09 noviembre 2016
04 noviembre 2016
16 octubre 2016
Go down, Kubrick
Dirigida y coescrita por Romeo
Castellucci, su Go Down, Moses que se ha podido ver en los Teatros del Canal
este fin de semana asciende hacia el espectador con poquísimas frases a las que
agarrarse, y que, contando el abandono de un recién nacido bajo auspicios de
redención, pasa del símil con el antiguo testamento a una escena anclada en el
principio de la vida humana en el planeta, encerrada en cuevas en las que dar a
la luz, enterrar o comerse al mismo niño. Sumida en sonido, mostrada como una parábola
que más pregunta cuanto más se abre, mejor parece una misa que una representación
teatral. Muchos salían descontentos, sin saber a lo que habían asistido. Quizá demasiada
fe en la ortodoxia teatral no ayuda a reconocer la religión cuando sus ritos parecen
inventarse los evangelios en vez de recitarlos.
09 octubre 2016
vacuna retroactiva
Una posibilidad que explique el reciente voto contrario al proceso de paz
con las farc es que, sabiéndoles sentados a la mesa en que negociar su renuncia
a las armas, pensar en renunciar al castigo del perro rabioso lograda la
domesticación se antoja difícil. En el chantaje que todo terrorismo aplica al
estado con el que negocia, la igualdad de derechos es el primer eslabón que se
busca garantizar. Los estados ceden porque lo que es obvio para un ser humano
normal, viniendo de un chacal es un prodigio y no hay que desperdiciar la
ocasión de lograr que entregue los dientes. Pero una vez en la jaula, es decir,
sentado a la mesa de negociaciones, tratarle como lo que es podría ser el
primer instinto de cualquiera. Al fin y al cabo, el perdón no exime del castigo,
no es incompatible con la justicia.
Pocos de quienes vienen de votar no a su integración social sin penas de
cárcel han de pensar que quienes, logrado el supremo esfuerzo de no parecer
alimañas durante el tiempo que han durado las negociaciones, podrían volver a
la selva si el pacto fracasa. Es como pensar que quien prueba una ducha y una
cama caliente preferirá después dormir a la intemperie.
Si desde aquí tampoco termina de sonar extraño es porque, sin un referéndum
en que preguntar si los asesinos merecen dejar de serlo por decreto, no pocos
de quienes, desde el pnv sin ir más lejos o más cerca de la bala, jalearan a
los asesinos de eta gozan hoy de derechos plenos para seguir disculpando sus
crímenes en pro de la estabilidad del negocio que, casualidad, regentan ellos
en base a vestir camisas mejor planchadas.
La diferencia es, por supuesto, que quienes mataban en eta lo hacían
amparados en la mayoría nacionalista de la democracia vasca, y quienes en las
farc, en selvas literalmente más frondosas. Hay que estar en la piel de quienes
viven amenazados de muerte, aquí y allá, para calibrar la necesidad del
chantaje infecto que supone ver pasear a cara descubierta a asesinos cuyos
únicos méritos democráticos son rendirse a condición de que el estado acepte
perder de forma menos sangrienta.
Pero ha de quedar claro que la única razón por la que criminales son invitados a sentarse a la mesa a ser tratados como seres humanos es porque la domesticación de una alimaña solo es posible en habitaciones iluminadas, bajo la misma promesa que ellos presumen: la de no dispararles nada más aparecer. Una vez salidos de la selva, visibles, al alcance de la ley, cómo pedirle a la bombilla que les muestre como no son.
Pero ha de quedar claro que la única razón por la que criminales son invitados a sentarse a la mesa a ser tratados como seres humanos es porque la domesticación de una alimaña solo es posible en habitaciones iluminadas, bajo la misma promesa que ellos presumen: la de no dispararles nada más aparecer. Una vez salidos de la selva, visibles, al alcance de la ley, cómo pedirle a la bombilla que les muestre como no son.
01 octubre 2016
a cada grandeza, su cubo
En el mundo en que reinó Reagan,
los representantes del equipo contrario tenían la longevidad que se le deseaba
a sus ideas: Yuri Andrópov y Konstantin Chernenko presidieron la Unión
Soviética en dos mandatos sucesivos del que dimitieron, al tiempo que de la
vida, en apenas quince y once meses respectivamente. Cuando Mijail Gorbachov se
hizo cargo de la empresa, Reagan cruzaba ya el ecuador de la década en que iba
a sentar las bases del modo republicano de pensar hasta la fecha, con parada
posterior en su vicepresidente, George Bush sr. y fonda interminable en su
hijo.
