02 junio 2014

la real gana


Hace años el padre de una exnovia –militar con experiencia en la casa real- contaba que la mayor virtud del rey, la razón que mejor le acreditaba, era que siempre instaba a las partes en conflicto a hablar, a buscar puntos de acuerdo, tantas veces como fuera necesario. Animar a hablar implica, como primer precio, acostumbrarse a escuchar, y este rey, que heredó todas las razones del mundo para vivir escuchando las razones legítimas de los principios republicanos, acabó generando razones propias, ganadas a pulso, que empezaban y acababan en su comportamiento dudosamente ejemplar al frente de un cargo, entre cuyos anacronismos incluye el ideal moral. Si el primer deber de un rey debiera ser, en el mundo actual, dimitir nada más nombrado, el deber de una sociedad madura es pedirlo, o como en este caso, esperarlo. Entre las señales de la precariedad democrática está necesitar una figura medieval para liderar un proyecto del siglo XXI, y por comprensible que sea honrar su papel en la transición, cuarenta años después lo deseable sería agradecer a la persona y anular el cargo. Como su propio discurso de despedida acredita, preparar a un hombre durante cuarenta y cinco años para ser el mejor sucesor posible del puesto menos necesario posible tiene que ver con la misma idea que vertebra esos otros absolutismos modernos –los grandes partidos políticos-, no por nada cómplices perfectos en esa labor que, a efectos prácticos, es la misma que Shakespeare puso a cumplir al duque de Buckingham para Ricardo III. Cada ocasión desaprovechada de anular los privilegios de sangre, y su cualidad hereditaria, es una oportunidad perdida de decirnos la verdad a tiempo. 

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