20 junio 2014

el rey ha mudo, viva el rey


Quién tendría miedo a la retahila de tópicos si el espacio que ocupa el cargo que desempeñas permite moverte un centímetro en cada dirección antes de que salten todas las alarmas. Tan pobre es la expresión política habitual que basta decir algo que no sea una sandez, una obviedad, una mentira, o la no menos frecuente suma de las tres para parecer un iluminado o un extremista, según el accionarado del periódico que lo imprime. La irrelevancia del discurso del rey tiene, así, como la de quienes sustentan su cargo desde la política votada, no tanto que ver con la importancia del momento como con la del lenguaje en que nadas, como si fuera abrir la boca todo lo que espera el agua para hundirte. La naturalidad del discurso que, en su mejor acepción, tiene que ver con la claridad con que los problemas del país son, para el rey y para un hombre en paro, los mismos, se diluye en esa parálisis que su enunciado mil veces leído, grandilocuente y fofo, tan obvio como previsible, recuerda que los discursos los escriben profesionales del escapismo gramatical, a los que pagan por escribir nada que pese más que el viento que ha de llevárselo nada más leído en alto. Ningún mal deseo a un hombre educado para ocupar un puesto innecesario, fraudulento e históricamente aberrante. Pero qué mejor servicio a la república que debería haber sido proclamada hoy que hablar sin decir nada, como si fueras el primero en no creer, a estas alturas, la farsa que te dan a leer.


Lo cuenta Antonio Caño, hoy en El País:

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