La grandeza del país que
presidió el primero miraba hacia el peso del estado en la Rusia comunista para
amputar la que, en territorio estadounidense, recortaba impuestos a los ricos
en la ilusión de que serían estos quienes devolverían a la sociedad lo que el
estado se negaba a pedirles.
donald trump es hijo o
espectro de ese plan, y tan bien podría éste haberlo entendido que la impresión
obvia de no haber ido al colegio en su vida podría ser solo la de considerarse,
no heredero, que a algo obliga, sino encarnación del espíritu conservador que
Reagan trajo el mundo mientras otra eclosión, la de la publicidad que no
llamaba idiota a quien la veía (encarnada en Bill Bernbach y su equipo),
declinaba para lanzarse, en los ochenta, en manos del videoclip que iba a
moldear millones de anuncios en esa década y aún la siguiente.
trump cumplió sus cuarenta
años en medio de esa transformación social que hizo de Estados Unidos un país
más próspero e infinitamente más injusto, y que con Reagan en el poder aún tuvo
hasta bien entrada la década de los noventa para elevar el privilegio del
empresario sobre la sombra del socialismo que no solo dictaba la vida de sus
ciudadanos sino que, atrocidad, les impedía enriquecerse con ella.
Que, entrada la campaña presidencial
actual, trump imite menos a Reagan que al último de los zares que la revolución
bolchevique interrumpió, es una ironía que, en su delirio permanente sobre casi
cualquier tema, ha de ignorar en su forma de dirigirse a la mano de obra
extranjera, cuán se asemeja a la que practicara aquel Romanov con los derechos
de los campesinos rusos de principios del siglo XX.
Sumado
el apoyo de los supremacistas blancos –ku klux klan-, el de la asociación
americana del rifle y el de empresarios como los hermanos Koch, arracimados en
el molde del nazi henry ford, la grandeza a la que trump arrastra a tan infame
eslogan, es, en su ataque al socialismo que enmascara el ideario demócrata, el
de una dictadura barnizada de espíritu empresarial, en el que basta mentir con
énfasis e insultar con energías inacabables para merecer el respeto que un jefe
de estado como Obama, que basa el suyo en la inteligencia, la sensatez y la
oratoria, no merece si se puede elegir a un cowboy como trump, es decir como
Reagan, como Bush jr. Como cualquiera que no sabe la más mínima noción de la fiscalidad
de multinacionales, pero por qué preocuparse si la grandeza está a la vuelta de
la esquina, como la basura que cualquiera saca a medianoche.
12 septiembre 2016
carta de la noche al día
Algunas preguntas sirven para que entiendas mejor las respuestas que
crees tener domesticadas. Pregunta P. qué es lo que no me gusta de Paulo Coelho
y la pregunta se convierte en otra cosa en la respuesta: como con otras áreas, uno
esperaría que el mundo apreciara lo que la literatura vino a hacer por nosotros,
y esa decepción crea un hueco, que es el del desdén por sus esfuerzos. Justo en
ese hueco germina lo que Coelho, y muchos otros, crean para aliviar parte del
sufrimiento que el mundo soporta y la literatura tan explícitamente recrea. Literatura
y Coelho son cosas distintas, pero comparten el canal en que se expresan, y el
auge del segundo no es culpable del fracaso de la primera. Las razones por las
que se lee a Coelho son distintas de las que llevan a ignorar a Coetzee,
Magris, Sebald o Roth. Pero ambos pelean en las librerías por explicar el mundo
o por salvarlo. Acaso el rechazo que Coelho genera en quien ama la literatura
es solo el de quien no entiende querer la noche después de despreciar el día. Obvio que la noche quiere del hombre cosas distintas.
