01 febrero 2011

Gólgota picnic

Los griegos no eludieron lo que de teatral tenía la relación diaria, íntima e institucional, con divinidades a las que se pretendía tan presentes como el mármol de sus columnas. Y a los que en la vida real se consultaba mediante algo tan escenográfico como las vísceras de las aves, y que en los oráculos de Eurípides tenía un dios hecho de poleas al que se hacía salir a escena cuando las soluciones humanas habían llegado donde sus límites les permitían. Los dioses escribían lo que los hombres representaban a su pesar. Cuando Antígona desentierra a Polinices, ya no es sólo para negar a Creonte, sino la voluntad ciega y torva de los dioses que decidieran la ruina alterna e inexplicable de todo lo que conoció –madre, padre, padrastro, hermano prohibido, hermanos permitidos.
El catolicismo que hibernó en monasterios medievales junto a los restos malhadados de lo mejor que dieron de sí los imperios griego y romano, salió de ellos para adueñarse del mundo, y cuando lo hizo, en su voz estaban ya las que, siglos antes, hablaran por boca de Edipo, Medea, Ayax, o Hécuba de cuanta desdicha, extorsión y ruina como divertimento ansiarán los dioses que se reencarnarían, no en el dios cristiano, pero sí en los tiranos que harían de su iglesia un sayo ni un ápice mejor. En la estela moribunda o Lazariana en vano de ese poder nos hemos criado todos lo que pagan su entrada en el María Guerrero estos días para ver Gólgota picnic.
Como creador, uno no tiene elección –escribe Rodrigo García en el programa de mano. Es de teatro que habla, pero es lo mismo si aplicado a la religión. Carece de elección un dios y también quien paga sus tributos –con la domesticación o con la vida. Ocurría en Grecia, fue preservado durante el imperio papal, y subsiste hoy, por más que solo hayamos salido de un dios para caer en otros peores. El tiempo tampoco ha podido con ese símil obvio entre el deux et machina griego y lo que el catolicismo hizo, con poleas parecidas, del dios que fabricara, y así el dios que Rodrigo García ha repartido entre los personajes es también aquella fe troceada y falsa que solo aparece ante nosotros cuando la necesitamos. La procacidad, el lenguaje obsceno, la maniobra sanguinolenta con que los cinco actores se las apañan para hacer salir del teatro a no pocos antes de tiempo es una provocación camuflada en otra: la de quien devuelve a dios -específicamente a sus representantes- una pequeña parte del papel idiota que el hombre juega en su obra desde que se adueñaron del mundo. Y, más sibilinamente, el nuevo reparto de papeles que el personaje sugiere, entre imprecaciones por tanta falta de sentido, para ese dios que, en los lienzos del Barroco, es quien más ayuda necesitara, y fuera de ellos, resulta un títere violento, cuyas maniobras acaso simboliza la embarrada lucha que cierra la obra, justo antes del concierto para piano. La pantalla proyecta una caída interminable, un vértigo más. Y así, con la sangre que mana de tanta sensibilidad herida, se hacen transfusiones vivificadoras los demás.
Aunque para miedo, el que, hablando esto de García en realidad de las siete últimas palabras posibles del hombre, alguien lleve a escena el ritual que el propio Haydn escribía en 1801, al narrar las circunstancias fundamentalmente teatrales con que sus Últimas siete palabras de cristo en la cruz, fueron escuchadas en la catedral de Cádiz, donde se le encargara quince años atrás: cubiertas de negro paredes, ventanas y columnas, con solo una gran lámpara iluminando débilmente la iglesia, el obispo subía al altar a pronunciar cada una de esas siete palabras, intercaladas con los respectivos fragmentos musicales.

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