la buscaran; de sus tierras, unos y
otros: los que llegan a un territorio inhóspito y quienes serán expulsados de
él.
El conflicto que es desembarcado en el paraíso ha sido tratado ya en cine:
más cercano a la peripecia pura del Renacido en Las aventuras de Jeremías
Johnson (Pollack, 1972), más cercano a la revelación que experimenta en El
nuevo mundo (Malick, 2006). Ésta última, narración del encuentro de la pureza y
la suciedad en el asentamiento que daría lugar a Virginia en 1606, es también
la del idealismo del colono inglés que la protagoniza (“los hombres no se saquearán unos a otros” –dice entre los mandamientos
de la arcadia nueva) y la de su visión del mundo indígena -“son apacibles, afectuosas, fieles, carecen de malicia y picardía. No
poseen palabras que denoten la mentira, el engaño, la codicia, la envidia, la
calumnia y ni siquiera el perdón… no tienen celos ni sentido de la propiedad”.
Su visión de la naturaleza de los colonizadores, que comparte con la de
Jeremías Johnson, aún separada por dos siglos, es la de pertenecer a una plaga,
de ser parte activa de un tumor
insaciable e inconmovible: tras establecer contacto con una tribu indígena y
aprender sus costumbres, al ser reintegrado al fuerte inglés, a su mundo, a su
idioma, a sus códigos morales y legales, nota en el acto la pérdida: el odio,
la mezquindad, la miseria, la maldad que les corroe. La forma obvia en que no
pertenecen a ese lugar, cómo no tienen forma de ser el nuevo mundo.
Recordando un relato infantil que le contara su niñera, Stevenson cita las
hazañas de Custaloga, un guerrero indio que, en el último capítulo, “muy cortésmente se quitaba la pintura del
rostro y se convertía en sir Reginald No-sé-qué… la idea de que un hombre fuera
un guerrero indio y luego abandonara su condición para convertirse en
aristócrata era algo que no podía concebir. Ofendía a la verdad, como la
fingida ansiedad de Robinson Crusoe y otros por escapar de una isla
deshabitada”. Cuando, recorriendo las infinitas llanuras de Ohio, las
compare con un paraíso llano, será para advertir que “temía que el diablo lo frecuentaba de cuando en cuando”.
Si adueñarse de semejante paisaje interminable ensanchó la sensación de
superioridad racial que el hombre blanco sentía ante los indios, el diferencial
de civilización técnica aceleró esa distancia hasta convertir a los recién
llegados en dueños de una tierra elegida, y a los recién domeñados en un orden
animal solo ligeramente necesitado de alfabetización. “Comencé a regocijarme por ese despertar de la vida, como si se tratara
de una rica propiedad que hubiera heredado” –escribió Stevenson mientras
atravesaba Pensilvania, quizá sintiendo alrededor justo eso: cuán heredar un
potosí era más importante que considerar la legalidad moral de sus dueños
previos.
Cuando un jefe indio quiere dar caza a Jeremias Johnson, envía a sus
guerreros de uno en uno, como si el combate con un gran oponente mereciera un
trato justo. Cuando Stevenson observa por fin a uno de los pocos indios que ve
en su periplo, es para presenciar la burla cruel y abusiva de los blancos que
viajan con él en el tren. Al mirar hacia quienes viajan en su vagón, apestando
el mundo a su paso, y compararlo con el odio que despierta el vagón ocupado por
chinos, dirá que “solo somos humanos en
virtud de las ventanas abiertas”. Cuando en El renacido el protagonista se
levanta de la tienda improvisada que un indio ha realizado de la nada para
salvarle la vida, es para descubrir que ese indio cuelga ahora de un árbol, a
manos de tramperos como él.
La sobreexplotación de los recursos naturales y la enloquecida carrera
demográfica y bélica crearon la emigración masiva de los siglos XIX y XX: “la hambrienta Europa y la hambrienta China
se desbordaban por sus puertas en busca de alimentos, y aquí llegaban a
encontrarse cara a cara. Las dos oleadas se habían enfrentado: el este y el
oeste fracasaron por igual; todo el ancho mundo estaba explorado y condenado.
No existía el Dorado.” –escribió Stevenson ya en 1880. “¡Vuélvanse!” –les gritaban quienes
viajaban en dirección contraria, ya de vuelta a la costa este y a sus países de
origen.
Lo que dejara dicho de sus compañeros de viaje chinos –“solo Dios sabe si tuvimos algún pensamiento en común durante todo ese viaje, o si sus ojos veían el mismo mundo que percibían los míos”- permea la experiencia de colonización en literatura y cine. Stevenson, que apreció “el silencioso estoicismo de la conducta” y lamentó “la patética degradación de la apariencia” de los escasos indios que vio, se avergonzó de lo que “llamamos civilización”. Es ese tren de vida el que solo se detiene para llenar sus calderas con trozos de mundos nuevos.
Lo que dejara dicho de sus compañeros de viaje chinos –“solo Dios sabe si tuvimos algún pensamiento en común durante todo ese viaje, o si sus ojos veían el mismo mundo que percibían los míos”- permea la experiencia de colonización en literatura y cine. Stevenson, que apreció “el silencioso estoicismo de la conducta” y lamentó “la patética degradación de la apariencia” de los escasos indios que vio, se avergonzó de lo que “llamamos civilización”. Es ese tren de vida el que solo se detiene para llenar sus calderas con trozos de mundos nuevos.
14 marzo 2016
deuda
Se
cumplen 16 años del Hamlet que Lluis Homar trajera al Teatro de la Comedia, del
que uno se salió entonces por lo insoportable del calor que hacía. Quizá para
honrar aquellos días, ya remozados, Israel Elejalde sale a escena medio
desnudo. Y como una tradición es la que se renueva para poder seguir siéndolo,
el hombre que se sienta a mi derecha se levanta y se va, mediado el cuarto
acto. El que no llega nunca es el noruego Fortimbrás, al que Kenneth Branagh,
en su adaptación a cine, puso a asistir al fracaso múltiple de los regentes de
Dinamarca, mirando el suicidio de una dinastía como si afirmando eso que Hamlet
hubiera confirmado de seguir vivo por entonces: como hay guerras que se ganan confiando
en la estupidez ajena, esperándola al pie de la tumba recién abierta.