01 mayo 2016
Ficción pedida a la verdad
Entrando por la puerta de Goya del Museo del Prado, se accede a una
galería que todo el que acudía a las muestras temporales atravesaba hasta que la
ampliación de los Jerónimos vino a cambiarlo. Si se resiste la tentación de
pasarse a Velázquez y Goya, cuyas salas se abren a la izquierda, José Ribera es
el primer pintor que sale al encuentro, y siendo uno de los pintores con menos
retratados por metro cuadrado, la repetición de modelos, que en otros es
indistinguible, en él es algo que se ve antes, o al menos no después, que la
obra en sí. A la izquierda hay un monográfico que junta un San Andrés (1631),
un San Bartolomé (1641) y un San Jerónimo (1644) en el mismo anciano que posara
para todos ellos, y aún en la pared de enfrente repite como San Bartolomé
(1630). Un poco más adelante, también en el lado izquierdo, un San Pablo
(1635-1640) y un San Pedro, libertado por un ángel (1639) cruzan miradas con el
Isaac (1637) que les contempla con los mismos ojos, la misma nariz, el mismo
todo. Arquímedes (1630) y la mujer barbuda (1631) son casi el mismo cuadro de
tan juntos y de tan el mismo filósofo griego amamantando a un niño. En sus
ratos libres es también, unos metros más allá, San Simón (1630), y todos ellos
casi uno de los borrachos sacados de la sala de enfrente, con Velázquez.
Finalmente, lo que podría haber sido un boticario reencarna –al menos eso- por tres veces en San Pedro (1630, 1632 y 1615 por orden de
aparición, aunque la última de ellas lo sea como apóstol inserto en un grupo
sin nombres asociados).
No muy lejos, en una de las salas de la Fundación Mapfre, estos días
puede verse una muestra del trabajo fotográfico de Julia Margaret Cameron.
Recreación frecuente de imágenes medievales o renacentistas, y más
frecuentemente de mitos literarios o religiosos en pos de cuya simulación grave
–ni una sonrisa cruza las docenas de fotografías expuestas- hiciera posar a
nietos, sirvientes y amigos de 1863 a 1879, permite ver a su sirvienta Mary
Hillier como virgen en tres obras de 1865 y como la poetisa griega Safo apenas
unos meses después. Su sobrina Mary Prinsep encarna a San Juan en una
fotografía de 1866. Marie Spartali, hija del cónsul de Grecia en Londres, posa
como Hipatia, la filosofa griega de Alejandría. El poeta Henry Taylor fue,
entre otros, fray Lorenzo acompañando a Julieta; el Shakesperiano Próspero
junto a Miranda, o el rey bíblico Asuero al lado de la reina Ester. Su propio
esposo, Charles Hay Cameron, malogró no pocas instantáneas mientras posaba,
muerto de risa, como el mago Merlín para un libro de versos de Alfred Tennyson.
El propio Lewis Carroll, fotógrafo aficionado, que a partir de sus retratos de
niños modelaría a Alicia en el país de las maravillas, veía pocas en la obra de
Cameron.
Uno de las escasos retratos en que el modelo mira a cámara sin más
aparejo añadido muestra a Julia Jackson, quien llegado el día, engendraría a
Virginia Woolf, y ésta, a su vez, el primer libro sobre Cameron en 1926,
sesenta años cumplidos de su muerte. Aunque sería otro libro suyo –Una habitación
propia-, publicado tres años más tarde, el que, incluso si hablando de
literatura escrita por mujeres con el trasfondo de la mudez histórica de la
expresión femenina, más claramente hable del mundo al que Cameron arrojó su
visión del arte, recién hallado, de la fotografía.
Referido a negativos o a letra garabateada en un papel a escondidas, no
hay un ápice menos de verdad en el diagnóstico que Woolf cita, de manos de
Arthur Quiller-Couch –“lo cierto es que,
debido a alguna falta de nuestro sistema social y económico, el poeta pobre no
tiene hoy día (1916), ni ha tenido durante los pasados doscientos años, la
menor oportunidad. Hablamos mucho de democracia, pero de hecho en Inglaterra un
niño pobre no tiene muchas más esperanzas que un esclavo ateniense de lograr
esa libertad intelectual de la que nacen las grandes obras literarias”. Curiosamente,
posando como niño en manos de la virgen, el nieto de Cameron tanto parece eso
como un niño ateniense.
