23 febrero 2011

Antes del vestidor


A las hemerotecas se pasa, a menudo, tras hacerlo por un vestidor donde, una vez muerto, de todas partes brota quien remendar la fama del finado, cambiando su traje por uno mejor, o no menos frecuente, tornando en andrajos la fama que el ilustre se llevara a la tumba. También en vida puede uno, sabiéndose próximo el final, cualquier final, no solo el biológico, hacer algo para adecentar la propia imagen. El reto varía según el papel que uno crea ocupará en los libros de historia, grandes o pequeños, públicos o íntimos. Y si lo irremediable no lo es tan claro a ojos de algunos, ha de ser también, junto al poder concedido al ego, porque en el apogeo de la libertad o del poder, uno escoge trajes que luego no hay quién se quite, ni a las buenas ni inducido. No hay medios para hacer acompañar a según qué sastre de un fiscal, y así, junto al traje de dictador cuyas costuras ya revientan, del saqueo por llegar en los palacios presidenciales de Libia alguien se apresta a llevarse la esencia misma del empecinado: su coraza, azul con charreteras, de soberbia, crimen y patetismo de fantoche.

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