No hace
tanto que la historia del deporte español era la de un intento meritorio por
sobreponerse a la superioridad con que según qué países dominaban repetidamente
las competiciones internacionales. Alemania, Holanda e Italia se turnaban el fútbol,
Estados Unidos hacía suyo el golf; Yugoslavia, Grecia e Italia acaparaban el
baloncesto; Suecia y Estados Unidos el tenis, y así. Coronada la cima en todos
ellos, ninguna parece hoy más predestinada que otra, dadas las veces que
llamamos a las puertas en las décadas precedentes. La supremacía es tan irreal
que dentro de pocos años, en algunos de los países que ahora caen, día sí, día también,
ante selecciones de futbolistas, golfistas, baloncestistas o tenistas españoles,
escribirán acerca de su ansiado triunfo cómo la tradición vencedora española
fue, finalmente, derrotada. Pero será falso. Hablarán de una tradición que
nunca existió. Solo un prodigio, que como sucede a veces en literatura, pintura
o música, escoge concentrar sus más improbables frutos a la vez. En vísperas de
los mundiales de fútbol y baloncesto, Nadal gana hace unas horas su noveno título
en Roland Garros y es irreal hasta escribirlo.
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