El alegato de Quiller-Couch contra la responsabilidad del arte en manos de las clases acomodadas pudo haber conocido en la España de la inquisición a principios del siglo XVII tiempos pioneros. Lo recoge Fuga mundi 1609, la obra de María del Mar Gómez, premio Beckett de teatro en 2007, que cuenta la peripecia de una escultora a merced de su protectora –una dama de la nobleza- quien cree ver en el rostro tallado de una virgen el de una modelo morisca, a escasos meses de la expulsión de los árabes de la España de Felipe III. Cuando, meses después de encargada una nueva talla que recoja la fe a que obliga la cristiandad, la escultora presenta de nuevo la misma que fuera condenada, y pensada destruida, la noble señora con ojos de hoguera cae postrada ante ella, afirmando, esta vez sí, la verdad simbólica del arte adecuado.
El alegato de Quiller-Couch contra la responsabilidad del arte en manos de las clases acomodadas pudo haber conocido en la España de la inquisición a principios del siglo XVII tiempos pioneros. Lo recoge Fuga mundi 1609, la obra de María del Mar Gómez, premio Beckett de teatro en 2007, que cuenta la peripecia de una escultora a merced de su protectora –una dama de la nobleza- quien cree ver en el rostro tallado de una virgen el de una modelo morisca, a escasos meses de la expulsión de los árabes de la España de Felipe III. Cuando, meses después de encargada una nueva talla que recoja la fe a que obliga la cristiandad, la escultora presenta de nuevo la misma que fuera condenada, y pensada destruida, la noble señora con ojos de hoguera cae postrada ante ella, afirmando, esta vez sí, la verdad simbólica del arte adecuado.
Como Cameron
pidiendo de sus amigos y familiares una gravedad a la altura de los temas tratados,
y obteniendo de su marido carcajadas sin fin en el intento de ser un gran mago,
la relación de los modelos con lo representado habla también de las fugas que
contiene una fotografía o una escultura sacra.
29 abril 2016
Cuando todo esté hecho
Han pasado ocho años desde que el gran Pablo
Vázquez, desde dentro de Sí, pero no lo soy, de Alfredo Sanzol, sufriera en
alta mar la añoranza de los Sanfermines, un dolor “de animal herido” que conjuraba, y perdía, en el escenario que
simulaba una discoteca en la sala pequeña del María Guerrero. Vázquez es estos
días, espléndidamente, el bufonesco Costra en el montaje de Trabajos de amor perdidos,
en los Teatros del Canal. Que es decir, el encargado de procurar el amor de los
personajes, saboteándolo. Extrañamente, ni una sola de las no escasas veces en
que el motto de la obra –“Navarra será el
asombro del mundo”- se repite, lo es en presencia de Vázquez. Como si, a
medida que las vanas promesas de negación del amor naufragan, el que más
supiera de ellas estuviera en otra parte. Probablemente en Pamplona.
22 abril 2016
21 abril 2016
y nada más que la verdura
Hay algo en la propuesta de Luis Felipe Blasco Vilches en El jurado, estos días en Matadero, que escoge no emplear lo mejor que ofrece. Sustentado en nueve personas que, como jurado popular, han de decidir sobre la suerte de cierto político juzgado por corrupción, pasa del primer impulso colectivo –dictar sentencia sin evaluar una sola de las pruebas que se les pide analicen- a la idea más poderosamente nítida –cómo al menos la mitad de ellos podrían no estar ni remotamente cualificados para el trabajo que se les encomienda.
Espejo no tan paródico de pasotas a los que solo les
interesa acabar pronto para llegar al fútbol, de semiadolescentes que solo
saben reír y fumar, de amas de casa de contundente ignorancia, o empresarios de
colmillo fácil, el patetismo del grupo, su déficit de compromiso democrático y
judicial pronto da paso a un argumento personalizado que, uno a uno, va cayendo
en su propia incapacidad para juzgar, dado que no parece haber un solo inocente
entre ellos.
El proceso sibilino de socavación del jurado, paralelo al
que una y otra vez renuncia a evaluar las pruebas contra el acusado en la fe de
que “todo el mundo sabe que es culpable”
desemboca en un retruécano, por el que quien más íntegro parece acaba siendo el
mismo tumor que se han reunido para extirpar. El fracaso de la sentencia,
ligado a la duda razonable sobre las pruebas, se encarna forzosamente en la de
quienes le juzgan sin preparación o libertad de juicio sobre lo que juzgan.
La justicia acaba, así, contando de sí misma lo mismo que
de la política: la dependencia tanto de las pruebas como de las personas
adecuadas para encarnar la mirada justa. Cuán si no hay política sino
políticos, pudiera no haber justicia sino jueces, no países sino ciudadanos. No
ciudadanos sino seres con necesidades o prioridades cambiantes.
de la materia de los sueños iguales
De las vidas secretas que James Thurber fabuló en las
páginas de The New Yorker durante tres décadas, la de Walter Mitty –un hombre
con la capacidad de soñar despierto en plena calle, mientras hace cola en una
tienda o espera a que el semáforo cambie de color- adoptó en su primera
encarnación en cine, en 1947, el aspecto, más liviano, de la primera actividad
de Thurber –el dibujo- y la en la segunda, de 2013, el más denso de la
escritura.
La película dirigida por Norman Z. McLeod hace casi
setenta años, una comedia musical al servicio de las dotes gestuales de Danny
Kaye, y cuyo personaje clonaría Donald O´Connor seis años después en Cantando
bajo la lluvia, es un catálogo de ensoñaciones, generalmente musicales, como
sombra irreal de la vida aventurera que el hombre cotidiano de 1947 había
cambiado por un trabajo a horario completo.
La actualización que Ben Stiller dirigió, protagonizó y
escribió en 2013 eliminó la parte cantada y añadió el desasosiego de la soledad
del hombre inmerso en esa otra ensoñación moderna, las redes sociales. A
igualdad de infelicidad con las rutinas de su vida, el Mitty del siglo XXI se
transmutó en el espejo inverso del Cándido de Voltaire: alguien que a medida
que fracasa, gana, aunque no lo advierta. Qué sino la cartera olvidada en casa
de su madre es el jardín que espera tu regreso en el relato de Voltaire.
Si la vida de actor era, a mediados de siglo pasado, una
de las ansiadas a ojos de quien fabulaba sus días siempre distintos, la versión
de Stiller actualizó el ideal sustituyendo la autoparodia de Kaye –un cómico
haciendo de cómico tras la cara de un hombre anodino- por la del fotógrafo de
viajes, escasamente localizable, críptico, ajeno a los ritmos del mundo. Y cuyo
rastro acaba obligando a Mitty a llevar la vida que nunca soñó que llevaría,
aunque no parezca consciente de ello hasta el final.
Lograda la revelación personal y ampliada hasta desdeñar
lo que te hace mantener el empleo, la capacidad de Mitty para la ensoñación
desaparece a medida que su vida consiste en sobrevivir despierto a lo que le
ocurre. Al contrario que en la película de 1947, el Mitty contemporáneo deja de
serlo cuando la película termina. O eso piensa.
Y no es que el ajuste sea sencillo, en 1947 o 2013: en
otro de sus relatos, Thurber cuenta cómo los “libros sobre eficiencia mental no regatean detalles acerca de cómo
conseguir un ajuste magistral… pequeños altercados en la mesa del desayuno, inconvenientes
rutinarios en la oficina, familiares ansiedades causadas por el dinero y la
salud, el conjunto de las contrariedades cotidianas con las que todos topamos y
que usualmente superamos sin excepcionales dificultades”. Y que tienen en
los Walter Mitty los héroes de los inadaptados.
Sin el uso desastrado de las redes sociales en sus manos
en la versión de Stiller, casi podría parecer que la normalidad, el equilibrio finalmente
logrado entre lo que tiene y lo que quiere, es una ensoñación más, una que compartir,
en un bar, con el Theodore
Twombly de Her, la película de Spike Jonze, que ve las mismas visiones que
Mitty con solo mirar su teléfono móvil.
20 abril 2016
Numancia manque pierda
Si Eurípides retrocedió ochocientos años para narrar en
Las troyanas el asedio de la ciudad a manos griegas entre el siglo XII o XIII
A.C., Cervantes duplicó la distancia al narrar en El cerco de Numancia el
asedio romano en el siglo II A.C. El griego anexó la ira de Posidón y de Atenea
contra la flota que regresaría a Grecia tras diez años de asedio, y el español introdujo
dos dioses –España y el Duero- que profetizan el auge de la raza entonces
derrotada a manos de Felipe II en tiempos cervantinos. Si la intención de
Eurípides era condenar la guerra sin distinción de bandos, la de Cervantes fue honrar
el espíritu de quien regresa a la conquista (esta vez de las Indias) para
vengar pasadas derrotas.
Se representa estos días en el Español el texto
cervantino, y junto a lo suprimido –matar y comerse a los prisioneros romanos
que atesoran- reluce, como compensación, una ampliación de la profecía a manos
de los adaptadores, Luis Alberto de Cuenca y Alicia Mariño: sus visiones
sobrepasan la era cervantina y llegan hasta la nuestra: se aventura la pérdida
del Imperio con que Cervantes compensara la pérdida de Numancia, se augura la
guerra civil (ese otro asedio sin ayudas), la pacificación europea, el tiempo
de bonanzas, crisis y amenazas actuales.
El resultado, amén de escénicamente logrado, es
paradójico: lo que en el texto salva a los Numantinos de su muerte absoluta –la
esperanza de ser vengados en el futuro- es, en escena una idea más humana que
patriótica, y también más cara a Eurípides: la derrota cíclica. Cómo perder en
el siglo II, ganar en el XVII, perder en el XIX, perder de nuevo en el XX o
ganar en el XXI pudieran ser solo caras que se turnan la moneda.
No hay imperios sino rachas de buena suerte –parece decir
el augur. Y los desdichados que, como Escipión, sitian una ciudad para no
mancharse las manos ya manchadas, o los que, como los Numantinos, se matan para
no ser rendidos, para no ultrajar a una noción de patria al mismo tiempo que
sus vidas, son apenas actores. Distinguir entre público y ejército contrario,
tan claro a ojos de Eurípides, debió serlo tanto más a mano de Cervantes, que
purgó en cárcel argelina el desdén de un país hacia sus héroes cuando pierden,
y ya en tierra propia, vivió el desamparo económico como alguien sitiado dentro
de su propia impotencia.
Es un alivio para éste que la versión de Mariño y de
Cuenca haya esperado cuatrocientos años para no clavar el cuchillo en carne tan
aseteada como la de Cervantes.
19 abril 2016
plan b
Allí donde más improbable es no advertirlo, en un
escenario, Denise Desperoux parece haber lidiado con ese trauma de la decisión
literaria que es al elegir un tema, desechar sus variantes próximas. Pues dos
de sus textos que vienen de ser representados, o aún siguen en cartel, tocan
los mismos temas, con parecida sorna y mirada compasiva sobre sus efectos. Uno puede
entrar estos días a ver Carne viva en La pensión de las pulgas y seguir viendo
Los dramáticos orígenes de las galaxias espirales, hasta hace nada en el María
guerrero. El mismo universo, conspirando para que no recuerdes de qué te suena
todo esto.
16 abril 2016
puerta trasera del sueño americano
Cincuenta años después de que Kim Philby fuera reclutado
por la KGB junto a cuatro de sus compañeros en Cambridge, Michael Cimino
imaginó que sendos estudiantes de Harvard de 1870 terminaban sus días convertidos
en bandos de una guerra fría por fuera, hirviente por dentro. Contando una
guerra dentro de otra, la de muchos expuesta a la de pocos, la propia película
–La puerta del cielo- acabó por convertirse en una: cuadruplicado su presupuesto,
arruinó a United Artists y lanzó la película a un pozo de críticas destructoras
del que solo salió bien entrado el siglo XXI, cuando la versión que
inicialmente proyectara Cimino –casi cuatro horas- vio la luz.
La penumbra que venía de fuera, de su pésima acogida,
venía también de dentro: los propios materiales que la formaban eran pura
oscuridad escupida a la cara de un país que se lanzaba ese mismo año al lifting
ideológico del liberalismo sin pudor en la era republicana inaugurada por Reagan,
elegido presidente dos semanas antes del estreno de la película.
El cielo abierto a la nación más poderosa del mundo era,
en la versión de Cimino, el infierno que hubieron de arrostrar quienes,
procedentes de otras partes del mundo, recorrían América a finales del siglo
XIX en busca de las oportunidades que la vieja Europa, agotada en guerras desde
hacía siglos, no podía ya ofertar. Y que, como en lo sucedido en Wyoming en
1890, desembocó en la guerra desigual entre los propietarios de ganado y de
amplias franjas de tierra, y los inmigrantes que malvivían en condiciones de
precariedad cuando no de la semiesclavitud tan cara a ese país.
Cimino no fue tímido mostrando la crueldad de los colonos
hacia quienes bajaban de los trenes con tanto polvo acumulado en el alma como
en sus pertenencias traídas desde el otro lado del mundo. Para equilibrar,
instaló a un sheriff a la antigua usanza –idealista, honrado, a prueba de
rendición- liderando la resistencia de los débiles. Y enfrente, indolentemente
del lado de los criminales, a quien fuera su compañero en Harvard, unas tres
horas antes.
Como relato del malestar de una nación consigo misma, la
historia del combate desesperado de un grupo de granjeros centroeuropeos contra
un centenar de pistoleros a sueldo es menos relevante que el origen de quienes
simbolizan los dos extremos: quienes, a igualdad de formación, derechos y
posición acomodada, acaban viviendo en países al parecer distintos, tan
alejados de sí que una bala puede cruzar de uno a otro y alcanzar en el camino
a cuantos pasen por allí.
Sin que lo sepamos aún, una de las partes más crueles de
la película sucede al principio, sin pistas aún de lo que habrá de suceder:
cuando, en la ceremonia de graduación en Harvard, escuchamos el discurso del
rector acerca del valor sagrado de la educación, de cómo ésta, adecuadamente
exigida, creará un país mejor, de valores mejores y misiones más elevadas. Como
un prefacio para la historia opuesta.
La miseria humana, hecha en cualquier lugar de miedo y de
ambición, restalla en el permiso presidencial que valida la ejecución de
cuantos inmigrantes se consideren sospechosos de robo de ganado, que resulta
ser la lista misma de habitantes –hombres y mujeres- de un pequeño poblado de
Wyoming. Pero también en la respuesta del alcalde –acaso polaco, húngaro o suizo,
como los amenazados de muerte- al ofrecer al sheriff entregar a cuantos
demanden los asesinos.
Mayoritariamente lírica incluso si entreverada de
devastación, y atravesada por un trío amoroso que recuerda a esa otra obra
magnífica y singularísima que es La leyenda de la ciudad sin nombre (1969),
entre la puerta cerrada que ve la Asociación de ganaderos y el cielo al que
piden ayuda los inmigrantes, un tercer personaje, salido también de Harvard
junto a los otros, surge para aportar el espacio entre el héroe y el miserable.
Empobrecido a diferencia de sus dos compañeros de aula,
empleado misérrimamente en el apeadero del ferrocarril, donde vive refugiado en
la indiferencia ante la injusticia que ve a diario, y que acaso no juzga muy
distinta de la suya, cuando su conciencia le impulsa finalmente a actuar, su heroísmo
resulta el más valioso de cuantos contiene la película: porque, fácilmente
actualizable a nuestros días, sin hacer nada salvo asistir al crimen podría
verse favorecido por el descenso de la mano de obra disponible.
Y porque, no yéndole en ello ni las motivaciones a sueldo
del sheriff ni las que defiende la oligarquía ganadera, su sacrificio es
genuino. Siendo el que más razones tiene para haber olvidado el discurso que
escuchara el día de su graduación, veinte años atrás, es el que mejor parece
recordarlo.
15 abril 2016
El hombre que sabía lo que debía
Parece irreal hoy pero en 1954, en Francia, aún era
posible tardar en leer una revista sobre cine mucho más de lo que se tardaba en
ver una película. François Truffaut comenzó a dirigir cine apenas un año
después de empezar a escribir en Cahiers du Cinéma. También Jean Luc Godard. No
Eric Rohmer o Jacques Rivette, que habían empezado a dirigir antes de la
fundación de la revista. Todos ellos parecían saberse a Hitchcock de memoria. Es
curioso considerar a éste como uno de los padres fundadores de la Nouvelle
vague.
La escritura como acto fílmico –“la crítica para mí era hacer cine” -diría Godard- necesitaba de
modelos vigentes y algunos fueron hallados allí donde pocos miraban en esa
década. Hitchcock fue uno de ellos. Y como Howard Hawks, uno de los más
extrañamente anunciados: mientras Cahiers du Cinéma buscaba en Hollywood, en
éste era imposible encontrar aquella. La condición de autor mayor adjudicada a
Hitchcock era acaso un concepto que, más allá de Orson Welles, la industria
norteamericana tenía dificultades comprensibles para entender: durante tres
décadas Hitchcock hizo ganar mucho dinero a los grandes estudios en los que
trabajó. ¿Cómo podía ser un autor un director que llenaba cines con cada
película que hacía? ¿alguien que necesitó rodar dos veces algunas de sus
películas para saberlas logradas?
El principal rasgo de un autor –generar escuela o quien
te honre- llegaba demasiado pronto para ser advertido: algunos de los que luego
admitirían sentirse influidos por Hitchcock -Polanski, Scorsese, Lynch,
Spielberg o de Palma- no empezarían a rodar hasta una o dos décadas después. “Escribir con la cámara”, como dijera
Truffaut, partía de un trauma de base en una industria como la estadounidense
en la que escribir era una actividad a sueldo sometida al férreo control de los
productores. Un año después de que Truffaut publicara su reivindicación del
estatus de autor, William Faulkner aún escribía guiones pagados por el dinero
que crecía en Hollywood. Había que ser francés para entender el matiz. O
inglés.
Quizá esa sensación de pertenencia explica el
entendimiento que Truffaut y Hitchcock consolidaron en 1962 en una entrevista
que aquel solicitó para analizar la filmografía de éste y que se prolongó
durante ocho días. Lo inusual del formato –un director de éxito y filmografía oceánica
a sueldo de los grandes estudios, contrastando su visión de las posibilidades
expresivas del medio en conversación con un representante treintañero de una forma
de impresionismo cinematográfico- vio la luz en un libro magnífico. Es una
ironía no menos grandiosa el que, tratando de la autoría como vector de la
escritura artística, cincuenta años después ese libro fuera llevado a cine por Kent
Jones en 2015, con resonancias de best seller.
Veinticinco años después de aquel libro, Guillermo del
Toro escribió el suyo a instancias de una colección auspiciada por la
Universidad de Guadalajara. A la manera de Truffaut: iniciando como crítico su
carrera de cineasta. La enumeración de los rasgos morales del cine de Hitchcock
–“la culpabilidad del inocente, la culpa
como situación necesaria para la redención por amor, la transferencia de culpa
o el padecimiento resignado”- hablan también de lo que Truffaut advirtiera:
la sombra de la virtud –autoría- inserta en el corazón mismo del pecado –la
rentabilidad comercial.
Es un rasgo que subsiste hoy, férreamente anclado en
literatura, cine, teatro o música: cuán la autoría, la pureza inmaculada de la
expresión artística, parece requerir de un cierto fracaso para no levantar
sospechas. Si la libertad artística tenía como función conjurar la
transformación de la obra en producto, del Toro la advirtió ya en la naturaleza
misma del cine de Hitchcock, basado en la irrupción del malestar en un entorno apaciblemente
ganado: “Hitchcock supo que el caos y el
orden necesitan uno del otro para existir y que la ausencia de uno de los dos
es enfermiza. El orden sostenido durante largo tiempo conduce inevitablemente
al caos y éste adquiere a la larga rasgos sospechosamente predecibles, para
desembocar en una especie de orden”.
Incluso sin considerar que Hitchcock era, en sí mismo, como
persona y como cineasta, un producto perfectamente acabado en 1962 y décadas
antes, si el propio Truffaut se vio tentado a reconsiderar su postura, no
necesitaba mirar muy lejos: entre la publicación de sus textos en Cahiers du
Cinéma en 1954 y la realización de la entrevista en 1962, la autoría del
Hitchcock cineasta se había transformado en la fábrica Hitchcock de episodios
televisivos a sueldo literal –él mismo citaba, con no poca sorna, al
patrocinador de cada capítulo- de un medio que vivía y vive de encapsular
formatos sabidos, predecibles, mil veces repetidos. Y eso ocurrió en medio de
la época en la que entregó obras maestras como ¿Pero quién mató a Harry?, El hombre que sabía demasiado, Vértigo, Con
la muerte en los talones o Psicosis.
Educado en la crítica cinematográfica uno, en el cine
mudo el otro, el gesto les unía: el de reivindicar un lenguaje que podía ser
simultáneamente personal y universal, hablar de millones de espectadores sin
dejar de hablar de quien lo firmaba. Ese lenguaje, actualizado por el
documental de Jones, contiene, mayoritariamente en inglés, lo que sesenta años
antes el francés arduamente persiguió: muchos de los directores que aparecen en
el documental hablan de Hitchcock a través del libro de Truffaut que leyeron de
niños. Quienes entramos al cine a verlo en versión original también leemos
mientras hablan.